viernes, 19 de julio de 2013

¡¡ La exclusión social, idiota, la exclusión social !!.


Es evidente que una menor presupuestación pública destinada a las partidas de hospitales y centros clínicos de atención primaria por parte de una nación tiene por necesidad que vincularse al estado menos saludable de sus ciudadanos. Pero aún siendo ésto así, no nos lo han contado todo. Se oculta hábilmente por parte de los dirigentes administrativos de una u otra épocas que la falta de asignación de dotaciones económicas a o de prosperidad presupuestaria de los servicios sanitarios no hace más daño al ecosistema humano que la ausencia de voluntades administrativas orientadas a las políticas sociales incentivadas.

Víctor G. Pulido para "LinealCero". En PR XIX, a 18 de junio de 2013.







Una nación no debe juzgarse por cómo trata a sus ciudadanos con 
mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada”

Nelson Mandela, ex-presidente de República Sudafricana, activista contra el "apartheid y  politólogo.  



Hace escasos meses Grecia determinó como población de riesgo epidemiológico a todos aquéllos que son profesionales del sexo; también a los drogodepedendientes, a las personas sin hogar y, supongo que por precaución, a todos los inmigrantes no regularizados. Como consecuencia, los que se incluyen bajo este tipo de epígrafes poblacionales en el país heleno, deberán personarse periódicamente al centro de salud que les sea propio o al más cercano al objeto de someterse a una rutinaria analítica. Aquéllos que manifiesten algún tipo de positivo, se les someterá a estudio, tratamiento y seguimiento o ingreso. Aquéllos que no porten la correspondiente documentación de la revisión oficial clínica, podrán ser detenidos o expulsados del país. Y, por último, aquéllos que se nieguen a someterse al control o se declaren en rebeldía, sus nombres y fotografías correrán el riesgo de ser mostradas en la webs oficiales de alertas sociosanitarias como medio de prevención. Está claro que detrás de todo ésto se impone una política de discriminación selectiva.



Un turco consuela a su pareja drogodependiente y le atiende de las 
laceraciones que se aflige bajo su estado de síndrome de abstinencia. 


¿Cómo se ha transgredido este límite del trato humano por parte de las autoridades?, ¿puede darse este caso en sociedades estatales democráticas y de derecho como pudiera ser la griega?; ¿qué ha sucedido para que se disparen todas las alarmas fitosanitarias en Atenas, Salónica o El Pireo?. Ni que decir tiene que uno de los máximos protagonistas de esta medida social "sin paliativos" ha debido ser el incremento descontrolado del sida. Así es. El número de nuevos registros de infección por VIH en el país se ha incrementado un 200% en los últimos treinta meses; por lo que en principio los nuevos contagios parecen mostrar una visión de conjunto reflejada de las estrecheces presupuestarias por las que atraviesan los centros sanitarios de prevención y tratamiento afectados por los recortes públicos. Menos atención, menos prevención. Por si no fuera suficiente, junto con el aumento del sida han adquirido en los últimos años, y en parte derivada de ésta inmunodeficiencia, un mayor repunte estadístico otros fenómenos virales; en las principales ciudades del país se dan otros contagios como los de la polio, la hepatitis, el sífilis, la tuberculosis o la malaria. Las autoridades sanitarias alegan ante este hecho que no cuentan con suficientes recursos administrativos para hacer frente al masivo número de casos virales. 

Una solución parcheada propuesta por algunos tecnócratas griegos como Adonis Yeoryiadis sería incrementar el presupuesto de prenvención de enfermedades a costa de otras partidas sociales ya escuetas por reducidas: verbigracia, educación. Desvestir un santo para lucir otro. Puesto que no es lo mismo una cosa que la otra, yo me pregunto ¿son realmente los recortes de partidas presupuestarias sanitarias las que propician que se dé un mayor aumento de las enfermedades virales?, ¿o simplemente la exclusión social incrementada derivada de los recortes de las transferencias de rentas sociales en general es lo que da rienda suelta a la enfermedad o el contagio?.



 
La malaria, una enferdad de origen subsahariano y erradicada desde 
hace décadas en el continente euroasiático, ha vuelto a recobrar carta de 
protagonismo en Grecia. La falta de vacunación es más que probable causa. 

 

Parace ser que la primera hipótesis sería la más plausible en cuanto a relevancia perceptiva. Por poner un sólo ejemplo, una reducción presupuestaria que afecte a los fondos relacionados con la dispensación gratuita de medios profilácticos destinados a hacer frente a las enfermedades relacionadas con su transmisión sexual dentro de un ámbito específico, incentiva su propagación. Por tanto, y haciendo extrapolación, es evidente que una menor presupuestación pública destinada a la partidas de hospitales y centros clínicos de atención primaria por parte de una nación tiene por necesidad que vincularse al estado menos saludable de sus ciudadanos. Al fin y al cabo los países menos desarrollados tienden a presentar resultados sanitarios de eficiencia clínica menos satisfactorios que los países tradicionalmente avanzados: no cuentan con el mismo músculo fiscal. Pero aun siendo ésto así, no nos lo han contado todo. Se oculta hábilmente por parte de los dirigentes administrativos de una u otra épocas que la falta de pulso financiero asistencial o de prosperidad presupuestaria del sistema de salud no hace menos daño al ecosistema humano que una gran ausencia de voluntades administrativas de políticas sociales incentivadas, siendo la pobreza o la exclusión social, o sus epifenómenos, el mayor factor determinante contra la salud pública y sus consecuencias. 


 
Edward Koch, demócrata recientemente fallecido, es considerado como 
uno de los mejores alcaldes de la historia de la ciudad de Nueva York. 
Supo que la mejora de la red ferrovial del metro impulsaría la riqueza de 
la ciudad. Por contra, al olvidarse de los excluídos por inmudeficiencia o 
desalojo, su ciudad sufrió durante su mandato (1978-1990) los mayores  
índices de delicuencia, pobreza, exclusión social y salubridad pública. 
    

En realidad esta ocultación (o "vendaje administrativo", siendo condescendientes con nuestras ineficientes estrategias de intervención social) fue la tónica habitual de las políticas sociales durante gran parte del transcurso de los años setenta y ochenta. Ocurrió cuando las conocidas como drogas duras golperaron con instinto de fuerza a una parte significativa de la población joven en los años de la recesión energética. El fenómeno de la penetración de su consumo se extendió con rapidez por todo occidente, muy especialmente entre las clases obreras y pauperizadas. Con el transcurrir de los años aquella cohorte de jóvenes se la conocería más tarde como la generación perdida. Pero hasta entonces tan sólo se discutiría si la exclusión social conducía a las drogas o si éstas de nuevo posteriormente desembocaban en la marginación social de sus consumidores. Daba la sensación que se trataba de una problemática individual, de la libre determinación de cada uno, no ambiental. La clase administrativa no lograba relacionar exclusión social con enfermedad. Y así llegaron los primeros años noventa y el VIH comenzó a dar muestras de su definitivo poder exterminador comenzando a hacer girar su guadaña sobre las cabezas de las clases urbanas menos favorecidas. Otra generación perdida, se dijeron nuestros analistas administrativos. Entonces quizás tampoco se debatió, una vez más, o no era el mejor momento administrativo, si las drogas (el hecho de compartir dosis autoadministradas vía intravenosa) y la libre práctica del sexo (al margen del monogámico y heterosexual) conducían la inmunodeficiencia adquirida y posteriormente, a la marginación social. Más bien parecía favorecerse la idea de un orden invertido de la cuasación frente a la oposición de los primeros estudios. Y con este debate enquistado se llegó a rozar el fin de siglo. 



 A medida que descendieron las tasas de desempleo entre 1985 y 1992,
la tasa de incidencias de contagio de VIH por contacto intravenoso 
descendió de modo paralelo. Pobreza y enfermedad van asociadas.



Tasa de población activa inversamente proporcional al número 
de infecciones por síndrome adquirido de inmunodeficiencia. 

  

Y de nuevo una vez más se repitió el patrón de análisis cuando se filtró entre las capas sociales el más silencioso, lento, invisible y meticuloso de todos los virus: el sobrepeso polisaturado de la clase trabajadora, especialmente en los países anglosajones. De la epidemia de la grasa acumulada no podría responsabilizarse a la indolencia de las políticas sociales en relación a la pobreza. Por tanto, en aquella ocasión se adujo que los trabajadores menos cualificados y semicualificados, una importante masa laboral, ayudados por el incremento de sus rentas de clase trabajadora impulsadas por el boom financiero se decantaron quizás por una excesiva ingesta de productos hipercalóricos de producción industrial; y todo ello acompañado de la falta de predisposición a una cultura nutricional equilibrada. Los riesgos cardiovasculares y los tumores cancerígenos, en efecto, se dispararon apenas en un lustro y todavía aún se debate si algunas de las clases medias y las bajas, hoy en exclusión social por desempleo, deshaucio o enfermedad, no tomaron los suficientes medios para su prevención. A día de hoy se sigue dando vueltas a la cuestión sobre si fue la propia responsabilidad sobre su alimentación y forma física la que hoy es causa de todos sus males sociales.

Lamentablemente a esta crisis ya no se le pueden regalar más orejas sordas. Esta crisis, insisto, está evidenciando supuradamente lo que la sociometría ha demostrado a base de persistencia numérica durante años de análisis longitudinal y nuestros políticos no quieren ver ni mucho menos ha querido escuchar: que la causa es el efecto y el efecto es la causa. No es la reducción de los programas de formación preventiva o sanitarios los que impulsa de algún modo a las personas a la enfermedad, sino su propia exclusión social la que propaga la escala pandémica; son las bajas rentas y en gran medida la reducción de las ayudas sociales a la manutención integradora (exclusión por desempleo o deshaucios) lo que posteriormente da fuelle en el corto y medio plazo los incrementos de gastos sanitarios y atenciones asistenciales como consecuencia de la exclusión social. Se trata, en definitiva, de la segmentación de los recursos, no de la concentración de los medios (pero esto último ya daría para otro debate a duelo bajo el sol).  




 "Precious" describe fílmicamente la bella parábola de la contrafalacia ecológica  urbana 
que relaciona enfermedad con exclusión social. Las enfermedades derivan de los niveles 
de pobreza, no de los niveles de ingresos. El mayor gasto sanitario es la desigualdad.


Cuando pareció finalmente superarse esta falacia ecológica, se evidenció por fin que gran parte de los contagios de enfermedades procedentes del consumo de drogas duras devenían, por ejemplo, no de compartir la jeringuilla (medio preventivo facilitado por los servicios sociales), sino de compartir la propia dosis de la jeringuilla (recurso compartido por el alto coste de la sustancia). El coste relativamente elevado de los preservativos pudo favorecer igualmente la propagación de las epidemias venéreas desde las capas más defavorecidas de la sociedad escalando paulatinamente hacia el resto de la estructura social. Y seguramente la confluencia de factores tales como el largo y costoso desplazamiento desde la periferia residencial de las clases trabajadoras anglosajonas hasta sus centros de trabajo, con sus horarios laborales restringidos de comida, los cometidos físicos propios de su actividad laboral que requieren de una dieta calórica y sus limitados recursos económicos a la hora de disponer de un menú equilibrado, las "variables invisibles", sean más el efecto de su cultura nutricional que la causa de sus enfermedades y la de sus familiares a cargo. Así seguramente pudo ser para el caso de los hijos de estas clases, ante la ausencia de la vigilancia constante de sus hábitos alimenticios por parte de una figura de autoridad permanente a lo largo del día. Queda claro, pues, que nivel de renta, modalidad de empleo y conducta de riesgo de salud van generalemente asociados. Así como exclusión social y fallecimiento prematuro epidemiológico. 



La obesidad mórbida y el sobrepeso fue durante lustros una epidemia socialmente 
construida y tolerada tanto por ciudadanos, como por empresas y administraciones 
públicas occidentales. Esta enfermendad se relaciona con los bajos ingresos y capas 
desfavorecidas. Sólo en la ciudad de Nueva York los costes asociados a la atención específica 
por sobrepeso alcanzan para la metrópoli la cifra de unos cuarenta millones de dólares al año.


Volviendo a Grecia y a la idea que se desea transmitir, es la pobreza y la falta de políticas sociales la que empuja al gasto sanitario hacia su avismo. No es que falten médicos, es que sobran excluidos. Lo que te ahorras de un lado, te lo gastas de otro. Por tanto si lo que se desea es recortar gastos sanitarios la mejor medida es incrementar las rentas sociales que prevengan la exclusión social y las epidemias, estimulando al tiempo el bienestar personal, el consumo y su mercado y la consecuente generación de ingresos fiscales. No es que los pobres sostengan la varita mágica de la recuperación eonómica, pero al menos salvan las cuentas sanitarias y lavan la imagen social de un país. No debemos olvidar que el recorte del gasto sanitario en corto, sólo conduce a más gasto sanitario exponencial diferido a las presupuestaciones futuras, formando una burbuja creciente de pasivo financiero para el sector sanitario público. Por otra parte, la población crónicamente afectada por enfermedades, no podrá incorporarse más tarde a la actividad económica como capital social empleable, lo que aboca de nuevo a una economía en recuperación al estrangulamiento de sus activos y el incremento de sus clases pasivas. Cuando en España ayudamos a las instituciones financieras ineficientes, lo único que estamos propiciando es el sostenimiento del sistema económico, no del social. Lo mismo ocurre para el país heleno; no se propicia el sostenimiento del bienestar de su estructura social, sino de la estructura administrativa. 



Ciudadano griego desempleado, de camino a la ciudad en búsqueda de empleo.


Grecia es por tanto un foco de infección de pobreza; la más letal, sin embargo, de todas las enfermedades. Cuando sus administraciones hablan de limitación de medios en lugar de gestión de recursos entorpecen la percepción social del problema y soslayan sus propias capacitaciones como agentes políticos. Entre tanto ruido de hemiciclos y protestas callejeras, nadie jamás ha dicho en Grecia (ni en el resto de Europa) que la pobreza y la exclusión social son el principal causante de los riesgos sociales sanitarios y epidemiológicos que sufre. Y que estos con el tiempo concurren a conflictos políticos y divisiones regionales. La exclusión social de masas en países con infraestructuras consolidadas como es el caso de Grecia impide la movilidad geográfica y la reordenación de los recursos y activos financieros por renta de trabajo y consumo; concentra los núcleos dinámicos de riqueza en pocos emplazamientos; neutraliza la circulación de capitales y la redistribución de la renta; frena el consumo general y abre en canal la brecha social; imposibilita la renovación demográfica y fragmenta los lazos de fraternidad familiar; retrae el ahorro, desacelera la velocidad del dinero, incrementa la morosidad bancaria y debilita la nutrición fiscal; y, ya como ingrediene final y por si fuera poco, invita a la corrupción política e incrementa los niveles de violencia social. Por otra parte también sabemos además que, como el tabaco, "la exclusión social, mata". Recordemos, la igualdad social es el mejor remedio y antídoto contra todas las crisis. 


 
Grecia es un país formidablemente equipado en infraestructuras. Tan
sólo nececita que el dinero llegue a la gente y así reactivar la economía.

 

Profundizando en la brecha social

 
La noticia del decreto ministerial del Gobierno griego que autoriza la venta de productos caducados en los supermercados es para temblar. No solo porque atenta contra la salud alimentaria de las personas, sino también por otras cuestiones de índole ética y moral. Una medida de este tipo no es políticamente neutral. Los alimentos se componen tanto de aspectos fisiológicos-nutricionales como socioeconómicos. Por esto los Gobiernos también hacen política con la alimentación de la ciudadanía. En la época de bonanza económica, y más  específicamente tras la crisis de las vacas locas, Europa creó un complejo sistema técnico-industrial en torno a la idea de la salubridad alimentaria. Consumir alimentos caducados no solo era perjudicial para la salud, sino que proliferó el mercado de los alimentos de alta calidad. Ahora que la coyuntura económica ha cambiado también lo hace el discurso sobre lo comestible y lo no comestible. Durante la plenitud del Estado de bienestar las clases dominantes se distinguían de las medias y las pobres en temas alimentarios mediante el gusto hacia los productos caros y de calidad. Este decreto introduce una nueva dicotomía con la cual seguir profundizando en la brecha social: los que consumen alimentos de sostenibilidad pasada y los que no. Por cierto, ¡vaya ejemplo de eufemismo malintencionado!.— Ixone Fernández de Labastida, es profesora de Antropología de la UPV-EHU.



 

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