sábado, 25 de septiembre de 2010

Lata de Conservas.

La vida de Nicolas Appert, la historia del recipiente y formato que revolucionó la industria militar y del consumo y que supuso un avance en el control del riesgo sanitario y alimenticio.


Cáceres, a 25 de septiembre de 2010. Víctor G. Pulido.






Desde la noche de los tiempos, la humanidad se ha enfrentado a dos grandes hándicaps imprescindibles para la propagación de su especie y su consolidación: el refugio, por una parte, y el tratamiento y conservación de los alimentos que no eran injeridos de modo inmediato tras la caza, la pesca o la recolección, por último. Durante la revolución neolítica (incluso antes), el hombre halló diferentes modos de proteger los alimentos y el grano para eludir el hambre y la muerte durante los largos meses de invierno, conservándolos en espacios oscuros y secos (hoy aún hacemos uso de este legado desde los silos hasta, en nuestro ámbito doméstico, los productos deshidratados como cereales o galletas). No debieron mostrarse conformistas con todo este asunto nuestros antepasados cuando estudiaron, además, introducirlos en recipientes opacos o tratarlos con sustancias naturales protectoras como hielo, arcilla, miel, aceites, grasas o vinagre o incluso vino para su total mantenimiento. Es curioso señalar que estás técnicas eran empleadas indistintamente incluso por civilizaciones ajenas entre si que no tenían conocimiento primigenio las unas de las otras, por lo que el dominio del procedimiento deviene más de la historia natural que del contagio cultural. De tal modo que, en definitiva, los procedimientos de salvaguarda de recursos de consumo y simiente se emplearon por la mano del hombre durante milenios y civilizaciones hasta muy avanzada la edad moderna pero los procesos alimenticios de conservación no sufrieron ninguna innovación destacable salvo la salación y el ahumando. Incluso, a pesar de su perentoria necesidad para los viajes trasatlánticos tras el hallazgo geográfico de América. Fue precisamente a raíz de los inicios de las grandes y largas rutas comerciales (América, India y Lejano Oriente), y como consecuencia paralela del perfeccionamiento y autonomía técnica de las naves, donde se planteó por los profesionales clínicos la necesidad de atajar una extraña enfermedad que atacaba a los marineros. Se trataba del temido escorbuto, y sólo se podía controlar su manifestación a través de la conservación de nutrientes frescos como frutas, cuya falta de ingesta parecía ser el causante de la dolencia galeónica. Esta enfermedad, principalmente, y otras encadenadas, dejaba de este modo la técnica rudimentaria de la deshidratación de alimentos casi sin efecto ante las complejas operaciones de dichas exploraciones o asaltos navales, circunstancia que limitaba bastante el comercio, el intercambio de recursos y la esperanza de vida. De tal modo que no fue hasta la innovación de un inquieto cocinero francés, cuando la ciencia cerraría el paréntesis abierto por la historia de la navegación tras la partida de tres naves tardomedievales del "Puerto de Palos" hacia el Nuevo Mundo. Tuvieron que transcurrir tres siglos.

    Grabado sobre la enfermedad del escorbuto.


En 1795, tras la eclosión de la Revolución Francesa, el repostero Nicolas François Appert andaba de cabeza intentando contentar los cada vez mayores niveles de exigencia de su señora acerca de la calidad de los confites que él mismo le preparaba para su paladar y para los de sus invitados ilustres. Su  excelencia no paraba de recriminarle del deterioro que los dulces sufrían a las pocas horas de ser horneados o confitados ante la imposibilidad de degustarlos todos a la vez. La solución quizá hubiera pasado por elaborar menos unidades de esas deliciosas confituras que tanto adoraba la aristocracia en una época en la que la población francesa aún pasaba hambre. Pero la cortesana en cuestion parecía seguir a pies juntillas la máxima de la que fuera su anterior jefa de corte, María Antonieta de Austria (“¡Si no tienen pan, que coman pasteles!”), no siendo muy consciente de que tan soberbio como desafortunado enunciado le costó la guillotina a la última Reina de Francia antes de la Restauración. Mas Nicolás, lejos de inquietudes políticas, si los caprichos y sugerencias de una cortesana venida a menos no le faltaban, medios para alcanzar su propósito para dicho fin tampoco empleado como estaba, por empecinamiento de su padre hostelero, para lo que entonces quedaba de la corte parisina de los Borbones. Su misteriosa señora era, nada más y nada menos, que la pudienta Princesa de Forbach, una dama sumamente quisquillosa en materia culinaria que residía en París y que sorprendentemente sobrevivió a los excesos de la Ilustración quizá por su coascendencia germana.


Retrato de Nicolas François Appert. 

Appert, en la persecución de su logro, era conocedor de que el biólogo italiano Lazzaro Spallanzani había demostrado años atrás que la carne no se descomponía si se la hervía durante un periodo de tiempo para después conservarla herméticamente cerrada. Desarrolló entonces un sistema para aplicar ese principio a gran escala, calentando carnes y verduras y guardándolas después en pequeños contenedores metálicos o de vidrio. Fue entonces cuando le vino la idea de que los alimentos podían conservarse intactos, sin perder sus cualidades nutritivas, cerrándolos herméticamente en recipientes preferentemente metálicos y haciéndolos hervir en agua hasta la temperatura de punto de ebullición, esto es, lo que conocemos como al baño maría. El cristal era más barato y fácil de fabricar por lo que en un principio, para que el proceso fuera viable y aceptado por el público, se inclinó por tarros que se cerraban a presión forzando los tapones y sujetándolos con alambres. De este modo, la clase ociosa por antonomasia, la aristocracia, contribuyó sin proponérselo a  la inercia de la ciencia y su innovación representó el comienzo rudimentario de la industria de conservas (incluso de la comida propiamente industrial) cuando en 1798 nuestro protagonista, alejado de la servidumbre pero a disposición de ella, abrió lo que sería una primera tienda en la Calle de los Lombardos, en la capital de Francia. Por aquel entonces, un joven héroe y militar francés, Napoleón Bonaparte, se dio cuenta que el factor estratégico más importante para el mantenimiento de su ejército y la consecución de sus objetivos militares era alimentar de forma adecuada a los hombres de su ejército, que dependía de productos deshidratados que mermaban sus esfuerzos. Esta idea, que es la base de la  moderna organización de los ejércitos (hoy llamado logística) mucho más allá del perfeccionamiento de armas y sistemas defensivos y que lo fue hasta la guerra de Vietnam, fue lo que invitó por entonces al joven y gallardo general francés a buscar soluciones. La encontró cuando, aún sin saberlo el resto de sus días, revolucionó el concepto de eficiencia militar en el momento justo que decidió ofrecer un premio de doce mil francos (cantidad importante para la época) para aquel que inventara alguna forma de mantener los alimentos frescos durante un período de tiempo prolongado y resistente a todo tipo de calamidades y temperaturas. Appert fue sonreído por el destino casi tanto como éste guiñó el ojo a Napoleón, pues el confitero prácticamente tenía concluida su innovación y lo puso a disposición de una joven república y sus ansias de expansión. Con el dinero del ejército, ya coronado Napoleón, quién lo ungió con el título de “Benefactor de la Humanidad”, Appert fundó su primera fábrica de conservas en 1804, en Massy. A fin de tener siempre materias primas para sus conservas y para proveer al ejército, adquirió varias hectáreas de terreno que dedicó al cultivo de guisantes y judías, que después conservaba para su posterior venta y consumo. Napoleón nunca olvidó al antiguo jefe de repostería de la Casa de Forbach cuando le supo agradecer desde su Jefatura de Estado las aportaciones y méritos de sus esfuerzos: lo demostró una vez más cuando le nombró Intendente bajo su gobierno, tras la publicación de su obra titulada “El arte de conservar durante algunos años todas las sustancias vegetales y animales”.

Conservera de principios del siglo XX.

Hoy el método de esterilización en los países de habla franca, lleva su nombre, aunque con posterioridad a sus descubrimientos emergieron mejorías, como lo lucha contra los agentes patógenos que se desarrollaban en el interior de los frascos tras el proceso de envasado. Por citar un ejemplo, en 1810, persiguiendo la idea inicial y perfeccionándola, José Casado sustituye completamente el cristal (que no vidrio) por el metal, patentando el envase de hojalata que hoy conocemos y que dotó a las conservas de mayor resistencia previniéndolas del efecto de la luz que deteriora el contenido vitamínico. Aunque injustamente no fue él quien patentó este descubrimiento, la fábrica de conservas Appert, fue la primera que comercializó diversos productos envasados, principalmente carne, leche, legumbres, frutas, zumos, mermeladas y extractos de vegetales; la fábrica se mantuvo abierta hasta 1933. Poco después, en 1840, se ideó un método de esterilización en recipientes metálicos, o el envasado al vacío, sin presencia de aire, lo que definitivamente es el origen de la moderna industria de la conservación de alimentos. Appert quizá no se enriqueció con su innovación, pero tuvo tiempo de disfrutar y sufrir de su gloria viendo como su invento, como el de su cuasicoetáneo Alfred Nobel (que sí se enriqueció), por el lado del mercado, la ingeniería y transporte de mercancías, salvaba vidas; y por la vertiente de la logística militar hizo perecer, con las prolongaciones de los conflictos, la vida de muchos otros. El método de Appert de esterilización, fue científicamente demostrado en 1860 por otro francés, Pasteur, quien comprobó que la degradación de la materia orgánica se debía a que en el aire estaban presentes microorganismos que entraba en los frascos, y contaminaban el producto. Durante las guerras mundiales y debido a sus necesidade de provisión, la industria de conservas experimentó uno de los momentos de mayor apogeo, junto al impulso de los inicios de las conocidas actualmente como “marcas blancas”. Pese a todo su talento, la patente de su invento se la quedó un norteamericano, por lo que Nicolás Appert, arruinado y olvidado como muchos genios de su época, falleció en la miseria a la edad de 92 años, en Massy, donde hay una calle que lleva su nombre como reconocimiento póstumo al gran servicio prestado al ramo de la alimentación.
Cartelería promocional de la Conservera Gallega "Rivas", en los años sesenta.

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