lunes, 1 de septiembre de 2014

Marketing de la estética, marketing de la deformidad.


Lo feo o lo deforme, la tara o lo defectuoso, no gusta. Y mucho menos a la hora de adquirir un artículo. Si nos topamos con alguno que presente alguna deformidad, lo rechazamos. Por el contrario, abrazamos todo producto bien adornado. Estamos incluso dispuestos a pagar más por éllos. Aunque su coste no represente su precio de equilibrio en el mercado. Bienvenidos al marketing de la estética y de la deformidad. 

Víctor G. Pulido para "LinealCero". En Mérida a día 1 de septiembre de 2014.







La diferencia entre un vaso limpio y otro que no lo está no es tan sólo de higiene. Lo es de percepción. La suciedad de un vaso determina también su rechazo por una cuestión de armonía estética. Un sentido éste, el de la estética, o el de la percepción de la sublimidad visual de un objeto, inherentemente humano. Esta singularidad innata que padecemos, a la hora de vender o de llevar a cabo el diseño industrial de un producto, también cuenta. Quizás, eso sí, del modo relativo en cómo la concebimos cada cual, pero cuenta. Me explico. Se puede llegar a vender aún un viejo libro y de pastas desgastadas de literatura de serie B en un mercadillo dominical de segunda mano. Puede ser una novela de vaqueros en el mercado de las Pulgas de Santiago de Chile o una narrativa de Corín Tellado en El Rastro madrileño (sentido de la estética vintage o revival). Incluso se puede encontrar una salida en el mercado a un desarropado y algo rallado vinilo de los Rolling Stones, con su portada resquebrajada desde las puntas hasta su eje, con el añadido además de haber ido deambulando durante días por un enorme almacén de Amazon. En este último caso respondería a una estética fetichista del producto, pues ha perdido su valor de coleccionismo. Y se puede, por supuesto, comprar también un viejo o nuevo producto sin más simplemente porque nos gusta. Pero con toda seguridad algunos de estos objetos postergados no tendrán más valor en el mercado que un bote precintado de pintura o, pudiera ser, una lata de conservas de frutas sobre un lineal de supermercado. Incluso aunque ese bote o esta lata se encuentren ligeramente abollados. Sin embargo, en condiciones de mercado normalizadas, al contrario de los objetos desgastados, jamás venderás un sólo bote de pintura o una lata de conservas que muestre algún ligero defecto externo o daño en la etiqueta: no importa que su interior o contenido estén en perfecto estado. No responde a ningún sentido particularizado de estética -sino de todo su contrario-, no disfrutan de elasticidad en su precio y ningún cliente deseará quedarse con él.



Salvo por motivo de distracción, no es habitual que un cliente 
adquiera un producto con tara logística o de manipulación.


Queda claro que somos animales icónicos. Nos gustan las proporciones euclídeas, exactas o estandarizadas. Lo que no admite nuestro sentido mórfico es la deformidad. Aquella que vulnera todas las leyes metafísicas ocultas en la contemplación humana de las formas geométricas puras o, en nuestra sociedad de consumo, la de sus simétricas volumetrías o impolutas morfologías industriales. Lo feo o lo deforme, la tara o lo defectuoso, no gusta. El ser humano, incluso bajo condiciones relativas de necesidad, mantiene hipertrofiado por exceso su sentido de la percepción estética. Al mínimo defecto o desarmonía, desestima un producto, le proyecta atributos materiales que no sufre relacionados con su propio malestar, deterioro o caducidad. Y en esta injusta percepción de su sentido de la estética, como si una alarma sensitiva fuere, lo previene como norma inconsciente de seguridad.


Para los "tenderos" esto nos supone un problema. Hasta tal punto que incluso el viejo marketing clásico ya intentó enmendar esta cuestión: “¿Cómo dar salida a los productos que han sufrido algún tipo de daño logístico?”. Se intentó de todo y se consultó a todo quien pudiera arrojar luz sobre esta cuestión. Se puede adivinar además la primera solución racional que llegue a tu mente. Lo estás pensando. Pero no. Dará lo mismo cuánto rebajes cualquier continente o artículo que, viéndose alterado de su contorno o de su formato original, no corresponda al canon asumido por un cliente. Para hacerlo más atractivo a los ojos del consumidor, la variable aplicada del precio reducido o de liquidación, no surtirá ningún efecto. Si tu packaging está dañado, en condiciones regulares de suministro no se venderá. Y de esta suerte pasará a formar parte de los miles de productos que diariamente se devuelven al proveedor, se subastan a contenedor cerrado, o se destruyen por este motivo. Así de simple.



Los japoneses son los consumidores más exigentes a la hora 
de valorar la perfecta estética y presentación de un producto. 


Pero si un consumidor no estaría ni tan siquiera dispuesto a pagar menos por un producto cuya etiqueta, envase o embalaje esté superficialmente dañado, no es menos cierta toda su lógica inversa de percepción: en condiciones de bienestar o abundancia, también relativa, al cliente no le importa incluso pagar más por un mismo producto. Siempre que éste esté mejor presentado. En una ocasión, cuando trabajaba para una campaña para un hipermercado mayorista, pedimos a una serie de clientes presentes en la sala de ventas que, de forma voluntaria y espontánea, se prestaran para una prueba controlada de elección de producto. Sólo tendrían que elegir de modo simulado entre un producto concreto a intervalos de diferentes precios y no les llevaría mucho tiempo. Para implicarlos como sujetos de estudio, a cambio de su colaboración percibirían un importante descuento. Con la precaución de evitar el sesgo de conveniencia, no se les informó de las condiciones del mismo o cómo podrían disfrutarlo: persiguiendo evaluar el grado de predisponibilidad honesta de los participantes, sólo los que colaboraran podrían llegar a saberlo tras realizar el test de producto. A los que aceptaron se les guardó el carrito y se les invitó amablemente a subir a una sala del área de oficinas. Una vez dentro se les mostró un mismo conjunto de productos alimenticios insertos en tres lotes con tres presentaciones-embalajes diferentes: A, B y C. A sabiendas todos éllos que los productos que contenían los lotes eran los mismos (marca, producto, peso y calidad y de esto sí fueron debidamente informados con antelación y era claramente visible) y que sólo difería el diseño del envase-embalaje y el precio escalonado, el 80% aseguró que se decantaría por el lote de mayor cuantía tan sólo por el hecho de estar mejor presentado en relación a su coste. Los lotes menos aspiracionales (B y A, respectivamente: menor precio, presentación más sencilla), obtuvieron menos valoración. De este modo encontramos indicios de asociación de intencionalidad de compra por presentación de producto.



Los test de presentación de producto son ya parte 
esencial de la investigación de salas de ventas.


Pero, ¿qué fue del descuento?. Cuando finalizaron, tal y cómo se les prometió, la tienda les hizo entrega de un vale asociado a su código de tarjeta pass de cliente. Esta recompensa -el descuento-estaba destinada a la compra de cualquiera de los productos y cantidades que podrían adquirir sin límites durante un sólo mes en una sección de temporada alta en márgenes altos: juguetería. Pero con un único condicionante extra añadido: sólo podrían hacer uso del descuento si al pasar por caja en la primera de sus compras de juguetes, éstos iban acompañados de la adquisición de cualquiera de los lotes que habían presenciado durante el test de elección, indistintamente de cuál de ellos decidieran libremente llevarse a casa. Se trataba de una prueba de control, de establecer la conexión real entre opinión de elección (test) y decisión de consumo efectiva (compra). La mayoría de las correlaciones entre opinión y elección de lotes de los sujetos estudiados coincidieron: los clientes fueron, por norma general, consecuentes con lo que habían asegurado en el test. Esto supuso poder elevar artificialmente el precio de un producto en función de su presentación estética. Lo bonito vende y deja más margen. Cuestión de estética. Neuromarketing, que llaman ahora.



El daño logístico no puede tender a cero. Pero el estudio de las preferencias 
del consumidor y su percepción estética del producto sí pueden investigarse.

Sin embargo, llegados a estas conclusiones, todavía queda un cabo por atar, lo sé. Os preguntareis: si los productos que tienen mejor presentación tienden a maximizar los beneficios de su venta por unidad de coste, ¿qué sucede con todos aquéllos que sufren daño logístico, aquéllos que no se pueden vender por su deformidad accidental y que por tanto incurren en pérdida o margen negativo?, ¿se compensan unos por otros?. Sería lo lógico, pero no, la cosa no funciona así. Si procediéramos de tal modo, el marketing y la contabilidad entrarían en bucle, en tensiones de confrontación operativa. No puede propiciarse la solidaridad contable entre productos porque afectaría al ecosistema de fijación de precios de la tienda. Y dado que tampoco la mercadotecnia moderna, al igual que la ya clásica, pudo encontrar una solución a la salida por caja de productos cuyo packaging nos muestra algún tipo de deterioro (la publicidad dibuja en nuestra retina el contorno del producto, todo lo que sea ir en contra de esa lógica en el lineal es dañar la imagen de su marca y la de la propia tienda) el problema de la asunción de los costes derivados del daño logístico pasó de los departamentos de marketing a los de contabilidad. ¿Qué quiere decir que el problema se trasladó de sitio?. Pues eso precisamente, que el problema pasó a ser de otros, de todos nosotros: recuerda que cada vez que compres algo estás soportando una tasa imperceptible, promedia, centesimal o algorítmica que el fabricante o tendero incluye en el precio final del artículo y que va destinada a sufragar la pérdida de todos aquellos productos que no tienen una salida digna. Este sería el llamado coste diferido de la percepción estética y que asume y se transmite al cliente incrustado el precio final del producto. De un modo u otro, siempre terminamos pagando por la presencia estética de un producto en la tienda, ya sea ésta convencional o aspiracional. Retirar del mercado la fealdad tiene un precio y a pequeña escala de daño logístico, la solidaridad de costes se difiere al cliente. O dicho de otro modo: lo que nadie quiere, lo pagamos entre todos aquellos que consumimos un mismo producto.  



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