viernes, 9 de agosto de 2013

Detroit, Krugman y el "secuestro del discurso".


Según Paul Krugman, algunas localidades no son particularme responsables de su quiebra administrativa. Las considera realidades cíclicas adheridas a los ciclos irregulares de producción que le otorgan respuesta. Olvida comentar, sin embargo, que estos comportamientos industriales económicos se circunscriben a cierta inestabilidad de sus burocracias industriales. Y que éstas se mitigan con la diversificación de producción, la flexibilidad de los entornos y la investigación en procesos y tecnologías. Por otra parte, quizás Atenas no sea Detroit, pero ambos no dejan de ser monocultivos del s. XX: uno industrial, y otro administrativo.

Víctor G. Pulido para "Lineal Cero". En Madrid, a lunes día 4 de Agosto. 






Una de las cosas que más irritan a Paul Krugman, el popular premio Nobel, l'enfant terrible de las políticas de Washington, es que los políticos y altos administradores públicos den por sentandos y absolutos preceptos de macroeconomía o contabilidad social que no dominan o de la que no poseen la más absoluta de las nociones. En ocasiones reiteradas, les acusa de emplear el lenguaje de Lakoff antes que la lógica de Keynes. Él, a ésto, en buen acierto perifrástico lo llama “secuestrar el debate o discurso”. Esto es, apropiase del discurso presupuestario maniqueamente. O bien tratar de justificar las medidas o bien los intereses de una política económica de gobierno o de una clase influyente o lobbie como reflejo de las necesidades imperantes de toda la población, apoyándose para éllo sólo en hechos o datos circunstanciales. 



 Krugman sostiene que algunas ciudades típicamente manufactureras no son concretamente
 responsables de su bancarrota pública. El sector privado arrastra a los ayuntamientos
a su incapacidad de gestión administrativa. Pero soslaya que esta problemática es típica
de las regiones que practican el monocultivo industrial, cuyo modelo paradigmático es Detroit.

 
Hasta ahí de acuerdo: Krugman es un gran desenmascarador. Entre otras aportaciones, por éllo recibió el premio sueco: sabe desnudar las pretensiones socioeconómicas sectoriales que se esconden tras las decisiones de corte político. Pero cuando sale de su área de dominio, como puede ser para ésta ocasión tratándose del ámbito de la sociología industrial, suele mostrarse temerario o resvaladizo. O no: simplemente arrima el ascua a su sartén. Veamos por qué. En su artículo, “Detroit, la nueva Grecia”, argumenta que la capital del condado de Wayne, que llegó a ser a la sazón la capital industrial de América, ha sido embullida tras los últimos vaivenes financieros por un estrangulamiento de sus recursos fiscales. Considera además que la ciudad de la “Generals Motors” es víctima de los caprichos de la innovación tecnológica, el dumping de componentes asiáticos y, en gran parte, consecuencia práctica de la teoría neokeynesianista de los ciclos industriales. En este sentido, en su columna del “New York Times” publicada la semana pasada, Krugman se preguntaba y se respondía: “¿Ha sido Detroit particularmente irresponsable [con su futuro]?. Una vez más, no: [...] la realidad es que algunas economías regionales acabarán contrayéndose, tal vez de manera drástica, hagamos lo que hagamos. [...] En buena parte [lo de Detroit] es solo una de esas cosas que suceden de vez en cuando en una economía siempre cambiante”. Concluía aseverando, en buena lógica a su línea editorial e intelectual, que Detorit no era un ejemplo de derroche presupuestario o dispendios dinerarios como la ha venido siendo para el caso de los sucesivos gobiernos de Atenas. Michigan no es Grecia, sino descalabro de un infortunio cíclico que tiene escritas sus leyes sobre la base de estudios longitudinales econométricos. Sobre todo si viene acompañado, según algunas escuelas economistas de nuevo patrón, de algunas desafortunadas por imprevisibles veleidades globales ajenas a la industria local. Y puesto que no siéndolo, la ciudad americana no debía servir como excusa propiciatoria para dejarla tirada en la cuneta a cuenta de los recortes presupuestarios públicos. Detroit debería ser reanimada mediante un especial plan de estímulo económico diseñado exclusivamente para su “reestructuración”. 



Una de las contradicciones del sistema productivo norteamericano es no haberse sabido 
adaptar a la industrial global. Siguen defendiendo que sólo lo fabricado en América es 
sinónimo de calidad y preferencias de consumo universales (foto: "El País / NYT"). 


Para lo pocos que no estén al tanto aclarar que Detroit se declaró la tercera semana de julio en quiebra administrativa, toda vez que su gobierno local no pudo sostener el desorbitado mantenimiento de sus infraestructuras, servicios públicos y pensiones derivado de una fabulosa contribución fiscal de contribuyentes y empresas durantes décadas de prosperidad. La “Motor City”, como jovialmente se la conocía, ya no genera los beneficios fiscales suficientes; y, por tanto, no puede hacer frente a su propio sostenimiento adminstrativo y ecosistémico urbano. Hasta tal punto es así que muchas de algunas de sus calles residenciales aún con vida permanecen con el alumbrado apagado y sus efectivos policiales se han visto reducidos por los recortes de la administración local; lo que aparentemente ha incrementado el índice entre la población desempleada del tráfico de estupefacientes, la delincuencia nocturna, así como los gastos sanitarios y operativos derivados de los conflictos callejeros, por citar algo. A cada hora que transcurre, su pasivo público se retroalimenta deficitariamente. Detroit entonces ha pasado en breve tiempo de ser un agente dinamizador de riqueza a serlo de todo lo contrario. Para un europeo (y para un neokeynesianista como Paul), esto quizás pueda resultar escandaloso. De hecho lo es. Pero hay que entender que para los estadounidenses, el sistema americano de financiación de ciudades y condados, no existe la solidaridad fiscal. Las ciudades o regiones no pueden recurir al regazo de las administraciones federales si les va mal. Y, cuando ésto sucede, se abandonan al concurso de acreedores como si una empresa más se tratara. Así es América.


Fábrica abandonada en un distrito industrial de Detroit. No
 existen grandes diferencias con paisajes como los de Prípiat


¿Pero aún así y todo es ésto tal y como nos lo cuenta Krugman?. Yo no lo creo. Y no lo creo puesto que el modo en que llegó esta capital del motor a un escenario socioeconómico tan dramático no es un enigma; por supuesto que no tuvieron nada que ver en su anemia fiscal las fuerzas veleitosas del mercado; ni tan siquiera los inexistentes diseños de corresponsabilidad fiscal federales. Las peores de las suertes nunca podrían acabar con un gigante de acero como Detroit. Mucho menos la competencia extranjera a la que doblegaba en volumen de sinergias. Y, una vez más, no es algo que estuviera predestinado a pasar de vez en cuando, "hiciéramos lo que hiciéramos", como con frialdad nos asegura Krugman. 

En realidad Detroit comenzó a incubar su declive en la década de los ochenta, cuando aún era la mayor y la más fuerte industria de constructores de automóviles del mundo. Las balanza de las ventajas competitivas se inclinaban hacia el agrado de sus centros de producción. Extendía sus redes de escalas a filiales europeas y latinoamericanas. Su segmentación y diversificación de producto alcanzaba todos los frentes comerciales y perfiles de clientes. Y sus coches poseían la pretendida línea de robusted abigarrada, solvencia y diseño tan característica del gusto de los americanos. En este absolutismo de mercado, sólo el mercado japonés (y algo el alemán) se resistía a su fuerza y envite. Sin embargo el mundo cambió bajo los signos de las crisis energéticas y los fabricantes japoneses con el tiempo se percataron de la necesidad de orientarse a una economía de entornos cambiantes y vulnerables, de oscilaciones de mercado y de recursos limitados en bienes de capital, producción y consumo. Un rasgo cultural típicamente nipón, por otra parte. Y comenzaron a diseñar vehículos cada vez más eficientes tanto en costes de ensablaje como en diseño, calidad, y consumo: el kaizen desarrollaba la hábil seducción de contentar tanto a la corporación como al trabajador; y, lo que es más determinante de cara a la producción: al mercado, al cliente final. Sin embargo, para EE.UU. la economía no se hizo tan flexible. En pocas ocasiones prestó especial atención a la innovación técnica y ni mucho menos consecuentemente al capital humano que la llevara a buen término. En honestidad, rara vez creyó que la necesitara. De tal modo que Detroit siguió aferrándose en su autocomplaciencia al nivel de margen que le otorgaba el poder de marca de sus marcas y a la plasticidad de sus rentas oligopolísticas de producto que reflejaban, como bien sabe Krugman, el valor de dominio de sus mercados: tenía de su parte aún las preferencias del consumidor local y de sus proveedores de componentes. Aún. 
 


El personaje de Eastwood, mantiene una tensión discursiva interna con uno de sus
 hijos cuando al inicio del filme "Grand Torino" le ve aparecer en su porche con un 
vehículo de manofactura extranjera: "No se hubiera muerto por comprar un coche
americano, como todo el mundo", masculla. Esta mentalidad fue la que favoreció el 
nacionalismo industrial en EE.UU., pero el consumo industrial de productos endogámicos 
ya representaba el concepto agotado de una de demanda sometida a las presiones inflacionistas.
En "La Costa de los Mosquistos", Ford interpreta a un personaje que cree en la industria
americana y sus trabajadores, pero no el sistema burocratizado y obsoleto que la dirige.  



Pero las marcas, algo que todos conocemos, se desgastan con el tiempo de su aura semiótica, pierden brillo, lustre y encofrado. El diseño, la mecánica y sus sueños quedan anclados inexsorables a una época. Y cuando el mercado americano se abrió definitivamente a la competencia alóctona, “Las Tres Hermanas” (“GM”, “Ford” y “Chrysler”) sufrieron a cada año serios reversos en combates comerciales donde acaban derrotadas por k.o. técnico. Durante años una Detroit indolente vio amenazada su posición de dominio de mercado en todo el continente y en parte de Europa por el empuje de la innovación de los constructores y ensambladores del resto del mundo. Pero no siendo suficiente ahí no acaba todo. Detroit prefirió seguir ignorando la importancia de la innovación de procesos en los impactos macroeconómicos de su hinterland. Y prefirió inadvertir en su caso en cómo las estrategias competitivas de las compañías constructoras inciden sobre las sinergias sectoriales y al mismo tiempo sobre la misma estrategias de competitividad de sus industrias auxiliares y derivadas, fundamentalmente, de su país o región. Al contrario que otras de las industrias insignias genuinamente estadounidenses como el cine y los parques temáticos, que se encontraban abiertos al mundo y a la vanguardia de los avances tecnológicos y de marketing que ellas mismas impulsaban, la industria del motor no disfrutó de los beneficios ligados a la innovación técnica y la investigación mercadológica. Mientras creyeron que el corazón de los americanos y del mundo estaba ganado, los coches asiáticos y de producción europea libraban la batalla del consumidor urbano y de la opinión publicada.



Mientras que la industria del ocio y el entretenimiento estadounidenses
 han logrado evolucionar hacia mayores niveles de complejidad incrementando
el valor añadido de sus marcas y asimilando cada vez más servicios y conceptos
(restauración, hospedajes, viajes, tecnología recreativa, productos fílmicos), la
industria de la automoción permaneció aletargada perdiendo todas sus ventajas
competitivas y cediendo el paso a otros agentes de la producción exteriores.



Decididamente Detroit, su ecología industrial, sí fue particularmente irresponsable con su futuro. De manera incluso hasta hoy inconcebible. No sólo es que ya no potenciara sus de por sí arriesgados recursos de monocultivo industrial. Rechazó de lleno la transferencia de tecnología que de modo “desinteresado” le ofreció “Toyota” para la producción de coches de bajo consumo cuando en 2007 la corporación japonesa quiso congraciarse con el establisment norteamericano y calmar así la furia de los republicanos patriotas motivada por la verocidad de sus ventas. Los fabricantes japones asentados en el mercado norteamericano ya ofrecieron, en gesto de “política de buena vecindad”, encarecer incluso los márgenes comerciales de sus modelos en el mercado norteamericano al objeto de no proporcionarle más mordiscos de realidad a la noqueada industria nacional y equilibrar en lo posible la cuota de mercado. Algo insólito que sólo se puede entender si nos atenemos a los intereses nipones de ofrecer “regazo tecnológico” a cambio de la contemplación de la “concesión de nacionalidad” de su industria en territorio americano. Toyota sabía que a largo plazo esos excelentes números le podían pasar factura política si no llevaba a cabo una estrategia de “cohabitación sectorial”. Sin embargo, la industria de Detroit, rechazó de plano tal posibilidad de amarre. Esta declinación se vio reflejada con el tiempo de un modo u otro en la contabilidad nacional del Estado de Michigan, afectando a las economías directas e indirectas que dependían del músculo industrial, provocando un efecto dominó de decremiento en cascada.




Por tanto lo que Krugman olvida conscientemente es que nadie ha sido más responsable del propio desfallecimiento de la ciudad de Detroit y del sector del motor americano que la alimentaba que su propia industria automovilística. Por supuesto que los procesos regresivos del crecimiento económico americano y su discutido abismo fiscal han terminado por empujarla hacia su deriva administrativa. Pero bien es cierto que el economista omite a sus lectores y entusiastas, entre los que me encuentro, que Detroit ya recibió un plan especial de estímulo económico, ese que él tanto reclama, en 2008. Y que ésta inyección de capital público fue aprobado por el Senado norteamericano en poder de los demócratas justo un mes más tarde de los comicios electorales de aquel mismo año. Concretamente quince mil millones de dólares de la partida presupuestaria pública concretada para la I+D+i de la nueva tecnología híbrida de automoción fueron a parar a las zonas nobles y despachos de las mayors. El Senado le hizo saber al lobbie que ese dinero sólo podría salir del ala norte del Capitolio sin hacer “excesivo ruido de tesorería” de las partidas presupuestarias de investigación y siempre orientadas al paquete de medidas de estímulo destinado a la reconversión industrial del sector. 

Sobre el libro de cuentas, el gobierno ya ayudó a Detroit bajo una modalidad de subvención encubierta y directa. Sin embargo, esta trasferencia, este montante corrector, fue en gran parte canalizado por la troika de las Tres Hermanas, no a su refinanciacion estructural, sino a la inyección de liquidez referenciada a los cuidados paliativos concretado en las urgencias de sus burocracias directivas y sindicales. La asfisia fiscal de Detroit, por tanto, posee un alto componente de administración privada cuya gestión de ayudas encubiertas no fue empleada para la reducción de costes operativos, el saneamiento de la deuda, la nutrición de sus planes de pensiones y la políticas de flexibilización de salarios. Para maquillar los números además, contra toda lógica de mercado los fabricantes nacionales redujeron la red de concesionarios y sus canales de comercialización así como su inversión publicitaria. Consecuencia: bancarrota y arrastre del sector municipal como consecuencia de baja intensificación industrial y comercial y su consecuente huída residencial de sus ciudadanos. Muchos analistas de la economía industrial de tendencia alectoralista, con Robert J. Samuelson a la cabeza, recomendaron dejar caer a la industria detroitiana y refundar el sector de nuevo antes de que su ineficiencia arrasara el ecosistema social de Michigan. A la luz de la actualidad queda claro que mucho caso no les hicieron. 


Bob Samuelson, en su despacho de "The Washington Post", cabecera
de tirada nacional recientemente adquirida por "Amazon.com".
 


Personalmente, dudo mucho que más allá de las fuerzas propias de la demanda y la oferta el mercado haya decidido acabar con Detroit. No soy partidario de una perspectiva evolucionista. Más bien creo todo lo contrario: el progreso siempre estuvo de su parte. Y más pongo en cuestionamiento que América haya dado la espalda a unos de sus hijos predilectos. Lo que sí habría que preguntarse es si Krugman y el neokeynesianismo están planteando el debate de Detroit desde la esfera de la heterodoxia más acertada. Puede que Detroit no sea Atenas, en efecto. Pero hay grandes clusters de la producción privada que indudablemente se gestionan como si fuera pequeños países mediterráneos. De algún modo Krugman practica lo que él más odia y lo que los neokeynesianistas más aborrecen: estructurar el relato mediante el lenguaje de Lakoff cuando nos dice que Detroit debe ser “reestrucurada” y no lo que debería ser: “rescatada". ¿Quién es ahora el que secuestra el discurso?. Quizá Krugman debaría someterse a sus propios principios intelectuales. 

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