viernes, 9 de agosto de 2013

Detroit, Krugman y el "secuestro del discurso".


Según Paul Krugman, algunas localidades no son particularme responsables de su quiebra administrativa. Las considera realidades cíclicas adheridas a los ciclos irregulares de producción que le otorgan respuesta. Olvida comentar, sin embargo, que estos comportamientos industriales económicos se circunscriben a cierta inestabilidad de sus burocracias industriales. Y que éstas se mitigan con la diversificación de producción, la flexibilidad de los entornos y la investigación en procesos y tecnologías. Por otra parte, quizás Atenas no sea Detroit, pero ambos no dejan de ser monocultivos del s. XX: uno industrial, y otro administrativo.

Víctor G. Pulido para "Lineal Cero". En Madrid, a lunes día 4 de Agosto. 






Una de las cosas que más irritan a Paul Krugman, el popular premio Nobel, l'enfant terrible de las políticas de Washington, es que los políticos y altos administradores públicos den por sentandos y absolutos preceptos de macroeconomía o contabilidad social que no dominan o de la que no poseen la más absoluta de las nociones. En ocasiones reiteradas, les acusa de emplear el lenguaje de Lakoff antes que la lógica de Keynes. Él, a ésto, en buen acierto perifrástico lo llama “secuestrar el debate o discurso”. Esto es, apropiase del discurso presupuestario maniqueamente. O bien tratar de justificar las medidas o bien los intereses de una política económica de gobierno o de una clase influyente o lobbie como reflejo de las necesidades imperantes de toda la población, apoyándose para éllo sólo en hechos o datos circunstanciales. 



 Krugman sostiene que algunas ciudades típicamente manufactureras no son concretamente
 responsables de su bancarrota pública. El sector privado arrastra a los ayuntamientos
a su incapacidad de gestión administrativa. Pero soslaya que esta problemática es típica
de las regiones que practican el monocultivo industrial, cuyo modelo paradigmático es Detroit.

 
Hasta ahí de acuerdo: Krugman es un gran desenmascarador. Entre otras aportaciones, por éllo recibió el premio sueco: sabe desnudar las pretensiones socioeconómicas sectoriales que se esconden tras las decisiones de corte político. Pero cuando sale de su área de dominio, como puede ser para ésta ocasión tratándose del ámbito de la sociología industrial, suele mostrarse temerario o resvaladizo. O no: simplemente arrima el ascua a su sartén. Veamos por qué. En su artículo, “Detroit, la nueva Grecia”, argumenta que la capital del condado de Wayne, que llegó a ser a la sazón la capital industrial de América, ha sido embullida tras los últimos vaivenes financieros por un estrangulamiento de sus recursos fiscales. Considera además que la ciudad de la “Generals Motors” es víctima de los caprichos de la innovación tecnológica, el dumping de componentes asiáticos y, en gran parte, consecuencia práctica de la teoría neokeynesianista de los ciclos industriales. En este sentido, en su columna del “New York Times” publicada la semana pasada, Krugman se preguntaba y se respondía: “¿Ha sido Detroit particularmente irresponsable [con su futuro]?. Una vez más, no: [...] la realidad es que algunas economías regionales acabarán contrayéndose, tal vez de manera drástica, hagamos lo que hagamos. [...] En buena parte [lo de Detroit] es solo una de esas cosas que suceden de vez en cuando en una economía siempre cambiante”. Concluía aseverando, en buena lógica a su línea editorial e intelectual, que Detorit no era un ejemplo de derroche presupuestario o dispendios dinerarios como la ha venido siendo para el caso de los sucesivos gobiernos de Atenas. Michigan no es Grecia, sino descalabro de un infortunio cíclico que tiene escritas sus leyes sobre la base de estudios longitudinales econométricos. Sobre todo si viene acompañado, según algunas escuelas economistas de nuevo patrón, de algunas desafortunadas por imprevisibles veleidades globales ajenas a la industria local. Y puesto que no siéndolo, la ciudad americana no debía servir como excusa propiciatoria para dejarla tirada en la cuneta a cuenta de los recortes presupuestarios públicos. Detroit debería ser reanimada mediante un especial plan de estímulo económico diseñado exclusivamente para su “reestructuración”. 



Una de las contradicciones del sistema productivo norteamericano es no haberse sabido 
adaptar a la industrial global. Siguen defendiendo que sólo lo fabricado en América es 
sinónimo de calidad y preferencias de consumo universales (foto: "El País / NYT"). 


Para lo pocos que no estén al tanto aclarar que Detroit se declaró la tercera semana de julio en quiebra administrativa, toda vez que su gobierno local no pudo sostener el desorbitado mantenimiento de sus infraestructuras, servicios públicos y pensiones derivado de una fabulosa contribución fiscal de contribuyentes y empresas durantes décadas de prosperidad. La “Motor City”, como jovialmente se la conocía, ya no genera los beneficios fiscales suficientes; y, por tanto, no puede hacer frente a su propio sostenimiento adminstrativo y ecosistémico urbano. Hasta tal punto es así que muchas de algunas de sus calles residenciales aún con vida permanecen con el alumbrado apagado y sus efectivos policiales se han visto reducidos por los recortes de la administración local; lo que aparentemente ha incrementado el índice entre la población desempleada del tráfico de estupefacientes, la delincuencia nocturna, así como los gastos sanitarios y operativos derivados de los conflictos callejeros, por citar algo. A cada hora que transcurre, su pasivo público se retroalimenta deficitariamente. Detroit entonces ha pasado en breve tiempo de ser un agente dinamizador de riqueza a serlo de todo lo contrario. Para un europeo (y para un neokeynesianista como Paul), esto quizás pueda resultar escandaloso. De hecho lo es. Pero hay que entender que para los estadounidenses, el sistema americano de financiación de ciudades y condados, no existe la solidaridad fiscal. Las ciudades o regiones no pueden recurir al regazo de las administraciones federales si les va mal. Y, cuando ésto sucede, se abandonan al concurso de acreedores como si una empresa más se tratara. Así es América.


Fábrica abandonada en un distrito industrial de Detroit. No
 existen grandes diferencias con paisajes como los de Prípiat


¿Pero aún así y todo es ésto tal y como nos lo cuenta Krugman?. Yo no lo creo. Y no lo creo puesto que el modo en que llegó esta capital del motor a un escenario socioeconómico tan dramático no es un enigma; por supuesto que no tuvieron nada que ver en su anemia fiscal las fuerzas veleitosas del mercado; ni tan siquiera los inexistentes diseños de corresponsabilidad fiscal federales. Las peores de las suertes nunca podrían acabar con un gigante de acero como Detroit. Mucho menos la competencia extranjera a la que doblegaba en volumen de sinergias. Y, una vez más, no es algo que estuviera predestinado a pasar de vez en cuando, "hiciéramos lo que hiciéramos", como con frialdad nos asegura Krugman. 

En realidad Detroit comenzó a incubar su declive en la década de los ochenta, cuando aún era la mayor y la más fuerte industria de constructores de automóviles del mundo. Las balanza de las ventajas competitivas se inclinaban hacia el agrado de sus centros de producción. Extendía sus redes de escalas a filiales europeas y latinoamericanas. Su segmentación y diversificación de producto alcanzaba todos los frentes comerciales y perfiles de clientes. Y sus coches poseían la pretendida línea de robusted abigarrada, solvencia y diseño tan característica del gusto de los americanos. En este absolutismo de mercado, sólo el mercado japonés (y algo el alemán) se resistía a su fuerza y envite. Sin embargo el mundo cambió bajo los signos de las crisis energéticas y los fabricantes japoneses con el tiempo se percataron de la necesidad de orientarse a una economía de entornos cambiantes y vulnerables, de oscilaciones de mercado y de recursos limitados en bienes de capital, producción y consumo. Un rasgo cultural típicamente nipón, por otra parte. Y comenzaron a diseñar vehículos cada vez más eficientes tanto en costes de ensablaje como en diseño, calidad, y consumo: el kaizen desarrollaba la hábil seducción de contentar tanto a la corporación como al trabajador; y, lo que es más determinante de cara a la producción: al mercado, al cliente final. Sin embargo, para EE.UU. la economía no se hizo tan flexible. En pocas ocasiones prestó especial atención a la innovación técnica y ni mucho menos consecuentemente al capital humano que la llevara a buen término. En honestidad, rara vez creyó que la necesitara. De tal modo que Detroit siguió aferrándose en su autocomplaciencia al nivel de margen que le otorgaba el poder de marca de sus marcas y a la plasticidad de sus rentas oligopolísticas de producto que reflejaban, como bien sabe Krugman, el valor de dominio de sus mercados: tenía de su parte aún las preferencias del consumidor local y de sus proveedores de componentes. Aún. 
 


El personaje de Eastwood, mantiene una tensión discursiva interna con uno de sus
 hijos cuando al inicio del filme "Grand Torino" le ve aparecer en su porche con un 
vehículo de manofactura extranjera: "No se hubiera muerto por comprar un coche
americano, como todo el mundo", masculla. Esta mentalidad fue la que favoreció el 
nacionalismo industrial en EE.UU., pero el consumo industrial de productos endogámicos 
ya representaba el concepto agotado de una de demanda sometida a las presiones inflacionistas.
En "La Costa de los Mosquistos", Ford interpreta a un personaje que cree en la industria
americana y sus trabajadores, pero no el sistema burocratizado y obsoleto que la dirige.  



Pero las marcas, algo que todos conocemos, se desgastan con el tiempo de su aura semiótica, pierden brillo, lustre y encofrado. El diseño, la mecánica y sus sueños quedan anclados inexsorables a una época. Y cuando el mercado americano se abrió definitivamente a la competencia alóctona, “Las Tres Hermanas” (“GM”, “Ford” y “Chrysler”) sufrieron a cada año serios reversos en combates comerciales donde acaban derrotadas por k.o. técnico. Durante años una Detroit indolente vio amenazada su posición de dominio de mercado en todo el continente y en parte de Europa por el empuje de la innovación de los constructores y ensambladores del resto del mundo. Pero no siendo suficiente ahí no acaba todo. Detroit prefirió seguir ignorando la importancia de la innovación de procesos en los impactos macroeconómicos de su hinterland. Y prefirió inadvertir en su caso en cómo las estrategias competitivas de las compañías constructoras inciden sobre las sinergias sectoriales y al mismo tiempo sobre la misma estrategias de competitividad de sus industrias auxiliares y derivadas, fundamentalmente, de su país o región. Al contrario que otras de las industrias insignias genuinamente estadounidenses como el cine y los parques temáticos, que se encontraban abiertos al mundo y a la vanguardia de los avances tecnológicos y de marketing que ellas mismas impulsaban, la industria del motor no disfrutó de los beneficios ligados a la innovación técnica y la investigación mercadológica. Mientras creyeron que el corazón de los americanos y del mundo estaba ganado, los coches asiáticos y de producción europea libraban la batalla del consumidor urbano y de la opinión publicada.



Mientras que la industria del ocio y el entretenimiento estadounidenses
 han logrado evolucionar hacia mayores niveles de complejidad incrementando
el valor añadido de sus marcas y asimilando cada vez más servicios y conceptos
(restauración, hospedajes, viajes, tecnología recreativa, productos fílmicos), la
industria de la automoción permaneció aletargada perdiendo todas sus ventajas
competitivas y cediendo el paso a otros agentes de la producción exteriores.



Decididamente Detroit, su ecología industrial, sí fue particularmente irresponsable con su futuro. De manera incluso hasta hoy inconcebible. No sólo es que ya no potenciara sus de por sí arriesgados recursos de monocultivo industrial. Rechazó de lleno la transferencia de tecnología que de modo “desinteresado” le ofreció “Toyota” para la producción de coches de bajo consumo cuando en 2007 la corporación japonesa quiso congraciarse con el establisment norteamericano y calmar así la furia de los republicanos patriotas motivada por la verocidad de sus ventas. Los fabricantes japones asentados en el mercado norteamericano ya ofrecieron, en gesto de “política de buena vecindad”, encarecer incluso los márgenes comerciales de sus modelos en el mercado norteamericano al objeto de no proporcionarle más mordiscos de realidad a la noqueada industria nacional y equilibrar en lo posible la cuota de mercado. Algo insólito que sólo se puede entender si nos atenemos a los intereses nipones de ofrecer “regazo tecnológico” a cambio de la contemplación de la “concesión de nacionalidad” de su industria en territorio americano. Toyota sabía que a largo plazo esos excelentes números le podían pasar factura política si no llevaba a cabo una estrategia de “cohabitación sectorial”. Sin embargo, la industria de Detroit, rechazó de plano tal posibilidad de amarre. Esta declinación se vio reflejada con el tiempo de un modo u otro en la contabilidad nacional del Estado de Michigan, afectando a las economías directas e indirectas que dependían del músculo industrial, provocando un efecto dominó de decremiento en cascada.




Por tanto lo que Krugman olvida conscientemente es que nadie ha sido más responsable del propio desfallecimiento de la ciudad de Detroit y del sector del motor americano que la alimentaba que su propia industria automovilística. Por supuesto que los procesos regresivos del crecimiento económico americano y su discutido abismo fiscal han terminado por empujarla hacia su deriva administrativa. Pero bien es cierto que el economista omite a sus lectores y entusiastas, entre los que me encuentro, que Detroit ya recibió un plan especial de estímulo económico, ese que él tanto reclama, en 2008. Y que ésta inyección de capital público fue aprobado por el Senado norteamericano en poder de los demócratas justo un mes más tarde de los comicios electorales de aquel mismo año. Concretamente quince mil millones de dólares de la partida presupuestaria pública concretada para la I+D+i de la nueva tecnología híbrida de automoción fueron a parar a las zonas nobles y despachos de las mayors. El Senado le hizo saber al lobbie que ese dinero sólo podría salir del ala norte del Capitolio sin hacer “excesivo ruido de tesorería” de las partidas presupuestarias de investigación y siempre orientadas al paquete de medidas de estímulo destinado a la reconversión industrial del sector. 

Sobre el libro de cuentas, el gobierno ya ayudó a Detroit bajo una modalidad de subvención encubierta y directa. Sin embargo, esta trasferencia, este montante corrector, fue en gran parte canalizado por la troika de las Tres Hermanas, no a su refinanciacion estructural, sino a la inyección de liquidez referenciada a los cuidados paliativos concretado en las urgencias de sus burocracias directivas y sindicales. La asfisia fiscal de Detroit, por tanto, posee un alto componente de administración privada cuya gestión de ayudas encubiertas no fue empleada para la reducción de costes operativos, el saneamiento de la deuda, la nutrición de sus planes de pensiones y la políticas de flexibilización de salarios. Para maquillar los números además, contra toda lógica de mercado los fabricantes nacionales redujeron la red de concesionarios y sus canales de comercialización así como su inversión publicitaria. Consecuencia: bancarrota y arrastre del sector municipal como consecuencia de baja intensificación industrial y comercial y su consecuente huída residencial de sus ciudadanos. Muchos analistas de la economía industrial de tendencia alectoralista, con Robert J. Samuelson a la cabeza, recomendaron dejar caer a la industria detroitiana y refundar el sector de nuevo antes de que su ineficiencia arrasara el ecosistema social de Michigan. A la luz de la actualidad queda claro que mucho caso no les hicieron. 


Bob Samuelson, en su despacho de "The Washington Post", cabecera
de tirada nacional recientemente adquirida por "Amazon.com".
 


Personalmente, dudo mucho que más allá de las fuerzas propias de la demanda y la oferta el mercado haya decidido acabar con Detroit. No soy partidario de una perspectiva evolucionista. Más bien creo todo lo contrario: el progreso siempre estuvo de su parte. Y más pongo en cuestionamiento que América haya dado la espalda a unos de sus hijos predilectos. Lo que sí habría que preguntarse es si Krugman y el neokeynesianismo están planteando el debate de Detroit desde la esfera de la heterodoxia más acertada. Puede que Detroit no sea Atenas, en efecto. Pero hay grandes clusters de la producción privada que indudablemente se gestionan como si fuera pequeños países mediterráneos. De algún modo Krugman practica lo que él más odia y lo que los neokeynesianistas más aborrecen: estructurar el relato mediante el lenguaje de Lakoff cuando nos dice que Detroit debe ser “reestrucurada” y no lo que debería ser: “rescatada". ¿Quién es ahora el que secuestra el discurso?. Quizá Krugman debaría someterse a sus propios principios intelectuales. 

sábado, 3 de agosto de 2013

La producción social de la necesidad (y III): la naturaleza político-económica de la necesidad.


El mercado entra en conflicto como institución social cuando se pervierte su verdadera esencia de cubrir prioritariamente necesidades objetivas; esto es, cuando no sirve de organismo de arbitraje entre la producción y satisfacción de éstas necesidades, como articulador de mecanismos integradores de lo social y de lo humano. Ahora bien, desarmado el paradigma de Maslow tanto desde el punto de vista de su simpleza teórica como por parte de los intereses del mercado queda asumir que el debate acerca del concepto de necesidad ha quedado encuadrado sobre el marco de su naturaleza discursiva político-económica, no tanto social. 

Conferencia de Luis Enrique Alonso; Jornadas sobre "Publicidad, Semiótica e Ideología". UIMP.
 





¿Significa este orden del deseo -en el que la finalidad de la organización económica no es solamente satisfacer las demandas, sino, sobre todo, "producirlas para reproducir­se"-el fin de la problemática de la necesidad?. La respuesta no puede ser más clara: la sociedad industrial avanzada, postindustrial, opulenta, de consumo o llámesela como se quiera, no destierra para nada el tema de la necesidad, la escasez o la desigualdad: simplemente lo sitúa en otro ámbito de análisis. 


 
Producir necesidades para satisfacer nuevas demandas.
Marcuse no se opuso al mercado, sino al "falso mercado".


El primer, e importante, paso para desbloquear el proble­ma, lo dio el conocidísimo sociólogo y filósofo, de origen alemán y afincado en Estados Unidos, Herbert Marcuse quien en varias de sus obras recalcaba la diferenciación entre necesidades falsas y verdaderas. Las necesidades falsas serían aquéllas que conviven con intereses sociales particulares que se imponen al individuo para su represión. [Puesto que para el individuo] su satisfacción no es otra cosa más que la euforia dentro de la infelicidad, según Marcuse, los medios generadores y mitigadores de tal represión pasan por el aparato mercantil-publicitario, controlado por las grandes empresas capitalistas. Su resultado de su esfuerzo son la agresividad, la competitividad y el control social. Sólo las necesidades que se explicitan socialmente sin ser suscitadas por un aparato inductor programado [como puede ser el aparato mercadontécnico], pueden ser tildadas con propiedad de verdaderas. Pero más que esta diferenciación -que nada tiene en común con aquellas "jerarquías" que vimos antes- nos interesa aquí la argumentación que la sostiene y la completa, así, para Marcuse: "El juicio sobre necesidades y su satisfacción bajo las condiciones dadas, implica normas de prioridad; normas que se refieren al desarrollo óptimo del individuo, de todos los individuos, bajo la utilización óptima de los recursos materiales e intelectuales al alcance del hombre (...). Pero en tanto que normas históricas no sólo varían de acuerdo con el área y el estado de desarrollo, sino que también solo pueden definir en (mayor o menor) contra­dicción con las normas predominantes. ¿Y qué tribunal puede reivindicar legítimamente la autoridad de decidir?. En última instancia, la pregunta sobre cuáles son las necesida­des verdaderas o falsas sólo puede ser resuelta por los mismos individuos, pero sólo en última instancia; esto es, siempre y cuando tengan la libertad para dar su propia respuesta. Mientras se les mantenga en la incapacidad de ser autónomos, mientras sean adoctrinados y manipulados (hasta en sus mismos instintos), su respuesta a esa pregunta no puede considerarse propia de ellos".



Marcuse asegura que el hombre sabe discriminar el juicio de sus necesidades. 
Lo que no tiene tan claro es que la libertad de elección no se encuentre 
determinada por el criterio discursivo, como puede ser la publicidad.
A través de los sentimientos baja la resistencia crítica del individuo 
 y se transgrede la capacidad de elección entre opciones. 


Marcuse da pistas importantes sobre cómo abordar el problema de la necesidad, aunque también deja en un lugar muy poco operativo el tema cuando introduce la diferencia entre falsas y verdaderas necesidades. Nosotros preferimos hablar de la diferencia entre deseos y necesidades. La producción para el deseo es la producción característica y dominante en el capitalismo avanzado, esto es, es una producción derivada de la creación de aspiraciones individualizadas por un aparato cultural (y comercial); el deseo se asienta sobre identificaciones inconscientes y siempre personales (aunque es evidente que pueden coincidir en miles de millones de seres) con el valor simbólico de determinados objetos o servicios habitualmente. Hoy en día, en el campo socioeconómico, estos deseos se encuentran manipulados por los mensajes publicitarios. La necesidad, sin embargo, es previa al deseo y al objeto simbólico que origina ese deseo, es social; y dado que existe un determinado contexto universal en él, la necesidad surge, pues, del proceso por el cual los seres humanos se mantienen y se reproducen como individuos y como indivi­duos sociales. Es decir, como seres humanos con una personalidad afectivo-comunicativa en un marco sociohis­tórico concreto.



 
Los deseos tienen sus bases más o menos remotas. Y en la civilización consumista actual cada vez más remotas, en las necesidades: es fácil descubrir en cada acto de consumo, por muy sofisticado que éste sea, el sustrato de necesidad que lo apoya. Pero la dinámica actual del mercado neocapitalista se encuentra más orientada por un proceso de estimulación de la demanda sustentando en un sistema de valores simbólicos sobreañadidos, distorsionantes de la mercancía (muchas veces hasta el infini­to), que por el propio valor de uso mercancía en sí (es decir, de su capacidad para satisfacer una necesidad).



Poemas encapsulados. Este producto nos muestra hasta qué punto 
el consumo se sofistica soslayando su sustrato de necesidad.

 
Es aquí donde surge el problema. Las necesidades no satisfechas en la sociedad industrial aparecen no por la insuficiencia de producción [o sobreproducción], sino por el tipo de producción para el deseo. O lo que es lo mismo: la necesidad como fenómeno social no tiene validez económica si no presenta en la forma de un deseo solvente, individual o monetarizable. Quedan así desasistidas todas aquéllas necesidades que, por diferentes motivos históricos, escapan a la rentabilidad capitalista, marcando con ello los limites de su eficiencia asignativa en la medida que el mercado únicamente conoce al homo economicus -que sólo tiene entidad de comprador, productor o vendedor de mercancías- y desconoce al hombre en cuanto ser social que se mantiene y reproduce al margen de la mercancía. 




La  efectividad del mensaje publicitario no es resolutiva por encima de 
la capacidad o nivel de endeudamiento de cada sujeto objeto de su 
campaña. Puede satisfacer la presencia de marca, pero no la del sujeto.





Este hecho lo ha reflejado muy gráficamente el periodista norteamericano William Meyers en su reciente y agudo estudio sobre la publicidad en su país: “Los norteamericanos dirigidos verdaderamente por la necesidad son los supervivientes, la gente que lucha por mantenerse con salarios al límite de la subsistencia. Muchos de ellos viven de la renta mínima pública o de la beneficencia; o perciben el salario mínimo. Estos ciudadanos, que representan al 15% de la población norte­americana, no son consumidores en el verdadero sentido de la palabra. Están tan ocupados con poder subsistir y llegar al final de mes que no tienen tiempo de preocuparse por el tipo de cerveza que beben o la imagen que proyectan los cigarrillos que fuman. Los que están dirigidos por la necesidad no conducen automóviles nuevos, ni compran ordenadores per­sonales; y raramente tienen el dinero suficiente para ir con su familia a un restaurante de comida rápida. En lo que a la avenida de la publicidad se refiere el dirigido por la necesidad no existe. Son la gente que en este país se siente menos afectada por los anuncios de televisión. Cuando se es tan extremadamente pobre, el dinero no llega para mucho y se compra lo que se puede. Ni siquiera los hombres de Madison Avenue pueden encontrar una cura para la pobreza”.



Villanos y héroes en el mundo de la publicidad. ¿Se ocupa el 
sector de la publicidad de concienciar sobre aquéllos que escapan
del margen de su influencia?. En cierto modo debe ser así. Responde
a su propia lógica demoeconómica de persecución de sus rendimientos.



Hemos ido avanzando en este trabajo poco a poco desde la necesidad, como un concepto fundamentalmente biológico, hasta la necesidad como un concepto eminentemente político. El análisis de las necesidades -y de las formas paliarlas- nos remite “sobre todo a elecciones entre objetivos y fines políticos en conflicto y su formulación; analiza aquello que constituye una buena sociedad que distingue culturalmente entre las necesidades y aspiraciones del hombre social en contradicción con las del hombre económico". La forma en que se convierte una necesidad percibida en una necesidad normativa -esto es, oficialmente reconocida por las instituciones políticas - es, por tanto, un proceso de decisión social. Lo que tenemos que garantizar, pues, es que la esfera de la decisión de la necesidad sea la esfera “de la participación” y no la de “la dominación”; dicho de otro modo: que el ámbito de la política no sea la reproducción de los poderes establecidos, sino donde estos se limitan, fijándose los fines y los medios sociales a partir de un debate explícito y abierto. Las necesidades o son determinadas políticamente, parti­cipativamente o serán sistemáticamente desdeñadas; o si pueden tener alguna solvencia económica, manipuladas y convertidas en deseos mercantiles.




Sorprendentemente, una significativa parte de la población 
encuestada ha asegurado preferir estar sin cubrir  necesidades 
sexuales o alimenticias, a privarse de internet o telefonía móvil.
La necesidad social de contacto ha derruido las premisas maslowianas.   


En función de la estructura política que se construya tendremos el lugar que las necesidades ocupan dentro del debate de los objetivos sociales. Desde un espacio residual, relegadas siempre [las necesidades] y en todo lugar, al funcionamiento del mercado y "maquilladas” vergonzosamente en aquellos puntos donde la asignación no ha funcionado de forma evidente (y cruel), las necesidades deben permancer a un espacio central institucional redistributivo que ponga siempre por delante los valores de uso a los valores de cambio-signo. [Un primer modelo dentro de la estructura política] significaría la "negación de lo social"; [un segundo modelo] inmplicaría la "constitución de una sociedad solida­ria". En la actual coyuntura, más que nunca, parece que los dos modelos deben analizarse, estudiarse y sopesarse con profundidad. Hoy, no obstante y igual que siempre, desde las posiciones más acomodadas sólo el hecho de plantearse el debate es descalificado con gruesos argumentos, como bien dice Galbraith con el buen criterio de su prosa:“Sugerir que examinemos nuestras necesidades públicas para ver dónde la felicidad puede ser aumentada por más y mejores servicios, parece disfrutar de un tono marcadamente radical. Incluso a veces es necesario defender hasta aquellos servicios que sirven para evitar los desórdenes. Por el contrario, quien idea una panacea para una necesidad no existente y promueve ambas con éxito sigue siendo un prodigio de la naturaleza". Sin embargo es un debate pendiente que resulta cada día más necesario lijar de cara al estado real de nuestra civilización; incluso si lo demoramos puede que esta última palabra, "civilización", se quede sólo en éso, en la palabra vacía.