Cuando en Estados Unidos los niños y jóvenes norteamericanos dejaron de beber leche a mediados de los ochenta para sentarse a ver a Michael Jordan o Magic Johnson junto a un refresco de cola y unas palomitas, la guerra publicitaria entre los principales fabricantes de aperitivos, PepsiCo. y Coca-Cola Company, se acrecentó. En el país donde la publicidad comparada es un epifenómeno distintivo de su cultura promocional de masas, ambas compañías no sólo habían desbancado a las meriendas tradicionales, sino que además luchaban por desmarcarse de su equidistancia. Merecería la pena porque sabían además que esos niños y adolescentes no estaban solos: el mejor basket de todos los tiempos reunía a los hogares al completo en un contexto de diversión y consumo familiar. Puesto que el mensaje publicitario llegaba a través y desde este canal a los agentes prescriptores de compra, tradicionalmente sincretizados en el papel de la madre y de los más pequeños de los hermanos, las centrales de medios ofrecieron estos espacios a sus más íntimos clientes. Familia y televisión todo en uno. Para las compañías y las agencias de publicidad esto supuso entonces la más importante sinergia mercadotécnica audiovisual desde la década de los cincuenta (reposiciones de “La Pandilla” y series familiares como “Superman”). Despertadas sus conciencias comerciales, con permiso de “The Cosby’ Show”, las marcas asumieron el deporte retransmitido como la mejor plataforma para ofrecer una mayor promoción global y optimizada de sus productos: seguimiento masivo de audiencias y alcance, target femenino incorporado al segmento deportivo, niños del consumers boom y una población crecientemente envejecida que pasaba demasiado tiempo frente a las networks en abierto representaba el sueño de todo técnico en seguimiento de audiencias. Los refrescos, las hamburguesas y las zapatillas deportivas, triunfaban.
Kellogg's financió la serie infantil "Superman" (1955). El consumo de leche
se incrementó entre los niños al tiempo que los cereales entre sus adultos.
El rezagado lobby lácteo norteamericano, no obstante, supo llevar a cabo una lectura inteligente de todo ello y presentó batalla al sector de los aperitivos bajo la intensa campaña “Got Milk?”. Empleando las mismas armas televisivas, desde los programas infantiles hasta sus primeras emisiones en el intermedio de la “SuperBowl”, la popularidad de la leche y sus derivados como valor nutritivo subió como la espuma. Las terrinas de helados que impedían manchar los tresillos comenzaron a rivalizar con las grasientas patatas; y los batidos de chocolate o vainilla, especialmente en los populares hogares de clase media, fueron ganándole poco a poco terreno a los tradicionales refrescos gaseosos. Nada en principio sorprendente: al fin y al cabo un batido implicaba un refresco al tiempo que el helado un aperitivo; de igual modo suponían una recompensa nutritiva al mismo tiempo que una golosina “taking away”. El producto lácteo helado o licuoso-refrigerado se encontraba en esa confluencia de equilibrios consolidándose entonces como un bien sustitutivo frente a los hidratos de carbono y las calorías vacías. Con toda esta suerte y cúmulo de sinergias, no tardaron en imponerse en el sector las diferentes rasgos de producto genuinos de la cultura americana tales como los formatos de la abundancia, los "XL", las más diferentes cremosidades cuando no exóticos sabores y así hasta llegar a la inclusión de retales de frutas, galleta, frutos secos y trozos de chocolate (cookies’n’cream). El derivado lácteo se complejizó y se puso a la vanguardia de otros productos de recreo que con anterioridad ya le había tomado la delantera.
Así se cuenta la historia de cómo la leche como producto matriz salió airada de la batalla comercial de los ochenta y relanzó el sector; conquistó el corazón de la opinión pública, y desestacionalizó sus derivados impulsando la madurez de una gama de productos que incrementaron así su volumen de ventas fuera de los lineales de las tiendas y de las cámaras de los restaurantes. Gran parte de ello se lo debió a la modalidad denominada genéricamente “ice cream”. Durante parte de nuestro reciente pasado pudimos encontrar estos productos solidificados de crema de nata y leche y sus nuevos posicionamientos físicos; bajo sus múltiples formas y degustaciones los hallamos en cines y parques de atracciones; en estadios y festivales de música empezaron a adquirir frecuente protagonismo; incluso en cada muerto rincón de edificios públicos, instituciones educativas y oficinas podíamos adquirirlos mediante máquinas dispensadoras. Llegaron a colarse incluso, especialmente en Estados Unidos, en las bases militares y entre el menú infantil de los comedores escolares; formar parte de los christmas products, a semejanza de bolitas superpuestas que asimilaban el orondo contorno de Santa Klaus, fue la última de sus excentricidades. Y de aquí partió la primera estupidez, el exceso. Porque de este boato el consumo americano cerró el círculo de la madurez del producto “helado” haciéndolo omnipresente e hipertrofiándolo hasta las más desaforadas elaboraciones, formas y gustos locales.
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