jueves, 10 de enero de 2013

Érase que se era una vez un producto.


Muchas veces tenemos la sensación de que las cosas y objetos comunes de consumo que nos rodean ya no se crean, sino que se recrean desde su concepto originario. Otras veces los artículos comerciales no se inventan, se reinventan. Pero sin contarnos nada nuevo. Adoptamos el rediseño de las formas y los utensilios cotidianos sin el convencimiento pleno de que algo de nuestra época nos definirá estéticamente en la historia. Pero el ser humano desarrolla la capacidad de crear nuevos productos a cada momento.

Víctor G. Pulido para "LinealCero". En Madrid a jueves día 10 de enero de 2013.


"No  hay nada más poderoso que una idea
a la que le ha llegado su justo momento"
(Víctor Hugo).




El presidente norteamericano, allá por finales del siglo XIX, William McKinley, se encontraba profundamente consternado por la posibilidad de que los límites de la innovación técnica o comercial frenaran el progreso de su nación y su desarrollo como potencia frente al imperio colonial británico. Creía profundamente en que el futuro del crecimiento económico derivado del comercio ya no se fundamentaría en lo crepuscular de los términos fisiocráticos, sino en lo novedoso los conceptos mercantilistas. Dicho sea, de los productos. Habida cuenta de este convencimiento llegó a arengar en un discurso presidencial: “Nuestro futuro, el progreso y la prosperidad dependen nuestra capacidad en superar a otras naciones en el avance de la ciencia, la industria y el comercio. Para innovar, para inventar, debemos valernos de la más poderosas herramientas para la consecución de tal objetivo”. Hacía referencia a la capacidad de sacar al mercado nuevos productos que aún no habían visto la luz en lugar de persistir en la competencia por los clásicos.


EE.UU. no fue primera potencia productiva hasta la eclosión
de la I Guerra Mundial. Reino Unido ostentaba esta posición. 

Cuenta la leyenda historiográfica contemporánea que tras aquel discurso, Charles H. Dull, un alto funcionario administrativo de la oficina de patentes le desairó espetándole como si el presidente fuera un fabulador ingenuo: “Sr. Presidente: hágame caso. Todo lo que quedaba por inventar ha sido ya inventado: hay que volver al dominio territorial para la senda de nuestro crecimiento como nación”. Por supuesto, tan sólo es una ficción histórica, como la anécdota de “la manzana de Newton”. Pero bien es cierto que la burocracia de la Administración Mac Kinley tenía más fe en la invasión de Cuba que en la patente de los radioreceptores. Inmediatamente después y a pesar de aquello llegaron los transistores, las proyecciones cinematográficas, la televisión y todas esas cosas que aún estaban por llegar. Se dio lugar a nuevos productos. Y que, además, triunfaron y constituyeron uno de los pilares del crecimiento y el poder tecnológico de Norteamérica.

Hoy no podemos asegurar que el crecimiento se deba a un único o disruptivo factor de la producción mundial: la energía y los hidrocarburos como fuente de riqueza no han hecho desatender al mercado de la importancia de los rendimientos de los productos agrarios. Y el desarrollo de la informática, especialmente del hardware, no desplazó a las finanzas sino que las apuntaló. Genéricamente hablando, tampoco la consolidación de los servicios a lo largo de la economía del siglo XX nació con vocación de desplazar a los productos físicos y mercaderías. Todo suma a la hora de obtener caja, ningún modelo de negocio o de desarrollo es menor.



Sin abandonar su confesa admiración por el trabajo de 
Verhoeven, el director carioca Jose Padilha, imagina su nuevo 
“Robocop” como un novedoso “reboot”, más que un mero “remake”.

Pero lo que sí nuestra historia reciente (y no tan reciente) ha dejado claro es que el beneficio añadido se encuentra en la innovación y en la creatividad y que no nos hemos dado de bruces con el fin de la historia. Muchas veces tenemos esa sensación porque las cosas y objetos comunes de consumo que nos rodean ya no se crean, sino que se recrean. “Hollywood” ante el agotamiento de ideas recurre a todo remake que pueda rescatar del tiempo (recurriendo a viejos filmes de la época dorada) o en el espacio (adquiriendo los derechos de guiones extranjeros, ya llevados a la gran pantalla), propiciándole un nuevo barniz; olvidada la modalidad “panorámicas”, vuelven los estilos y la moda aviador en la sunglasses’ ways, para el próximo verano adoptar la tendencia “Lennon” o las gafas-espejos. Las modas vuelven. Otras veces los artículos comerciales no se inventan, tan sólo se reinventan. Pero sin contarnos nada nuevo. Adoptamos el rediseño de las formas y los utensilios sin el convencimiento pleno de que algo de nuestra época nos definirá estéticamente en la historia. Para cuando el móvil llegó a su techo de madurez y evolución como producto con Blackberry®, nos sorprendió el “I-phone” y le dio un nuevo vuelco generacional a todo, lo puso todo patas arribas, sin aún hoy ser conscientes de ello. Nunca se puede asegurar con certeza absoluta que una cosa o la otra haya llegado a su fin evolutivo como producto, a pesar de que se calque o se plagie en sus derivaciones; la creatividad humana para desarrollar herramientas, productos o sistemas de funciones es infinitesimal, tan sólo aunque se parodie de su inminente pasado a la hora de desarrollar nuevos productos. Digamos que el mercado los toma como muletas, esperando al estallido de nueva genialidad disruptiva, como lo fue Picasso para el mercado pictórico o Steve Jobs para el producto informacional. 

Picasso fue un agente disruptivo: revolucionó el 
concepto y el mercado de producto pictórico.


A la espera de una "tendencia disrupción" como lo pudo ser nuestro afamando Seat Seiscientos el futuro del comercio reside en la reingeniería del producto, aunque parezca aparentemente absurda o inaudita. Una innovación comercial puede ser una deformidad o esperpento. Pudiera serlo. Pero lo importante no es tanto que genere técnica, que sí, como estimule su consumo. Echarle cara, atrevimiento e imaginación, a falta de talento. Recientemente el imprevisible y estrafalario músico y percusionista brasileño Carlinhos Brown se ha sacado de la manga (o del cerebro), un nuevo instrumento que promete ser la sensación en el gradería del “Mundial 2014”. El producto patentado por sí mismo -el brasileño no sólo inventa sino que se reinventa a sí mismo cuando reivindica la atención a su figura a través de estas ocurrencias- se asemejan a una castañuelas-cencerros de suaves líneas cónicas de descarado manejo y tosca sonoridad. Ha contado la idea con el apoyo unánime de los organizadores y de la FIFA. Presentado en powerpoint y remitido el producto a mis compañeros del retail, la mayor parte de ellos, sin saberlo, coinciden en una sentencia: “No triunfará en la tienda, al menos en la mía; no calará, no es necesario traerlo”. Por ello apostó la cadena británica “Sainsbury’s” de la vuvuzela y se quedó sin existencias el segundo día. Y así Mark Twain le dijo a Bell en una feria de inventos que no invertiría ni un sólo dólar en su criatura, a la cual Graham puso por nombre “Teléfono”La imaginación comercial no alcanza límites. El principio de la imaginación sociológica induce que todo lo que se pueda ser ideado y desarrollarse acaso se pueda vender.

Carlinhos Brown junto a su concepto de producto: las caxirolas.

Por tanto , ¿quién decide si un producto o invención funciona en el comercio o no?. Ni tan siquiera los estudios de mercado. El marketing no es una ciencia matemática en cuanto que es ciencia social. El ser humano y sus merculianos caprichos imponderables se resisten a la aritmétrica de mercado. Tan sólo se era que érase que se era un producto inventado. El verdadero “laboratorio”, sin embargo, es la tienda. En ella el consumidor es el auténtico soberano de todo lo que acontece. Luego funciona la innovación si funciona el cliente. Esto es, la venta. Realmente el cliente es la reencarnación o innovación misma como sujeto del objeto, pero necesita sostenerse para ello sobre el producto. El artículo es el soporte de la función y del concepto. Que funcione con unos pocos enciende la mecha; tras ello el producto actúa por contagio. Atentos a las "caxirolas" de Brown, pueden darnos una lección de diseño de producto. Y de ventas. Por ridículas o inservibles que parezcan.

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