Lo feo o lo deforme, la tara o lo defectuoso, no gusta. Y mucho menos a la hora de adquirir un artículo. Si nos topamos con alguno que presente alguna deformidad, lo rechazamos. Por el contrario, abrazamos todo producto bien adornado. Estamos incluso dispuestos a pagar más por éllos. Aunque su coste no represente su precio de equilibrio en el mercado. Bienvenidos al marketing de la estética y de la deformidad.
Víctor G. Pulido para "LinealCero". En Mérida a día 1 de septiembre de 2014.
La
diferencia entre un vaso limpio y otro que no lo está no es tan sólo de higiene. Lo es
de percepción. La suciedad de un vaso determina también su rechazo por una
cuestión de armonía estética. Un sentido éste, el de la estética, o el de la
percepción de la sublimidad visual de un objeto, inherentemente humano. Esta
singularidad innata que padecemos, a la hora de vender o de llevar a cabo el diseño
industrial de un producto, también cuenta. Quizás, eso sí, del modo relativo en
cómo la concebimos cada cual, pero cuenta. Me explico. Se puede llegar a vender
aún un viejo libro y de pastas desgastadas de literatura de serie B en un
mercadillo dominical de segunda mano. Puede ser una novela de vaqueros en el mercado
de las Pulgas de Santiago de Chile o una narrativa de Corín Tellado en El Rastro madrileño (sentido de la
estética vintage o revival). Incluso se puede encontrar una
salida en el mercado a un desarropado y algo rallado vinilo de los Rolling Stones, con su portada
resquebrajada desde las puntas hasta su eje, con el añadido además de haber ido
deambulando durante días por un enorme almacén de Amazon. En este último caso
respondería a una estética fetichista
del producto, pues ha perdido su valor de coleccionismo. Y se puede, por supuesto, comprar también un viejo o nuevo producto sin más simplemente porque nos gusta. Pero con toda seguridad algunos de estos
objetos postergados no tendrán más valor en el mercado que un bote
precintado de pintura o, pudiera ser, una lata de conservas de frutas sobre un lineal de
supermercado. Incluso aunque ese bote o esta lata se encuentren ligeramente
abollados. Sin embargo, en condiciones de mercado normalizadas, al contrario de los
objetos desgastados, jamás venderás un sólo bote de pintura o una lata de
conservas que muestre algún ligero defecto externo o daño en la etiqueta: no
importa que su interior o contenido estén en perfecto estado. No responde a
ningún sentido particularizado de estética -sino de todo su contrario-, no disfrutan de elasticidad en su precio y ningún
cliente deseará quedarse con él.
Salvo por motivo de distracción, no es habitual que un cliente
adquiera un producto con tara logística o de manipulación.
Queda claro que somos
animales icónicos. Nos gustan las proporciones euclídeas, exactas o estandarizadas. Lo
que no admite nuestro sentido mórfico es la deformidad. Aquella que vulnera
todas las leyes metafísicas ocultas en la contemplación humana de las formas
geométricas puras o, en nuestra sociedad de consumo, la de sus simétricas
volumetrías o impolutas morfologías industriales. Lo feo o lo deforme, la tara
o lo defectuoso, no gusta. El ser
humano, incluso bajo condiciones relativas de necesidad, mantiene hipertrofiado
por exceso su sentido de la percepción estética. Al mínimo defecto o
desarmonía, desestima un producto, le proyecta atributos materiales que no sufre relacionados con su propio malestar, deterioro o caducidad. Y en esta injusta percepción de su sentido de la estética, como si una alarma sensitiva fuere, lo previene como norma inconsciente de seguridad.
Para los "tenderos" esto nos supone un problema. Hasta tal punto que incluso el
viejo marketing clásico ya intentó enmendar esta cuestión: “¿Cómo dar salida a los productos que han sufrido algún tipo de daño
logístico?”. Se intentó de todo y se consultó a todo quien pudiera arrojar luz sobre esta cuestión. Se puede adivinar además la primera
solución racional que llegue a tu mente. Lo estás pensando. Pero no. Dará lo
mismo cuánto rebajes cualquier continente o artículo que, viéndose alterado de
su contorno o de su formato original, no corresponda al canon asumido por un
cliente. Para hacerlo más atractivo a los ojos del consumidor, la variable
aplicada del precio reducido o de liquidación, no surtirá ningún efecto. Si tu packaging está dañado, en condiciones regulares de suministro no se venderá. Y de esta suerte pasará a
formar parte de los miles de productos que diariamente se devuelven al proveedor,
se subastan a contenedor cerrado, o
se destruyen por este motivo. Así de simple.
Los japoneses son los consumidores más exigentes a la hora
de valorar la perfecta estética y presentación de un producto.
Pero
si un consumidor no estaría ni tan siquiera dispuesto a pagar menos por un
producto cuya etiqueta, envase o embalaje esté superficialmente dañado, no es menos
cierta toda su lógica inversa de percepción: en condiciones de bienestar o abundancia,
también relativa, al cliente no le importa incluso pagar más por un mismo
producto. Siempre que éste esté mejor presentado. En una ocasión, cuando
trabajaba para una campaña para un hipermercado mayorista, pedimos a una serie
de clientes presentes en la sala de ventas que, de forma voluntaria y espontánea,
se prestaran para una prueba controlada de elección de producto. Sólo tendrían
que elegir de modo simulado entre un producto concreto a intervalos de
diferentes precios y no les llevaría mucho tiempo. Para implicarlos como sujetos de estudio, a cambio de su
colaboración percibirían un importante descuento. Con la precaución de evitar el sesgo de
conveniencia, no se les informó de las condiciones del mismo o cómo podrían
disfrutarlo: persiguiendo evaluar el grado de predisponibilidad honesta de los
participantes, sólo los que colaboraran podrían llegar a saberlo tras realizar
el test de producto. A los que aceptaron se les guardó el carrito y se les
invitó amablemente a subir a una sala del área de oficinas. Una vez dentro se
les mostró un mismo conjunto de productos alimenticios insertos en tres lotes con tres presentaciones-embalajes diferentes: A, B y C. A sabiendas todos éllos que los productos que contenían los lotes eran los mismos (marca, producto, peso y calidad y de esto sí fueron
debidamente informados con antelación y era claramente visible) y que sólo
difería el diseño del envase-embalaje y el precio escalonado, el 80% aseguró que se decantaría por
el lote de mayor cuantía tan sólo por el hecho de estar mejor presentado en relación a su coste. Los
lotes menos aspiracionales (B y A,
respectivamente: menor precio, presentación más sencilla), obtuvieron menos valoración. De este modo encontramos indicios
de asociación de intencionalidad de compra por presentación de producto.
Los test de presentación de producto son ya parte
esencial de la investigación de salas de ventas.
Pero,
¿qué fue del descuento?. Cuando finalizaron, tal y cómo se les prometió, la
tienda les hizo entrega de un vale asociado a su código de tarjeta pass de cliente. Esta recompensa -el descuento-estaba destinada a la compra de cualquiera de
los productos y cantidades que podrían adquirir sin límites durante un sólo mes en una sección de
temporada alta en márgenes altos: juguetería. Pero con un único condicionante extra añadido:
sólo podrían hacer uso del descuento si al pasar por caja en la primera de sus compras de juguetes, éstos iban acompañados de la adquisición de cualquiera de los lotes que habían presenciado durante el test de elección, indistintamente de cuál de ellos decidieran libremente llevarse a casa. Se trataba de una prueba de control, de establecer la
conexión real entre opinión de elección (test) y decisión de consumo efectiva
(compra). La mayoría de las correlaciones entre opinión y elección de lotes de
los sujetos estudiados coincidieron: los clientes fueron, por norma general, consecuentes con lo
que habían asegurado en el test. Esto supuso poder elevar artificialmente el precio
de un producto en función de su presentación estética. Lo bonito vende y deja
más margen. Cuestión de estética. Neuromarketing, que llaman ahora.
El daño logístico no puede tender a cero. Pero el estudio de las preferencias
del consumidor y su percepción estética del producto sí pueden investigarse.
Sin
embargo, llegados a estas conclusiones, todavía queda un cabo por atar, lo
sé. Os preguntareis: si los productos que tienen mejor presentación tienden a
maximizar los beneficios de su venta por unidad de coste, ¿qué sucede con todos
aquéllos que sufren daño logístico, aquéllos que no se pueden vender por su deformidad accidental y que por tanto incurren en pérdida o margen negativo?, ¿se
compensan unos por otros?. Sería lo lógico, pero no, la cosa no funciona así. Si procediéramos de tal modo, el marketing y la contabilidad entrarían en bucle, en tensiones de confrontación operativa. No puede propiciarse la solidaridad contable entre productos porque afectaría al ecosistema de fijación de precios de la tienda. Y dado que tampoco la mercadotecnia moderna, al igual que la ya clásica, pudo
encontrar una solución a la salida por caja de productos cuyo packaging nos muestra algún tipo de deterioro (la
publicidad dibuja en nuestra retina el contorno del producto, todo lo que sea
ir en contra de esa lógica en el lineal es dañar la imagen de su marca y la de
la propia tienda) el problema de la asunción de los costes derivados del daño
logístico pasó de los departamentos de marketing a los de contabilidad. ¿Qué quiere decir que el problema se
trasladó de sitio?. Pues eso precisamente, que el problema pasó a ser de otros, de todos nosotros: recuerda que cada vez que compres algo estás soportando una
tasa imperceptible, promedia, centesimal o algorítmica que el fabricante o
tendero incluye en el precio final del artículo y que va destinada a sufragar
la pérdida de todos aquellos productos que no tienen una salida digna. Este sería
el llamado coste diferido de la
percepción estética y que asume y se transmite al cliente incrustado el precio
final del producto. De un modo u otro, siempre terminamos pagando por la
presencia estética de un producto en la tienda, ya sea ésta convencional o aspiracional. Retirar del mercado la fealdad tiene un precio y a pequeña escala de daño logístico, la solidaridad de costes se difiere al cliente. O dicho de otro modo: lo que nadie quiere, lo pagamos entre todos aquellos que consumimos un mismo producto.
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