Madrid, a 29 de octubre de 2010. Víctor G. Pulido.
Un intenso apretón de manos ásperas y agrietadas me puso en antecedentes sobre su trayectoria vital. Tenía la cara arada de arrugas esculpidas por el sol y su falta de cuidado facial dejaba traslucir su piel de fuerte tonalidad morena. El resto del informe de su historia de vida ya fue cosa de mis pupilas. Don Manuel, personaje delibesiano en ciernes muy entrado en los apreciables cincuenta (la gente del campo siempre aparenta más edad), respondía al tipo aparentemente simple sin muchos recursos facultativos que no fueran trabajar el campo de sol a sol y dar de vivir a los taberneros: sólo visitaba las tascas una vez caído el sol, pero diariamente. Fue el reconocerle en una de éllas en el atardecer de aquel día y exponerle mis inquietudes: tenía que elaborar el informe de diseño de sala de ventas para la temporada de matanzas en mi tienda. Necesitaba, entonces, un guía etnológico, alguien que me explicara realmente en qué consiste una matanza de cerdo, qué requiere, y qué significado revestido tenía para su comunidad. Se prestó al juego voluntarioso tras escuchar mi requerimiento y quedamos en que pasaría a recogerme muy de madrugada a la mañana siguiente en el acceso al parking del hipermercado. El tasquero que nos había presentado unas semanas antes tenía razón; se trataba del perfil de la persona adecuada que le sondee cuando le llamé aquella misma mañana desde mi escritorio: se expresaba verbalmente por momentos con propiedad y conocía el ritual de la matanza. Guía localizado. Ahora la idea era pasar todo el día con él para visitar sus tierras y llevar a efecto una prospección comercial de campo sin entorpecerle minimamente en sus tareas.
Dehesa Extremeña próxima al emplazamiento de la tienda.
Al alba y pertrechado con un chaleco corporativo de cámaras frigoríficas aguardé en la misma explanada donde la mañana del día anterior consumía un cigarrillo, apoyado sobre la fachada. Formaban parte de mi equipación antropológica una cámara réflex digital, de Canon; una grabadora Sony PX-820, unos prismáticos, un pilot, un walkie de Motorola y un bloc de notas. Me disponía a mi "viaje cultural en el tiempo". No pasaron muchos minutos cuando un viejo Land Rovert Defender se acercó iluminando el asfalto y los matorrales y se detuvo progresivamente hasta alcanzar mi posición: “Es la tienda más grande que jamás haya visto”.- me dijo nada más llegar dirigiendo su mirada al luminoso de la enseña- “entré el otro día, es impresionante; bueno, en la tele sí, iguales, o más grandes, pero así de presencia… como ves no tengo mucha ciudad, pero sí mucho campo, ¿es éso lo que te interesa, no?.¡ Pues sube ya!". Me quedé estupefacto y mudo: había recurrido para el asesoramiento de diseño de una campaña de hipermercados a un personaje que no sabía ni lo que era una tienda autoservicio, sin duda una maldición de “Halloween” lanzada por mis compañeros contra mí, por empecinarme en esta historia.
En "La Marrana", de J.L. Cuerda, dos perdedores esperan
el Día de San Martín pastoreando la Dehesa Extremeña.
“Lo primero que necesitamos para una buena matanza - me iba relatando- aparte del gorrino, es una buena helaá, …¿tenéis suficiente hielo en la tienda para enfriar el campo?; ja, ja, ja” -sonreí cumplidamente. “Es broma, esto de la helaá es para conservar la carne, para curarla; la verdad es que ya se puede matar en cualquier época del año, con las técnicas y los frigoríficos que hay; ya está todo insdustrializado y regulado, lo que pasa con esto de la matanza es que se sigue haciendo en otoño por tradición" - afirma mientras me ofrece vino de su bota a la vez que conduce por una pequeña pista de asfalto destripado. “A ver, mira, esto de la matanza es muy sencillo -grita para ahogar el ensordecedor ruido del diesel sobre, ahora sí, una pista de arena- no es más complicado que nada de lo que hagas en tu trabajo todos los días: aquí hay una cosa que la Junta llama régimen de matanza domiciliaria, un invento para mantener la tradición sin que las leyes de sanidad le afecten y asegurarse que traemos un veterinario"- enmudece mientras se me queda mirando al tiempo que conduce para ver si bebo de la bota-"Sí, se lleva la lengua del marrano pa’ verlo con microscopios de esos y que dé su conformidad” – me mancho de vino en un salto de bache en la carretera secundaria y se echa a reír mientras me limpio.- “Todo lo demás es como toda la vida”- continúa. “Pues explícame toda la vida, Don Manuel: será más complejo todo el proceso de la matanza”- le increpé. “Para ti no, tú preocúpate que en la tienda no falten vasos de esos de plástico y platos de cartón, que absorban la grasa; para el cerdo sí que va a ser un día complicado, tanto antes como después de que muera”.- suspiro de resignación por lo largo que se me porfía la investigación a este paso y voy tomando nota: “arcones domésticos, menaje desechable, vino embotellado, neveras isotérmicas… y termino bromeando conmigo mismo: no olvidar amortiguadores para vehículos todoterrenos”. "Y jamón, paletas de jamón para los aperitivos" -me insiste.
Mientras incluyo el jamón entre mi contabilidad de cartera de prospección, Manuel continua a su antojo perdido en sus monólogos reflexivos: “…en las vísperas el cerdo huele la muerte: los días antes, nota cambios en su alimentación, percibe movimiento inusual, hay más gente, más jaleo, se inquieta: debe ser instintivo. El toro y el cerdo son los únicos animales domésticados que tienen conocimiento que van a morir a mano del hombre durante los últimos días de su vida, aunque al veterinario se lo cuento y se lo cuento, un año tras otro y tras otro pero no me tiene fe en lo que le digo… qué sabrán éllos de alma de los animales, mucho estudio y luego ná”. Le permito que se explaye solo unos minutos más mientras me voy preparando la entrevista y realizo algunas fotos desde la ventanilla.
Mientras incluyo el jamón entre mi contabilidad de cartera de prospección, Manuel continua a su antojo perdido en sus monólogos reflexivos: “…en las vísperas el cerdo huele la muerte: los días antes, nota cambios en su alimentación, percibe movimiento inusual, hay más gente, más jaleo, se inquieta: debe ser instintivo. El toro y el cerdo son los únicos animales domésticados que tienen conocimiento que van a morir a mano del hombre durante los últimos días de su vida, aunque al veterinario se lo cuento y se lo cuento, un año tras otro y tras otro pero no me tiene fe en lo que le digo… qué sabrán éllos de alma de los animales, mucho estudio y luego ná”. Le permito que se explaye solo unos minutos más mientras me voy preparando la entrevista y realizo algunas fotos desde la ventanilla.
Aperos de día de matanza.
Manuel detiene el vehículo frente a una casona de campo semidescuidada y aparentemente abandonada. Desciende del vehículo y me alienta a que baje tras sus primeras zancadas en dirección a la casa. "Vamos a dar de beber a los animales"-me grita amablemente. El telón de la niebla ha subido y sobre el escenario de un día como hoy irradia un fresco sol de otoño y olor a campo. “La jornada de matanza- continua Don Manuel- dura de media unos dos días, vamos, un fin de semana completo: ya es en sí un ritual de lujo, como la caza menor; mueve dinero sí, pero ya no en inversiones, como antes, sino en gasto. Ha pasado de ser un fenómeno de subsistencia para afrontar el invierno, pasando por ser una cosa que generaba riqueza a convertirse es un evento social, campestre. Incluso antes se cerraban contratos en las matanzas, sí, sí,... como en los antepalcos de los equipos de primera ahora. Antes los grandes negocios se hacían en el campo- reflexiona con nostalgia- en otoño e invierno, en cacerías y matanzas; ahora en campos de golf y de fútbol: han cambiado unos campos por otros, ¿no te parece?, pero siguen siendo los mismos".
Don Manuel quita hierro a la malicia invitándome a entrar y echar un vistazo a la casa de labranza. Me hace pasar primero y me invita a sentarme. De una vieja nevera carcomida por la humedad saca algo de cerveza en botellines de Mahou verde, un latón de sardinas en aceite, y un poco de lomo y queso acompañado del pan que ya traíamos de madrugada recién hecho. Pan de pueblo. “Prueba este lomo, es de la matanza pasada”- me extiende el brazo.“¿Cuántos cerdos se pueden llegar a sacrificar, aquí en la comarca, durante el otoño y cuántas personas pueden asistir a cada una de las matanzas?- le pregunto mientras sintoniza una emisora regional con música americana de los años cincuenta- “Hombre, yo a ciencia cierta, no sé, pero las trescientas cabezas, caen, sí que caen: sí, de fijo. Cifra exacta, eso lo puede saber la Junta. Y personas, pues te digo, esto es como las bodas, depende de los compromisos que tengas y que la gente quiera venir, porque también es un gasto para los invitados en muchos casos; pero no de menos de cincuenta, niños incluidos”. “No parece mala cifra- le incido- es un target potencial de quince mil personas, la mitad de la población comarcal”.
Pero Don Manuel no parece compartir mi entusiasmo y me replica: “No te hagas tantos números, hijo, eso que quieres hacer en la tienda no te va a durar muchos años: la tradición morirá con los más viejos. Y los huecos que dejan unas tradiciones van siendo usurpados por otras: cómo se llama esa, la de la calabaza con ojos”. Le respondo: “Halloween, Manuel, Halloween”. Mira hacia la tierra y se lamenta de la capacidad que tiene nuestro país de absorber culturas y tradiciones ajenas impuestas por los medios de ocio. No me deja de resultar llamativo viniendo de un hombre cuyo pueblo (junto con sus antepasados) conquistó y evangelizó a gran parte de América. Se lo comento y se echa a reír – “Quizá tengas razón: nosotros también exportamos la nuestra en el siglo XVI. Antes evangelizaba la iglesia y los reyes, y nosotros educábamos a nuestros hijos; y ahora nuestros guías espirituales son la televisión y las modas y los niños nos tienen que enseñar qué es éso de Halloween y cómo manejar un ordenador de esos”.- se muestra melancólico- “Una pena que los abuelos ya no puedan enseñar nada a sus nietos, apenas viejos rituales de sangre, como matar a un puerco”. Le agarro del antebrazo y le consuelo: “Vámonos Manuel, buen hombre, hay que descansar”.
Don Manuel fue reduciendo las marchas del “Defender” progresivamente hasta llegar a una cancela pagada al asfalto de terruño. Se situó frente a ella y me dio las llaves de los candados. “Abre tú, que hagas algo, a ver qué tal se te da: cuidado con las vacas que tiene chotinos, y lo mismo nace hoy un torero, maestro”. La gracia y el arte campestre que no falte. Pasa y cierro, pero no le echo el candado: “No hace falta, estamos aquí”- me advierte mientras subo al coche y él intenta protegerse los ojos del sol acachando la mirada bajo el parabrisas.- “Ponerle puertas al campo, Manuel,…”- le afino. Mete las cuatro tracciones en la caja de cambios y me asiente mientras zozobre el coche: “Ya, el que quiera entrar, va entrar, eso es así: los furtivos me roban algún cochino cada dos años, no falla; y, ante eso, poco candado y poca cancela, nada se puede hacer. Antes era diferente porque todos vivíamos aquí, pero ya nadie quiere campo, todos vivimos en el pueblo, pa’ gastar más, digo yo, porque pa’ otro cosa ya me dirás tú”. Le asiento para aproximarme a su modo de ver las cosas, para que se sienta cómodo conmigo; le lanzo la siguiente cuestión: qué es la matanza. A mi pregunta el todoterreno reduce la marcha y se escora a la izquierda sobre un desnivel rocoso entrometido en la vía- “La matanza ya es, cómo te diría yo, una fiesta, básicamente; antes una necesidad. Matanza es un consumo doméstico, por eso tú estás hoy conmigo, porque te proporciona caja;... hay que comprarte cosas porque el cerdo no te lo dan despiezado, ¿me entiendes?. Pero ya es un rito de fiesta, y más cosas que te compramos, a ti o a otro por ser jolgorio: unas sillas de playa y material de camping, por decirte; refrescos y servilletas de papel; mucho pan de pueblo, mucho; chocolate y migas para las meriendas; mucha sal y mucha pimienta; café y castañas para asar, sartenes de la baratas para las castañas o cazos; queso curado, de la tierra, vino joven de Montánchez y embutidos de la zona de Monfragüe; salazón, especias… qué más puedo decirte… ah, sí, agua embotellada: aquí hay agua corriente pero para dar de beber a los animales,…”- sigo tomando notas impulsivamente y no me permito interrumpirle; no puedo evitar que me brillen los ojos, me está redactando todo el lay-out del diseño de tienda y temporada- “… y bebidas alcohólicas para la sangría, ¿que qué lleva la sangría?”. “Todo lo que se le quiera echar”-contesté- “Pues eso, apunta: todo lo que tenga alcohol”- y juntos nos echamos a reír. “Pues eso, que te quiero contar-prosigue- una matanza particular no da dinero: es un gasto, ya ves. El cerdo industrial, sí da ganancias. Tener un guarro, o dos, criarlos en la finca, pues un montón de complicaciones. Al no ser de dehesa y no pastorearlo, o industrial, con mucho pienso, si no de granja, pues le tienes que dar de comer todos los días: tienes que pisar la finca, llueva o reseque, quieras o no. Y luego, los veterinarios, porque todo esto lleva un control y un gasto ¡ah, el matarife, no se me olvide!. Y suma y sigue”- mantiene el silencio por algunos segundos mientras planta su atención en el camino y baja el tono de voz- “Mira, te voy a confesar algo: algunas familias ya ni los crían, los compran directamente y los hacen pasar por suyos para la matanza. O te los dan de guarrapos para que se los críes. Y un cochino criado tiene su precio. Es lo que hay, pagas el capricho y las ganas. Te voy a enseñar los que tengo apalabrados, ya vendidos: el mío lo mataré el último, más allá de San Martín, para no hacerme la competencia a mí mismo, hay que repartirse las fechas y los invitados”.
Manuel detiene el vehículo frente a una casona de campo semidescuidada y aparentemente abandonada. Desciende del vehículo y me alienta a que baje tras sus primeras zancadas en dirección a la casa. "Vamos a dar de beber a los animales"-me grita amablemente. El telón de la niebla ha subido y sobre el escenario de un día como hoy irradia un fresco sol de otoño y olor a campo. “La jornada de matanza- continua Don Manuel- dura de media unos dos días, vamos, un fin de semana completo: ya es en sí un ritual de lujo, como la caza menor; mueve dinero sí, pero ya no en inversiones, como antes, sino en gasto. Ha pasado de ser un fenómeno de subsistencia para afrontar el invierno, pasando por ser una cosa que generaba riqueza a convertirse es un evento social, campestre. Incluso antes se cerraban contratos en las matanzas, sí, sí,... como en los antepalcos de los equipos de primera ahora. Antes los grandes negocios se hacían en el campo- reflexiona con nostalgia- en otoño e invierno, en cacerías y matanzas; ahora en campos de golf y de fútbol: han cambiado unos campos por otros, ¿no te parece?, pero siguen siendo los mismos".
Don Manuel quita hierro a la malicia invitándome a entrar y echar un vistazo a la casa de labranza. Me hace pasar primero y me invita a sentarme. De una vieja nevera carcomida por la humedad saca algo de cerveza en botellines de Mahou verde, un latón de sardinas en aceite, y un poco de lomo y queso acompañado del pan que ya traíamos de madrugada recién hecho. Pan de pueblo. “Prueba este lomo, es de la matanza pasada”- me extiende el brazo.“¿Cuántos cerdos se pueden llegar a sacrificar, aquí en la comarca, durante el otoño y cuántas personas pueden asistir a cada una de las matanzas?- le pregunto mientras sintoniza una emisora regional con música americana de los años cincuenta- “Hombre, yo a ciencia cierta, no sé, pero las trescientas cabezas, caen, sí que caen: sí, de fijo. Cifra exacta, eso lo puede saber la Junta. Y personas, pues te digo, esto es como las bodas, depende de los compromisos que tengas y que la gente quiera venir, porque también es un gasto para los invitados en muchos casos; pero no de menos de cincuenta, niños incluidos”. “No parece mala cifra- le incido- es un target potencial de quince mil personas, la mitad de la población comarcal”.
Pero Don Manuel no parece compartir mi entusiasmo y me replica: “No te hagas tantos números, hijo, eso que quieres hacer en la tienda no te va a durar muchos años: la tradición morirá con los más viejos. Y los huecos que dejan unas tradiciones van siendo usurpados por otras: cómo se llama esa, la de la calabaza con ojos”. Le respondo: “Halloween, Manuel, Halloween”. Mira hacia la tierra y se lamenta de la capacidad que tiene nuestro país de absorber culturas y tradiciones ajenas impuestas por los medios de ocio. No me deja de resultar llamativo viniendo de un hombre cuyo pueblo (junto con sus antepasados) conquistó y evangelizó a gran parte de América. Se lo comento y se echa a reír – “Quizá tengas razón: nosotros también exportamos la nuestra en el siglo XVI. Antes evangelizaba la iglesia y los reyes, y nosotros educábamos a nuestros hijos; y ahora nuestros guías espirituales son la televisión y las modas y los niños nos tienen que enseñar qué es éso de Halloween y cómo manejar un ordenador de esos”.- se muestra melancólico- “Una pena que los abuelos ya no puedan enseñar nada a sus nietos, apenas viejos rituales de sangre, como matar a un puerco”. Le agarro del antebrazo y le consuelo: “Vámonos Manuel, buen hombre, hay que descansar”.
Tarde noche en la dehesa extremeña.
Cae la tarde y con élla la oscuridad de otoño y es tiempo de regresar al pueblo. Ya refresca. Hemos comprovado que los animales que tienen que estar encerrados como los caballos están protegidos. Don Manuel se despide de éllos mientras les habla, les acaricia la frente y les sugiere cosas. Subimos al todoterreno y transitamos el camino inverso al de la madrugada. Durante el trayecto vamos repasando el listado de artículos así como las últimas sugerencias: “No olvides los barreños, algo de leña y carbón para la lumbre, adobo para la carne, pucheros, cucharones, cubos grandes, bolsas de basura grandes; así eléctrico y de ferretería pues los arcones, algunos venderás, seguro; vinotecas, envasadores al vacío, picadoras eléctricas, sopletes para quemar el pelaje del guarro; minifrigoríficos, si tienes alguno barato de estos que quieras rebajar o unos de esos chinos, algunos van a gas o al mechero del coche; eso mejor, aunque aquí ya hay luz corriente en todos los campos; juguetes de playa pa’ los niños, que jueguen con la tierra, que se les compra algo antes de reyes pa’ tenerlos templados y que no molesten mucho durante la faena,…”. Y así hasta que llegamos al lugar de donde me recogió: “Muchas gracias, Don Manuel”- le despedí con una sonrisa y un apretón de manos. “Gracias a ti, hijo - me responde- y recuerda por último, importante: nada de productos del campo, nada de huevos que en las casas de campo los hay frescos de gallinas; ni hortalizas para tu campaña, que te las comes: este año hay excedente hasta de tubérculos. Y dulces, pocos, aquí somos más de salado y migas con chocolate. Pa’ cuatro pasteles, ya nos lo traemos de la pastelería del pueblo que hay que cumplir y dar de comer a todos, eso ná’ pa tu tienda. Y suerte, figura; por cierto, si este año la cosa no os sale bien, pa’l que viene siempre podréis vender gorrinos sueltos por la tienda si os falla tó lo demás. Adiós”.
Moralejas del Lineal: La gente humilde y simple te da lecciones; si las escuchas puedes creer en crear tantos universos comerciales como sean necesarios, la imaginación comercial emerge de las conversaciones y el trato con el pueblo. Muchas veces estamos tan encorsetados en las estructuras estándares de nuestra burocracia comercial que apenas nos damos cuenta de que existen otras personas, otros modos de vida y otras culturas de consumo. En algunas ocasiones los clientes nos piden a gritos productos que necesitan y no distribuimos debido a la desensibilización del día a día, de la sordera institucional y corporativa que nos provoca el escondernos tras nuestros lineales, siempre inalterables, siempre con lo mismo. Es hora de escuchar, de adaptarnos, de romper con los cómodos convencionalismos de lineal y del lay-out. Si queremos estar cerca del cliente, debemos profundizar en sus modos de interpretar la cultura y sus sentimientos. De otro modo, sólo quedaremos para vender gorrinos, eso sí, como dice Manuel, pero sueltos por los pasillos de lineal. Para qué si no va a servir una sala de ventas si nos damos con los gustos y necesidades de nuestros clientes.