jueves, 17 de enero de 2013

Los primitivos sí que eran solidarios.


Principios muy distintos: mientras en Occidente se paga por adelgazar, en Nauru (un atolón de Micronesia) muchos de sus habitantes comen hasta el suicidio. Cuando más primitivas son las sociedades, más sofisticadas y, a menudo, solidarias resultan las escalas de valores por las que discurren sus vidas. Uno de los ejemplos lo tenemos en las actuales sociedades preindustriales, un indicio de los que fueron las llamadas primitivas. Un texto cedido por nuestra firma invitada, el gran divulgador Luis Pancorbo.





Para un indio machiguenga de la selva peruana (ver fotos bajo texto) lo mejor de la vida está en compartir. Un  cazador ha flechado una sachavaca (tapir) que estaba bebiendo agua de una quebrada limosa. Todos en el poblado comerán una tajada. El reparto será igual si la presa es pequeña como por ejemplo, un  mono maquisapa. Los amahuacas amazónicos van más lejos: comen las cenizas de un muerto con sopa de maíz para comulgar con su espíritu. Cuanto más primitivas sean las  sociedades, más sofisticadas y, a menudo, solidarias resultan ser sus escalas de valores. Es una paradoja que no suele admitir el hombre blanco, con su insaciable sed de explotación de los recursos o de las almas. El africano se siente seguro dentro de su tribu o de su clan, participa de una cosmología, una visión especial del mundo pasado, presente y futuro. Eso arropa una existencia concebida como un permanente intercambio. El individuo cede parcelas de su libertad, pero recibe ayuda comunitaria de la cuna a la tumba. Si alguien enferma, un hechicero descubre el mal; no son los virus los que atacan sino el egoísmo.


A medida que las sociedades se han desplazado progresivamente desde 
la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica, la división del trabajo
ha facilitado el desarrollo técnico a costa de la integración natural.


Muchos indígenas saben lo que entrañan los conceptos de paz y libertad, pues ellos persiguen la armonía cósmica. Cuando se rompe la armonía entre los seres vivientes e, incluso entre estos y las entidades del ultramundo, interviene la magia con sus leyes de analogía. Un papú de la “Sierra de la Estrella” (entre Papúa y Nueva Guinea), cree que la fatalidad de su vida -que se le muera un cerdo, que sienta hambre, que se le rompa un brazo…- depende del momentáneo abandono de su bilal o "ángel de la guarda". Su sombra o vacío, es ocupada por un espíritu maligno y adviene la desgracia que hay que combatir con ritos de trabajo y otras hierbas. En EE.UU. se han puesto de moda los ángeles, sobre todos los buenos, aunque no se consideran personas primitivas a los compradores por creer casi lo mismo que los papúes. La diferencia radica en que muchos estadounidenses valoran al mismo tiempo el papel de los ángeles y el de las píldoras de Prozac.


Las complejas sociedades informacionales no difieren tanto en 
sus rituales de consumo de las primitivas contemporáneas. 



Cuando llegamos al principal valor, la vida, nos podemos encontrar que para los agni de Costa de Marfil la muerte de un individuo pervierte a la sociedad. Ellos tratan de quitar la propia muerte del muerto, es decir, no paran de practicar ritos funerarios hasta desposeer al finado de su perversa influencia sobre la tribu. Para hacer vivir al muerto, sus deudos se maquillan con caolín y hierbas. Se pelan al cero, echan sus propios cabellos a la fosa y se purifican del dolor contaminante que sufren. Otros, como los torayas de las Célebes (Indonesia), sienten verdadera angustia si no pueden ofrecer un funeral. El fallecido no lo estará del todo hasta recibir sacrificios de búfalos y arroz y, aún después de enterrado, seguirá vigilando el desarrollo de su prole, su rebaño y sus arrozales. Cómo antítesis de la idea occidental de la muerte, gentes como los torayas o los merinas de Madagascar consideran que ésta no es el fin de la vida, sino el principio de una nueva existencia.

El film documental del catalán Jordi Esteva refleja fielmente
los rituales funerarios de la etnia agni costamarfileña.

Puede haber valores más tangibles; o materiales, si se prefiere. Cuando comer es una necesidad, más que un placer, para muchos pueblos la noción que tiene el hombre blanco de la salud se convierte en caricatura. Para el etíope moderno, ésta consiste en que llueva. Pero no es el único puesto que, antes de soñar con comer, tiene problemas para llevarse agua potable a la boca. Al occidental le sobra la comida y emplea grandes sumas en dinero en poder adelgazar. Cuando he contado eso a mis amigos melanesios de Vanuatu, Papúa o las Salomón, se resistían a creerme... "¿Cómo es posible que la gente gaste dinero en no comer?". Particularmente, en la Polinesia, la obesidad, lejos de ser una inconveniencia social o una fuente de problemas circulatorios, representa para ellos calidad de vida, posición social y belleza. En la isla guanera de Nauru (en Micronesia), se dan más casos de diabetes que en cualquier otra parte del mundo. Un naureño come casi hasta el suicidio. Un samoano considera sus muslos, robustos como árboles, la mismísima estampa de la seducción. Un tongano, empezando por su rey Tupou IV (que después de algunos intentos fallidos ha estabilizado su peso en ciento cincuenta quilos) percibe estética y felicidad en la gordura.



La pasión de las gentes de Nauru, este pequeño país insular rico en 
yacimientos de fosfatos, es el pollo frito con refresco de cola. 
Posee la tasa de sobrepeso y colesterol más alta del orbe. 



¿Y el vil metal?. En Occidente, el dinero parece la garantía del paraíso en vida. A explicarle a un tuareg del Níger que en nuestro país mucha gente guarda el dinero en un banco, privándose de muchas cosas con tal de garantizar su futuro cuando sea mayor, me dedicó con una gran carcajada… “¿Cuándo sois jóvenes ahorráis y cuando vais a morir queréis ser ricos?”. También es cierto que el tuareg no va al supermercado a comprar un cartón de leche. Sino que lo ordeña directamente de la ubre de la camella. Posee, si acaso, estrellas tan numerosas como las arenas del desierto.

Pastores toaregs dirigiendo ganado por las mesetas del Níger.

Una relación amorosa a nuestro estilo resulta incomprensible para un polígamo de las montañas del Camerún. Un trobriandés de los Mares del Sur imagina que los hijos se producen de una liana en sueños. El sexo, en cambio, constituye un valor seguro: responde al instinto. Tampoco los vínculos entre padres e hijos siguen siempre nuestros cánones. En la “Amazonia” o en el interior de África, un padre acepta llamar hijo a uno que no es seguro que sea suyo. Un niño puede llamar madre a mas de una mujer, por ejemplo, a sus tías. Un tío materno puede convertirse en el padre más estable para una criatura himba de Namibia.

A este ritmo de globalización, cabría pensar si no vamos a contar con un tipo de civilización calcada del patrón occidental. Pero hay matices. Cuando el materialismo parece ganar por doquier, las religiones oponen ciertos valladares a ese arrasamiento. Otras veces los dioses son cómplices de ese sistema. Un hinduista convencido tiene oportunidades para disolver su apetencia de valores materiales y espirituales en el samsara, el mundo del flujo de existencias. Todo nace y renace. Dentro de la casta, la clave depende de aceptar la ley del Karma, la actual encarnación. Uno puede ser de las subcastas de los limpiadores callejeros de oídos, pero si agarra su destino por los cuernos de la conformidad, igual renace en loto y no necesitará más que el sol, agua y barro. Con más suerte, igual se reencarna en un rajá al que le sobran los rubíes. Un nepalí o cingalés (de Sri Lanka) puede buscar con afán el dólar o la rupia y, al mismo tiempo, ser un budista sensato. Buda nos dijo que el deseo es lo peor del mundo, la mayor fuente de esclavitud. El budismo, rectamente entendido, presenta una alternativa, global a su manera, frente a la típica escala de valores de Occidente. Sin embargo, el mestizaje de culturas, que es lo que se va imponiendo, permite creer que no sirven las recetas absolutas en un planeta que rezuma relativismo.

Como los ashanti, los aficionados japoneses al fútbol no siguen a un equipo, 
sino a lo largo de su vida a un jugador de su generación en el que se reflejan 
totémicamente. Este pigmalión positivo lo representa Xavi ,está entre los 
preferidos en el país nipón por su control del juego y su  lealtad.  

Más que de amistad, un ashanti de Ghana hablaría de su grupo de edad y de su grupo musical que le acompañará hasta su entierro. La vida social del ashanti y de otras etnias akan (libres de oscuridad) se realiza en el seno de esa especie de corporaciones donde luchan contra el tedio vital o aprenden a tener buenos juju o asuman (espíritus protectores). Los dogon de Malí comparten con sus compañeros de turno -o generación- un idioma particular. Los niños pigmeos se convierten en “ba kanza” (novicios) al llegar a la pubertad y afrontar colectivamente los ritos de iniciación. También sucede entre las chicas carolinas, en la Micronesia. Que pasan su primera menstruación en unas cabañas donde son iniciadas en los valores de su sociedad. Incluso después, siempre que tienen el periodo, las mujeres del atolón Ulithi se retiran a esas cabañas y suspenden sus actividades. Es un tiempo que les sirve de oportunidad relax, casi un lujo que no pueden permitirse las competitivas mujeres occidentales. En Senegal llama la atención la abundancia de tontines, unas sociedades espontáneas de socorros mutuos. A falta de seguridad social, planes de pensiones u otros inventos aún imposibles para África, los senegaleses cotizan lo que pueden, lo meten en una caja común y, si alguien cae enfermo, no lo dejan en la estacada.  Todo eso mueve muchos millones de francos cefas. Los antibióticos o las operaciones modernas son caras y , a veces, los frutos o las hojas de baobab, de notables virtudes, no doblegan la animadversión de algunos fetiches contra los humanos.

A excepción de la Melanesia, el turismo ha puesto patas arriba a casi todas las culturas de los mares del Sur. Pero eso no es nada comparado con las “Blue Laws” (“Leyes Azules”), que impusieron los misioneros del siglo XIX a los nativos paganos de las Cook: no sólo debían de comer carne humana, sino de bailar la urupiani (danza del amor). Cuando una pareja, Tua y Maki, continuaron bailando, los misioneros azotaron a Maki mientras a su amado Tua le obligaron a llevar una cruz de piedra por la isla. Hoy, los polinesios de las Cook, con sus faldas de hojas, ejecutan la danza del amor ante los turistas poco después de haber ido a la iglesia bien vestidos con camisetas que ponen “I love NewYork” o “Hannover 2000”.




Luis Pancorbo nació en Burgos en el año de 1946. Se le considera el mayor divulgador español de antropología cultural de todos los tiempos. Incansable viajero y explorador de culturas y luegares, Pancorbo fue el primer civil español que pisó el Polo Sur en 1969. Doctorado en periodismo, su trayectoria profesional está muy vinculada a “RTVE”, primero como corresponsal en Italia y posteriormente Suecia y luego como reportero en programas como “Dosier” (1978), “Primera Página” (1980) u “Objetivo” (1981).
Sin embargo, su proyecto más ambicioso y el que mayor respaldo consigue tanto entre la audiencia como en la crítica es la serie  de documentales titulada “Otros pueblos”, que comenzó a emitirse por TVE el nueve de octubre de 1983 y que ya en 2010 alcanzó los ciento treinta capítulos. En 2008 se acabaron de post-producir la última temporada de la serie documental de una hora de duración. "Otros Pueblos" lleva a su autor a explorar y divulgar la cultura, costumbres y modos de vida de gentes de los cinco continentes, convirtiéndose en un referente televisivo, nacional e internacional, como lo prueban los resultados de audiencia a lo largo del tiempo y los premios obtenidos (Premio Ondas en 1986), y en 2007 cuatro galardones en festivales internacionales de documentales, en Nueva York, Hamburgo, Sofía y Sichuán (China). En septiembre de 2011 se publica su libro "Los dioses increíbles".
Comisario de "Miradas y Reflejos. Ciclo de Cine y Antropología(s)" en Teruel. En mayo de 2012 ha aparecido su nueva obra "Selva de culturas. Exploraciones antropológicas". Otras de sus obras radican en “Diálogos italianos”, de su etapa de corresponsal en Roma y Milán. “La magia imposible de la semiótica”, en su aproximación a Umberto Eco y la antropología de lo simbiótico; “Esos pólenes oscuros”, de 1980; “Los signos de la Esfinge”, de 1983; “Los hijos del Fuego”, de 1986 y ya por último a destacar, “La tribu televisiva”, de 1986.


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