martes, 31 de enero de 2012

El coste emocional (II): la experiencia Amazon.

Las grandes metrópolis implican para sus ciudadanos un menor poder adquisitivo pero una mayor concentración de ventanas de oportunidad. La decisión de residir o no en ellas depende de decisiones racionales, entre las cuales se encuentran las emocionales.

Víctor G. Pulido. En SeePark Resort, Kirchheim, a martes día 24 de febrero de 2012.


Y esta segunda parte para Inma, para que se reponga del fallecimiento de su madre y regrese.
 
 


Mientras el verano llegaba a su fin y Harford trataba denodadamente de convencerme del hecho de que para las gentes querer vivir en las grandes ciudades a pesar de ser más costoso se considera una decisión racionalmente acertada por todo lo que se tiene de ventajoso, la filial alemana del grupo de distribución detallista “Amazon” orquestaba la idea poner en práctica un pequeño programa pionero que tenía como objetivo tantear y probar la experiencia de traer españoles para que trabajasen en su tienda-almacén. Precedidos de nuestra fama de esforzados trabajadores, como seguramente ya lo fueran antaño para el corazón de Europa nuestros padres o abuelos, no desacertó en absoluto “amazon.de”. La iniciativa resultó una oportunidad para todos, pero sobre todo un éxito estratégico para la enseña. Por lo que se me ocurrió, ya una vez estando aquí, considerar si sería una buena ocasión para ver hasta qué punto las ideas de Harford se podía intrapolar para mi particular caso… o mejor si las de Gross se podrían extrapolar e ir más allá de lo local asumiendo que las dinámicas economías del algunos países, al igual que la de algunas grandes ciudades, y a pesar de implicar un mayor coste real y nominal, evidencian un mayor poder de convocatoria por lo que de ellos se puede aprehender. Intentado averiguar las motivaciones por las cuales mis compañeros habían decidido embarcarse en esta aventura al margen de poder ganar algo de dinero (como puedan ser aprender el idioma, cotizar y ahorrar, viajar y conocer, la formación laboral, el prestigio de la enseña, poder pagar la hipoteca, vivir una experiencia vital, etc), me tropecé al breve tiempo con la respuesta cruzada del porqué habían decidido repentinamente regresar a España algunos de ellos.

Entre los motivos a decisiones ajenas barajé todo tipo de hipótesis valorables en su conjunto: decididamente la cultura gastronómica alemana no es de las que reconcilian cuñados entorno a una misma mesa, perfecto; también es cierto que su sol es una leyenda urbana, al menos en invierno; y vale que el transporte público tenga precios como para ordenar dar candela a todos focos de Gotham City. Lamentablemente, su inglés hablado bien parece que tuviera pasaporte chino: correcto, de acuerdo con todo lo relatado. También en que, por supuesto, ellos no estén todo el día de fiesta en fiesta y que éstas acaben a las tres de la madrugada en el mejor de los casos (ninguna cultura es perfecta). Y, ya puestos, hasta cierto punto objetable que tu farmacéutico alemán ponga algunas más que razonables pegas a lo que en nuestro país sea despacho libre y a granel de medicamentos legislados. Pero por otra parte y para ser justos, Alemania no es que sea un país especialmente caro- salvo Frankfurt y Munich- respecto a lo que nos tiene acostumbrado la España: los precios de las viviendas o sus alquileres son ligeramente inferiores, los servicios sanitarios son buenos y asequibles y las ayudas y transferencias públicas son universales. Además, a pesar de su tenue luz, las estaciones frías-al menos este año- no han fustigado los termómetros, hay oportunidades para todos, el trabajo no es excesivamente duro y lo mejor de todo es su cerveza (motivo este último más que suficiente para tomarse en serio esta geografía). Por contra en toda la península ibérica, sus archipiélagos y países vecinos el empleo no es que sea su fuerte, de los impuestos ya ni hablamos y acaso se eche de menos para el caso español su partido en emisión abierta de los sábados (la Liga, que aquí es de pay per view). Sopesando uno y otro lado de la balanza, cuesta entender que, a pesar de todo, unos pocos hayan decidido regresar a casa abocándose, dada la difícil situación económica patria, a un seguro desempleo.


Algunas ciudades, como el DF, amplian su perímetro urbano en cuestión de semanas.

Entre los motivos a decisiones ajenas barajé todo tipo de hipótesis valorables en su conjunto: decididamente la cultura gastronómica alemana no es de las que reconcilian cuñados entorno a una misma mesa, perfecto; también es cierto que su sol es una leyenda urbana, al menos en invierno; y vale que el transporte público tenga precios como para mandar dar candela a todos focos de Gotham City. Lamentablemente, su inglés hablado bien parece que tuviera pasaporte chino: correcto, de acuerdo con todo lo relatado. También en que, por supuesto, ellos no estén todo el día de fiesta en fiesta y que éstas acaben a las tres de la madrugada en el mejor de los casos (ninguna cultura es perfecta). Y, ya puestos, hasta cierto punto objetable que tu farmacéutico alemán ponga algunas más que razonables pegas a lo que en nuestro país sea despacho libre y a granel de medicamentos legislados. Pero por otra parte y para ser justos, Alemania no es que sea un país especialmente caro- salvo Frankfurt y Munich- respecto a lo que nos tiene acostumbrado la España: los precios de las viviendas o sus alquileres son ligeramente inferiores, los servicios sanitarios son buenos y asequibles y las ayudas y transferencias públicas son universales. Además, a pesar de su tenue luz, las estaciones frías-al menos este año- no han fustigado los termómetros, hay oportunidades para todos, el trabajo no es excesivamente duro y lo mejor de todo es su cerveza (motivo este último más que suficiente para tomarse en serio esta geografía). Por contra en toda la península ibérica, sus archipiélagos y países vecinos el empleo no es que sea su fuerte, de los impuestos ya ni hablamos y acaso se eche de menos para el caso español su partido en emisión abierta de los sábados (la Liga, que aquí es de pay per view). Sopesando uno y otro lado de la balanza, cuesta entender que, a pesar de todo, unos pocos hayan decidido regresar a casa abocándose, dada la difícil situación económica patria, a un seguro desempleo.


Tim Harford, uno de los más influyentes divulgadores actuales socioeconómicos.

Esto me planteó ciertos conflictos con las ideas del “efecto llamada de las megalópolis”, puesto que, retomando a Harford y a alguno que otro para para él este comportamiento, como vimos en el anterior post, no tendría explicación racional alguna sobre todo tratándose de personas jóvenes e impregnadas de una cultura de globalización. Él argumenta en su favor que existen a día de hoy y casi desde la alta Edad Media y desde la eclosión de la Liga Hanseática determinantes e intrincadas decisiones racionales que motivan a las personas a permanecer en las grandes ciudades (o, como vemos, fuertes países). En definitiva, nos dice que esto debería ser así, recordemos, porque en las ciudades (o si se prefiere como es mi caso extensivo, insisto, en los países de referencia) existen mayores ventanas de oportunidad que implican un mayor banco de conocimientos y posibilidades que en una comunidad cerrada. Es cierto como cita Harford que, por enumerar algunos aspectos, una ciudad brinda la ocasión de conocer a más mujeres (o hombres), obtener o cambiar con mayor facilidad a un mejor empleo o bien disfrutar de un verdadero concierto de una banda internacional de rock: las ciudades, en efecto, son más dinámicas. Pero aun así y teniendo en cuenta algunos de estos beneficios, el economista británico no acierta a describir el rechazo de algunos conjuntos poblaciones a estas sinergias, no da con la “piedra de toque” de por qué se han marchado algunos de mis compañeros o de la huída residencial muy característica de ciudades europeas tan dispares como Madrid, Ámsterdam, Londres, Liverpool o Moscú, por citar las más castigadas. Ni siquiera lo achaca a un mayor coste económico como factor explicativo: simplemente es “no racional”. Harford alcanza a decir, sin más, que puede que “la ciudad no sea para todos”: de hecho reconoce que muchos profesionales o personal técnico utilizan premeditadamente las grandes urbes como plataforma para relanzar posteriormente sus profesiones o proyectos de vida en poblaciones medianas manteniendo luego el poder adquisitivo, o al menos aproximado, de las ciudades. Al fin y al cabo “lo valen” porque demuestran ser transmisores a sus respectivas culturas locales de ese pathos o conocimiento urbano que sólo se puede adquirir en las grandes manzanas.

Pero quitando esto y manteniéndose en sus treces, sin embargo, nada nos revela acerca de la constante histórica del rechazo a la movilidad geográfica, de ese deseo que se manifiesta en muchos y desde siempre en pertenecer, sin maquinación alguna, allí donde se organizan sus redes familiares y culturales de adscripción. El mejor encofrador de edificaciones o el más reconocido especialista en cirugía coronaria, como nos dice Tim, debería estar allí donde reside la innovación, ese intangible invisible. Deberían, desde luego: al menos así lo dicta la lógica de Adam Smith. O no tiene por qué. Puede que no estén en Río elevando los más evolucionados estadios o, en el caso del médico, impartiendo conferencias magistrales en los prestigiosos centros clínicos de Barcelona, sino en su pueblo de toda la vida o un hospital de la red provincial, por supuesto. ¿Eso quiere decir que la gente que se marcha de las megalópolis o de las economías fuertemente desarrolladas eludiendo sus inconvenientes y soslayando su valor añadido es menos inteligente o toma decisiones menos racionales?. Decididamente creo que no: tanta gente no puede ser tan estúpida. El factor explicativo ha de ser algún tipo de coste no determinado, sublimizado, no perceptible, un coste de oportunidad que nada tenga que ver con el dinero ni con la subsistencia ni de nada que pueda materializar ambas cosas.


Sin duda este coste real debe responder en algunas personas a un sentido más orientado a lo etnológico, al permanecer próximos al lugar donde pertenecemos, en consonancia a unos valores y un acervo local compartidos; en definitiva, a dar rienda a nuestro instinto de pertenencia a una naturaleza que nos es propia. Y puesto que no todos los individuos manifiestan esta necesidad de apego, algunos prefieren probar suerte en aquellos lugares a los que no pertenecen. Y qué mejor sitio, en efecto, que las grandes ciudades. Por lo tanto, no existen densidades urbanas donde el hombre se encuentre así mismo por caminos más versados o correctos, sino modos diferentes de aproximarnos a nuestra realidad. No olvidemos que el ser humano es un ser emocional, y por lo tanto, para él, los sentimientos son un raciocinio.

sábado, 14 de enero de 2012

El coste emocional (I).

Las grandes metrópolis implican para sus ciudadanos un menor poder adquisitivo pero una mayor concentración de ventanas de oportunidad. La decisión de residir o no en ellas depende de decisiones racionales, entre las cuales se encuentran las emocionales.

Víctor G. Pulido. En SeePark Resort, Kirchheim, a martes día 10 de enero de 2012.


Dedicado a Sara, para que soporte el coste emocinal de estar lejos de su madre.



Se sabe que el dólar no posee el mismo valor en Nueva York que en cualquier otro lugar del mundo según el cual se emplee como medio de cambio. En la ciudad de los rascacielos la unidad monetaria norteamericana está simplemente devaluada. Para que nos entendamos: millones de neoyorquinos tienen que trabajar más para poder acceder a los mismos recursos de mercado, al margen de su calidad, que cualquier otro residente en territorio USA. Al menos eso es lo que asegura Daniel Gross tras estudiar los diferentes parámetros de coste-valor en la Gran Manzana en comparación con otras ciudades estadounidenses. Basado en el aún poco conocido “Índice VNYD” (Value of New York Dollar Index), algo así como una especie de “Índice Big Mac” monetario local, Gross determina que algunos costes a ambos lados del Río Hudson se elevan por encima de su media nacional. Efectivamente, los precios reflejados por el mercado inmobiliario de esta celuloide urbe son, sin duda, superiores respecto a otras ciudades americanas donde el salario medio real es idéntico o similar. Y la cesta de la compra, el transporte o los impuestos municipales, no le van a la zaga: para más pesar, resultan para el newyorker los más elevados de todo el nuevo continente. Para hacernos una idea numérica de todo ello, Gross cotiza el dólar neoyorkino a un valor real de poder de adquisición que equivaldría a unos sesenta y un centavos de dólar americano. En definitiva: el coste de la vida allí es mucho más caro para sus residentes que para los mismos que habiten en cualquier otro rincón del planeta.


  Según Harford, el verdadero poder de compra de un neoyorquino medio es aproximadamente ¾ partes de su valor nominal de salario.
En la estela, Ed Glaeser va más allá y sostiene que de este particular fenómeno inflacionista asociado a lo local no escapa nadie, no es sólo propio de la NYC, sino que responde a un patrón universal de tendencia. La conclusión desemboca en la ley según la cual los grandes núcleos metropolitanos, indistintamente que sean el D.F. o Moscú, da igual que se trate de L.A. o El Cairo, Londres o Johannesburgo, devalúan el poder adquisitivo de los salarios medios y bajos para un mismo nivel de capacidad de renta disponible en comparación con ciudades vecinas de menor densidad urbana (Monterey, San Petersburgo, San Francisco, etc). Y éstas a su vez replican el mismo fenómeno con respecto a ciudades de densidad media próximas y así sucesivamente hasta estancarse en los municipios de tamaño medio-inferior. Ello se debe a que la actividad económica tiende a concentrarse en los nodos sinérgicos, ya se sabe, “dinero llama a dinero”. Y, de este modo, aunque bien es cierto que se reducen los costes de escalas, se elevan los especulativos. Ahora bien, y aquí radica la cuestión: si las grandes ciudades son agentes devaluadores de nuestro poder adquisitivo real, ¿qué es lo que tienen de virtual o intangible las metrópolis como para retener a tanta gente dentro de ella?. Tim Harford, del “Financial Times”, nos da una respuesta: la experiencia sociocultural, la absorción de innovación y el intercambio de conocimientos que dan lugar estos espacios es la recompensa inconsciente por la pasta palmada. Tanta gente no puede estar equivocada: las grandes urbes tienen necesariamente que ofrecer algo que el dinero no pueda restituir, algún éter que posea aún más valor que la pérdida adquisitiva por devaluación.

"Central Hotel", en pleno centro del distrito de Offenbach, Frankfurt.

En efecto: Gross, Glaeser, Hanford y alguno más que se me pudiera escapar seguramente puedan explicar por qué las gentes, incluso algunas ingentes con recursos escuetos, prefieren quedarse a vivir o permanecer en las grandes ciudades a pesar de que estas les resulten ostentosas. De hecho no hace falta nada más que darse un garbeo por los supermercados “Lidl” de barrios o distritos tan singulares entre sí como Feyenoord, Tetuán u Offenbach para toparse con inmigrantes de todo color multiétnico y ámbito geopolítico o de nacionalidades, entre los cuales me incluyo. Pero ni aún así Gross ni Harford pueden explicar todo lo contrario: el porqué de conjuntos de personas que no responden a esta compensación invisible que ofrecen las megaurbes y terminan huyendo de ellas tras un tiempo. No encuentran respuestas a la alta rotación residencial que sufren las grandes capitales. Quizás, sólo quizá y descorazonadoramente para Tim, es que algunas personas no encuentren nada de beneficioso en ellas para sí mismas. El mismo Harford, en este sentido, reconoce abiertamente que muchos de los neoyorquinos no disfrutan de las ventajas vivenciales que ofrece la City o Manhattan por falta de tiempo o, imperiosamente, porque no les llega el dinero (es infrecuente encontrarlos en Broadway o algún restaurante céntrico que difiera sustancialmente de los que se encuentran es sus municipios de origen). Con lo cual el aspecto cultural de conocimiento o de “experiencia fundamental” a mi entender, aunque sin perder su entero protagonismo, pasa a un segundo plano o bien pierde la dominancia que se le pretende dar. Mi explicación prefiere recurrir a hipótesis más clásicas como que las ciudades, debida a la concentración mercantil que dimanan, ofrecen más oportunidades a las clases pudientes, administrativas y ociosas (altos profesionales, funcionarios y estudiantes jóvenes) y mayor seguridad de empleo y mejor formación para sus hijos en las clases técnicas; eso sí, a cambio de ser más costosas y sufridas, lo que hace entender que algunos opten por dejarla atrás. Pero aún así esto no puede explicarlo todo de un carpetazo y zanjar el asunto. Tiene necesariamente que haber algo más y ese algo más se nos escapa. De momento.