De cómo un hipermercado se sacó de la chistera una campaña de temporada cuando pensabas que ya lo habías visto todo, primera parte.
Madrid, a 28 de octubre de 2010. Víctor G. Pulido.
El sol dejó paso al otoño. Anunció su rendición aquella misma mañana, sobre el tardoamanecer, cuando cayó la neblina como polvo disperso de papel de seda sobre el skyline medieval de un pueblo en mitad de la estepa castellana. En la explanada frontal del hipermercado que en horario comercial asumía el rol de parking, las sombras, progresivamente, se volvían figuras y las figuras, personas. Entre aquellas que se aproximaban se adivinaba el semblante errante del director comercial, distinguido por las lentes ovaladas y pequeñas de sus gafas. El humo de tabaco se disfrazaba de densidad atmosférica cuando al fin alcanzó la fachada y me vio. Aquella mañana pasó a recogerme con el coche y, al no verme, quizá decidió aparcarlo y venir caminando. Arrojé mi cigarrillo al suelo, exhalé la última calada y entré junto a él. Nada más llegar y acomodarse me llamó a mi extensión fija desde su despacho: “Buenos días: reunión comercial, en cinco minutos, en la sala de reuniones y multiconferencias” enunció educado y escueto antes de colgar. La comunicación telefónica no hubiera sido necesaria porque apenas nuestras mesas se distanciaban cuatro metros y una pared entre sí. No obstante y a pesar de que éramos vecinos no sólo de mesas sino también de calle, su cargo le obligaba a ofrecer esa imagen de solemnidad de despacho que tanto les gustan a los directivos intermedios.
Antonio nos reunió como un jefe de redacción de prensa convoca a sus redactores de sección más críticos e imaginativos: con café, pluma y libreta. “Señores: …estamos a primeros de octubre y necesitamos ideas; no podemos estar sin campañas hasta Navidad, quiero que todas las secciones se involucren”. La temporada de libros de texto y material escolar (“Vuelta al Cole”, que se llama popularmente en España) había finalizado y hasta los turrones quedaba un trecho, más bien, en tiempo medido por inputs comerciales, mejor habría de decir una eternidad. “He estado viendo maquetaciones de próximos catálogos de otras tiendas de la enseña - continuó mientras nos repartía las fotocopias de unos pdf’s imprimidos- y, bueno, me gustaría conocer vuestras aportaciones, cómo hacemos para animar las ventas, cómo vamos a plantear esto en equipo”. No tardó en saltar “Halloween”, el cual se puso sobre la mesa como eje central de la campaña del mes: la preferencia del gerente días atrás era seguir la estela de nuestras tiendas hermanas y potenciar este producto popular.
En definitiva era algo sin complicación para todos, algo así como atraer al cliente con promociones y descuentos en películas y libros (fenómeno Mayers y sus crepúsculos), disfraces de terror para el teen target y alevines; caramelos y dulces “de todos los Santos”; buñuelos, panellets, por supuesto, y comida preparada para llevar caliente los días de festividad (take-awaking de pollos asados, empanadas y bacalao a la dorada), así como accesorios como juguetes y complementos de primer precio asociado al Día de los Difuntos, tal y como se conocía en la comarca. A la dirección gerencial no le faltaban motivos para confiarse a este diseño de campaña. Procedente de la industria norteamericana del ocio y el consumo audiovisual, el fenómeno “Halloween”, fiesta esencialmente laica, se había impuesto y consolidado en la península de modo sorpresivo en apenas un lustro y su popularidad, aún hoy, crece exponencialmente en toda España. Hasta el punto en que los últimos años la iglesia católica viene acusando al comercio y la hostelería de apropiarse cada vez más de una fecha que se superpone sobre o desplaza a la efemérides religiosa, desposeyéndola de su espíritu devocional.
En definitiva era algo sin complicación para todos, algo así como atraer al cliente con promociones y descuentos en películas y libros (fenómeno Mayers y sus crepúsculos), disfraces de terror para el teen target y alevines; caramelos y dulces “de todos los Santos”; buñuelos, panellets, por supuesto, y comida preparada para llevar caliente los días de festividad (take-awaking de pollos asados, empanadas y bacalao a la dorada), así como accesorios como juguetes y complementos de primer precio asociado al Día de los Difuntos, tal y como se conocía en la comarca. A la dirección gerencial no le faltaban motivos para confiarse a este diseño de campaña. Procedente de la industria norteamericana del ocio y el consumo audiovisual, el fenómeno “Halloween”, fiesta esencialmente laica, se había impuesto y consolidado en la península de modo sorpresivo en apenas un lustro y su popularidad, aún hoy, crece exponencialmente en toda España. Hasta el punto en que los últimos años la iglesia católica viene acusando al comercio y la hostelería de apropiarse cada vez más de una fecha que se superpone sobre o desplaza a la efemérides religiosa, desposeyéndola de su espíritu devocional.
Mi opinión no se alejaba desde la perspectiva de la Iglesia, pero en el sentido puro y estrictamente comercial y local: no tenía tan claro que mis clientes fueran agujereando sus productos de granja para ahuyentar a los malos espíritus; en la envejecida comarca de mi hinterland las velas eran para los Santos y no para las calabazas; y a los cementerios se asistía muy de mañana a visitar a los fallecidos y no a los muertos les deba por visitar durante la víspera a sus vivos. La gente que venía a la tienda era más bien de misa en la iglesia, vino en la tasca y comida en el campo. Pero decidí permanecer en silencio escuchando a mis compañeros hasta que Antonio me miró directamente. “El Bazar Pesado, ¿qué opina?”- se dirigió hacia mí el debate. “No será suficiente, Antonio, yo no lo veo; -contesté- es poco surtido para un catálogo que nos va costar imprimirlo una pasta y no se corresponde con las necesidades de nuestra demanda objetiva. Nos orientamos a un target rural, de mediana y avanzada edad, muy tradicionalista, que se posiciona bajo. No veo el contagio cultural de “Halloween” en nuestro emplazamiento”. Y añadí: “Unos pollos horneados, unas caretas de calabazas y disfraces de esqueletos no hacen una campaña. Y mucho menos aquí”.
Aquello pareció no gustar mucho entre la concurrencia y encendió caras de desaprobación entre mis compañeros. Implicaría más trabajo y esfuerzo, claro. Y más riego de campaña. Estaba claro que otro diseño de temporada que no fuera ese no se vislumbraba. Pero yo no lo acababa de ver. “Halloween”, es un producto urbano y nuestro hipermercado no era precisamente “El Corte Inglés” de Sanchinarro, ni respondía a su target. No por falta de modernidad, sino por apego a la tierra y a las costumbres cristianas. "Muy bien, listo; entonces; ¿qué hacemos?".- increpó un compañero. “Temporada de Matanza”- respondí. Calló la sala y unos a otro se miraron entre sí, con sorpresa; con, incluso, una mezcla de confusión, incredulidad y sarcasmo. Aproveché el silencio desconcertado y sorpresivamente golpeé de nuevo por segunda vez en el mismo costado con la esperanza de dejarles noqueados y salvar el round. O dicho más concretamente, mi dignidad. “Temporada de matanza”- volví a repetir como si fuera un tempus cinematográfico. Y el silenció engendró murmullos que lo devoraban lentamente. Los comentarios eclosionaron entre sí: “Pero,… cómo, cómo que temporada de, de,… ¿¡de matanza!?”; “No me lo puedo creer, por todos los santos en el día de los Santos, pero si eso es una celebración agraria, por favor, un ritual rural en decadencia”; “Esa campaña no existe, eso no existe, no te puedes sacar eso de la manga, dios mío es surrealista, es como una película de Berlanga”; “Joder, estamos locos o qué, ¿se nos ido completamente la pinza en este hipermercado o qué?”.
“Temporada de matanza”, sostuve por tercera y última vez en un tono más suave y conciso. Sonrisitas de superioridad de algún compañero, intercambio de miradas cómplices de desaprobación entre algunos jefes de sección. Murmullos y susurros y, tras unos segundos, se erigió un silencio cósmico. Mantuve desafiante la mirada sobre las lentes de mi jefe de operaciones comerciales, como en un duelo de lentes a la luz de un tapate de cartas. Antonio mantenía tanto el semblante como el rostro serio, imperturbable. El prolongado silencio y nervioso golpear de bolígrafos contra la mesa de la sala de reuniones de algunos compañeros y la lluvia azotando los ventanales le estaban proporcionando demasiada intriga a la idea. Demasiada, quizá más protagonismo que esperanza. Tensión comercial no resuelta. Antonio se reclinó suave y ligeramente sobre el respaldo de su sillón alejándose con un ligero impulso de un monitor que escupía correos electrónicos desde la intranet (todos urgentes, nadie quiere esperar); reflexionó juntando sus manos extendidas que puso a los pies de sus fosas nasales y expiró sentenciando una orden. “De acuerdo, tú ganas, pero sólo de momento”- los bolígrafos optaron por la caída libre acompañados de resoplidos mientras las sillas se desplazaban hacia atrás de contrariedad. “Hazme un informe de diseño de lineal, pasillo central y productos para la campaña. Ya veremos si se contempla, quizá no sea tan mala idea; pero si no triunfamos, con un poco de suerte tan sólo seremos el hazmerreir de la distribución minorista europea durante, al menos, un mes. Tuya es la idea, tú te encargas. Diseñarás el proceso de sala de campaña para el resto de responsables de sección, bajo tu consideración. Busca productos y proveedores. Empiezas ya mismo, deja lo que tengas entre manos en la sala. Tienes dos días, ni uno más, ni uno menos. Le enviaremos a tu adjunta un vendedor más de apoyo para que se pueda encargar de la sección. Nos la jugamos los dos, en realidad todos: no la cagues”.
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