Editorial de “LinealCero” con aportaciones de la revista “Mercado” y “Cadena Ser” Radio.
El libro "Bottlemania: How Water Went on Sale and Why We Bought It" de Elizabeth Royte, publicado el pasado año, cuenta la historia del agua potable pública y el proceso que impuso y difundió la compra de agua embotellada en un país, EE.UU., donde, como recalca la autora, "más del 89% del agua corriente supera las regulaciones federales de salud y seguridad, gana casi siempre en pruebas a ciegas frente a aguas de marca y cuesta entre 240 y 10.000 veces menos que el agua envasada. ¿La respuesta? Una combinación de marketing, moda y capitalismo". El título del libro resume el tema, pues su traducción es más o menos así: "Mineralmanía: cómo fue que el agua comenzó a venderse y cómo fue que empezamos a comprarla". ¿Por qué -se pregunta Royte- los estadounidenses gastaron once mil millones de dólares en agua embotellada en 2006 cuando podrían haber consumido el agua perfectamente aceptable que sale de la canalización corriente con una diez milésima parte del costo?. La respuesta inmediata es marketing, marketing y más marketing; pero el tema es más complejo y combina tendencias culturales, económicas, políticas e hidrológicas. Apareció como una moda que se creyó pasajera -"fad" en inglés- y que prendió principalmente entre los yuppies: de pronto era "cool" andar con una botella de Perrier en la mano. Corrían las décadas del setenta y ochenta y en aquel entonces había pequeñas empresas listas para satisfacer y promocionar esa demanda de ser y parecer "chic". Más tarde, la costumbre de pocos se convirtió en moda para millones y fue entonces cuando las grandes multinacionales de la distribución -Nestlé y Coca-Cola, entre otras- se apuntaron para jugar ese partido. Comenzaba un proceso, entonces, que, según la activista, tendría profundas consecuencias económicas y ambientales para los países productores.
El packaging diferencial es una estrategia más para convertir el
producto agua mineral es un elemento de consumo aspiracional.
En 1987, según la documentación aportada por “Bottlemania:…”, los estadounidenses bebían sólo 21,57 litros de agua embotellada por persona anualmente, pero el impacto acumulativo de las campañas publicitarias llevó ese consumo al doble para 1997. PepsiCo., dueña de “Aquafina”, gastó veinte millones de dólares sugiriendo que "los estadounidenses bebieran más agua". En 2006 los norteamericanos consumieron 104,47 litros de agua mineral por habitante lo que en conjunto equivale a un total de mil millones de botellas por semana, dice la autora. En este sentido, cada año la fabricación de las botellas requiere diecisiete millones de barriles de petróleo, amén de la energía que se necesita para su transporte y descarte. El péndulo osciló y el agua envasada pasó a representar un nuevo simbolismo: derroche del dinero de los contribuyentes, desprecio por el agua corriente y peligro ambiental. En su lucha por concienciar al público en general por la reducción del consumo de aguas minerales, Elizabeth Royte aplaude decisiones institucionales más propias de universos burocráticos como los creados bajo la pluma e imaginación de guionistas de series de televisión como la popular “Picket Fences” que dictadas por el sentido común y de mercado. En consonancia, las referencias que cita el propio texto al respecto hablan por sí mismas: ciudades con manantiales en su entorno administrativo que cancelaron contratos millonarios con embotelladoras por temor a perder su espíritu de comunidad; asociaciones gremiales de monjas que imploran al reconocimiento del agua como pilar fundamental de los derechos humanos y espirituales; gravámenes especiales sobre el consumo de agua mineral envasada en algunos condados sensibilizados por la causa naturalista; ONG´s tipo “Save the Water” que evangelizan a puerta fría y domicilio, etc… Sin embargo, y pese a la oposición de minorías concienciadas, el agua comercializada en EE.UU. ya se vende más que la leche y la cerveza y, a razón de las conclusiones del libro, está a punto de convertirse en la bebida más popular del país. Según afirma Royte de un modo tan pasional como quizá desmesurado, todo ello gracias a "un fenómeno social sin parangón, uno de los mayores golpes de marketing de los siglos XX y XXI". Independientemente de lo que la autora norteamericana considere como golpes globales de marketing (acaso sí lo sean históricamente "Coca-Cola", "Nike", "ManU" o "Disney", entre otros, y no tanto “Font Bella”), la pregunta es, aunque ciertamente un tanto capciosa, ¿qué tiene de malo que la gente beba agua comercializada y que otros se ganen la vida embotellándola?. Que el consumo opte por estilos de vida más saludables, como es sustituir bebidas alcohólicas o refrescantes por agua, no debería ser objeto de debate. Sin embargo Phil Woolas, conocido en su país por ser el ministro británico de política medioambiental, abraza el discurso de Royte y considera que se trata de un problema de conciencia moral al tiempo que una fuga de recursos dinerarios que las familias podrían destinar a otros consumos teniendo en cuenta la excelente potabilidad del agua de los países desarrollados. El coste de manutención de infraestructuras de depuración y canalización que implican para las arcas públicas y los contribuyentes ingleses también es esgrimida por el dirigente como una razón más para no hacer consumo irracional de agua mineral.
Cartel protesta donde los activistas defienden
la idea de un mercado con restricciones a la
distribución de agua mineral embotellada.
Al margen de la presunta ostentación o valoración moral que el agua mineral pueda suponer para el think tank ecologista occidental, la mercadotécnica, la distribución y la industria no lo perciben desde una perspectiva tan simplificada y enmarca el debate desde otra óptica. Como mismamente reconoce la autora, se trata de márketing. En efecto: de modo específico, no se trata tanto del qué se vende, sino el cómo y a quién (y de acuerdo a legalidad). Los criterios éticos del mercado sólo son los valores existentes como renovados que defiende la comunidad de la que toma vida. Hacer cargar al mercado y al comercio con la pesada losa de los males del mundo es una decimonónica práctica discursiva que, si con anterioridad al menos sirvió para racionalizar el sector y compensar sus desequilibrios, hoy se muestra carente de toda lógica en una madura sociedad de consumo donde la demanda directa adquiere todo el poder y todo su protagonismo. Como consecuencia, la moral del mercado, tanto del formal como del sumergido, descansa sobre la ética de la demanda, esto es, de los consumidores finales: lo vemos a diario en la venta presencial de música pirata en nuestras calles o en las ediciones capturadas de los lanzamientos editoriales en los países de la región andina. El mercado puede marcar tendencias, detectar nichos, satisfacer y crear necesidades pero no dará salida a productos que no son reclamados indistintamente de su valoración moral por parte de unos colectivos u otros. El mercado no acomete la sociología del Derecho, no es un ente prescriptor de discursos valorativos: es un agente maximizador de targets. De ahí la segmentación como producto del conocimiento del consumo. En conclusión, vender agua mineral implica vender diferenciación, simplemente, y no despilfarro.
El agua mineral ha ido ganando decímetros de lineal en opción
de libre servicio en la totalidad de enseñas de distribución.
Juan Manuel de la Nuez, creativo de la agencia de publicidad "SCPF", en declaraciones para el programa matinal de la Cadena Ser “Hoy por hoy” y en relación a la naturaleza de los productos aspiracionales lo explicaba de un modo conciso: “Nuestro trabajo consiste en generar diferenciación que atraiga una demanda, para que el consumidor tome una decisión hacia una marca o un producto frente a otro”. Y, en este contexto, el agua embotellada diferencia a los que la beben mineral de los que no. Puede que el agua corriente sea incluso tan saludable como la comercial como defienden los seguidores de Royte, pero no alcanza a diferenciar estilos de vida. “Hoy en día, la mercadotecnia ha tenido que evolucionar, porque realmente existen muchos productos; entonces la diferenciación ya no está en el hecho de que sea más saludable o no: la diferenciación está en otros valores. Lo que intentamos en la mercadotecnia es crear algún tipo de elemento emocional o significación de estilo de vida que es lo que nos ayuda a distinguir una marca de otra y que, por extensión, es lo que le hace mucho más atractiva y diferencial frente a otros productos; es un trabajo mucho más de rastreo o diseño de estilos de vida y tipologías de marca que de recalcar sus beneficios racionales o funcionales. Las diferencias racionales no son las determinantes de cara a su salida comercial, sino el identificar estilos de vida y potenciarlos, adquirir un compromiso icónico con el consumidor final”. Nos expone un ejemplo estándar: la Coca-Cola Light. “La gran mayoría de los consumidores estadounidenses de Coca-Cola Diet, que es la denominación comercial que el producto recibe en norteamérica, no lo es por su características dietéticas, sino por su sabor y por lo que simboliza de estilo de vida diferencial que implica con respecto a los demás. Que tenga unas características diferentes no se acentúa en los aspectos dietéticos, sino que su simbolización se ha liberado de su filosofía comercial inicial que le dio origen y se traslada a un efecto social y psicológico de diferenciación”. Y concluye: “Diet Coke nació como producto dietético, pero hoy no se acentúa ese aspecto publicitario; desde un punto de vista mercadotécnico no es un estilo de vida light lo que representa el producto, sino un estilo de vida diferente. Se trata de buscar la diferenciación, los valores añadidos, más sociales, más emocionales, más próximos al consumidor, especialmentente icónicos". Con el agua envasada ocurre exactamente lo mismo.
La complejización del marketing invita a nuestros clientes a consumir
no tanto el producto objetivo sino el estilo de vida que se proyecta sobre él.
Cuestionar la distribución, venta y consumo de agua mineral por el mero hecho de que este artículo se comporte como un producto aspiracional en su demanda, tal y como sostiene Royte, no es sólo quebrantar de fondo la propia libertad de mercado, sino los principios antropológicos del comercio mismo; y, lo que es más preocupante, la libertad de elección de los consumidores. Orientar los focos de la escena pública sobre la regulación y la comercialización de producto tan proclive a la sensibilización social y al debate arduo como es el agua nos llevaría irremediablemente a establecer la misma lógica y comparación comprometida con otros productos o servicios de similar naturaleza (¿por qué una universidad privada, o autopistas, si ya las administraciones nos proveen de ambas?, ¿deberíamos poner sobre el alambre el uso y disfrute de piscinas tanto públicas como privadas por ser un despilfarro de recursos hídricos?). Que las estrategias de marketing incrementan el consumo de algunos recursos que pueden ser considerados como limitados, tal y como afirma autora norteamericana, no es refutable. Pero no es menos cierto que las tendencias diseñadas por los creativos no crean la demanda per se, sino que necesita de la complicidad de los compradores finales o de sus necesidades. La necesidad crea la tendencia tanto como la tendencia da origen a la necesidad: ambas interactúan y se retroalimentan para definir la respuesta comercial. Por ende, el mercado tampoco se puede separar de los nuevos valores, pero mucho menos de las preferencias de consumo de las que depende su actividad. Quizá el espíritu crítico neosecular no ha llegado comprender que el recurso más escaso y deseado no sea necesariamente el agua. Ni tan siquiera el tiempo, o el espacio. Ni tampoco la energía o el Capital. El recurso más escaso, sin duda alguna, es la felicidad. Y el mercado la facilita a pequeñas dosis cuando la mercadotecnia diseña productos que se identifican con los sueños y las ilusiones de nuestros clientes. Quizás esa pequeña felicidad sea algo tan simple como una botella de agua mineral, o por qué no, una “Coca-Cola Light” con la que pueda sentirse identificado una persona. No tomemos como rehenes a los fabricantes o los tenderos que proporcionan esos pequeños placeres a las personas, con objeto de oponernos al mercado. No somos el diablo (quizá estemos, insospechadamente, más cerca de Dios).