sábado, 14 de enero de 2012

El coste emocional (I).

Las grandes metrópolis implican para sus ciudadanos un menor poder adquisitivo pero una mayor concentración de ventanas de oportunidad. La decisión de residir o no en ellas depende de decisiones racionales, entre las cuales se encuentran las emocionales.

Víctor G. Pulido. En SeePark Resort, Kirchheim, a martes día 10 de enero de 2012.


Dedicado a Sara, para que soporte el coste emocinal de estar lejos de su madre.



Se sabe que el dólar no posee el mismo valor en Nueva York que en cualquier otro lugar del mundo según el cual se emplee como medio de cambio. En la ciudad de los rascacielos la unidad monetaria norteamericana está simplemente devaluada. Para que nos entendamos: millones de neoyorquinos tienen que trabajar más para poder acceder a los mismos recursos de mercado, al margen de su calidad, que cualquier otro residente en territorio USA. Al menos eso es lo que asegura Daniel Gross tras estudiar los diferentes parámetros de coste-valor en la Gran Manzana en comparación con otras ciudades estadounidenses. Basado en el aún poco conocido “Índice VNYD” (Value of New York Dollar Index), algo así como una especie de “Índice Big Mac” monetario local, Gross determina que algunos costes a ambos lados del Río Hudson se elevan por encima de su media nacional. Efectivamente, los precios reflejados por el mercado inmobiliario de esta celuloide urbe son, sin duda, superiores respecto a otras ciudades americanas donde el salario medio real es idéntico o similar. Y la cesta de la compra, el transporte o los impuestos municipales, no le van a la zaga: para más pesar, resultan para el newyorker los más elevados de todo el nuevo continente. Para hacernos una idea numérica de todo ello, Gross cotiza el dólar neoyorkino a un valor real de poder de adquisición que equivaldría a unos sesenta y un centavos de dólar americano. En definitiva: el coste de la vida allí es mucho más caro para sus residentes que para los mismos que habiten en cualquier otro rincón del planeta.


  Según Harford, el verdadero poder de compra de un neoyorquino medio es aproximadamente ¾ partes de su valor nominal de salario.
En la estela, Ed Glaeser va más allá y sostiene que de este particular fenómeno inflacionista asociado a lo local no escapa nadie, no es sólo propio de la NYC, sino que responde a un patrón universal de tendencia. La conclusión desemboca en la ley según la cual los grandes núcleos metropolitanos, indistintamente que sean el D.F. o Moscú, da igual que se trate de L.A. o El Cairo, Londres o Johannesburgo, devalúan el poder adquisitivo de los salarios medios y bajos para un mismo nivel de capacidad de renta disponible en comparación con ciudades vecinas de menor densidad urbana (Monterey, San Petersburgo, San Francisco, etc). Y éstas a su vez replican el mismo fenómeno con respecto a ciudades de densidad media próximas y así sucesivamente hasta estancarse en los municipios de tamaño medio-inferior. Ello se debe a que la actividad económica tiende a concentrarse en los nodos sinérgicos, ya se sabe, “dinero llama a dinero”. Y, de este modo, aunque bien es cierto que se reducen los costes de escalas, se elevan los especulativos. Ahora bien, y aquí radica la cuestión: si las grandes ciudades son agentes devaluadores de nuestro poder adquisitivo real, ¿qué es lo que tienen de virtual o intangible las metrópolis como para retener a tanta gente dentro de ella?. Tim Harford, del “Financial Times”, nos da una respuesta: la experiencia sociocultural, la absorción de innovación y el intercambio de conocimientos que dan lugar estos espacios es la recompensa inconsciente por la pasta palmada. Tanta gente no puede estar equivocada: las grandes urbes tienen necesariamente que ofrecer algo que el dinero no pueda restituir, algún éter que posea aún más valor que la pérdida adquisitiva por devaluación.

"Central Hotel", en pleno centro del distrito de Offenbach, Frankfurt.

En efecto: Gross, Glaeser, Hanford y alguno más que se me pudiera escapar seguramente puedan explicar por qué las gentes, incluso algunas ingentes con recursos escuetos, prefieren quedarse a vivir o permanecer en las grandes ciudades a pesar de que estas les resulten ostentosas. De hecho no hace falta nada más que darse un garbeo por los supermercados “Lidl” de barrios o distritos tan singulares entre sí como Feyenoord, Tetuán u Offenbach para toparse con inmigrantes de todo color multiétnico y ámbito geopolítico o de nacionalidades, entre los cuales me incluyo. Pero ni aún así Gross ni Harford pueden explicar todo lo contrario: el porqué de conjuntos de personas que no responden a esta compensación invisible que ofrecen las megaurbes y terminan huyendo de ellas tras un tiempo. No encuentran respuestas a la alta rotación residencial que sufren las grandes capitales. Quizás, sólo quizá y descorazonadoramente para Tim, es que algunas personas no encuentren nada de beneficioso en ellas para sí mismas. El mismo Harford, en este sentido, reconoce abiertamente que muchos de los neoyorquinos no disfrutan de las ventajas vivenciales que ofrece la City o Manhattan por falta de tiempo o, imperiosamente, porque no les llega el dinero (es infrecuente encontrarlos en Broadway o algún restaurante céntrico que difiera sustancialmente de los que se encuentran es sus municipios de origen). Con lo cual el aspecto cultural de conocimiento o de “experiencia fundamental” a mi entender, aunque sin perder su entero protagonismo, pasa a un segundo plano o bien pierde la dominancia que se le pretende dar. Mi explicación prefiere recurrir a hipótesis más clásicas como que las ciudades, debida a la concentración mercantil que dimanan, ofrecen más oportunidades a las clases pudientes, administrativas y ociosas (altos profesionales, funcionarios y estudiantes jóvenes) y mayor seguridad de empleo y mejor formación para sus hijos en las clases técnicas; eso sí, a cambio de ser más costosas y sufridas, lo que hace entender que algunos opten por dejarla atrás. Pero aún así esto no puede explicarlo todo de un carpetazo y zanjar el asunto. Tiene necesariamente que haber algo más y ese algo más se nos escapa. De momento.

1 comentario:

  1. Desde mi punto de vista, la urbe implica MIEDO, porque lejos de ella, parece ser que faltan los buenos profesores, sanidad u ocio. A parte de la pérdida con la realidad social de un entorno de amistades aseguradas al salir del colegio o al ir a la compra. Por supuesto, todo esto sería relativo según el pueblo en que vivas. Una cuestión crucial es, se debe dejar de vivir en una ciudad por el coste mensual negativo que supone tanto económico como emocional, o dicho de otra manera, vivir en un pueblo aledaño a la capital ofrece una mejor calidad de vida? Yo respondo que sí a las dos cuestiones, pero con un pero, y es que vuelve a aparecer otra vez esa palabrita, ¿cómo es?, ah! sí, "MIEDO", pero esta vez es miedo a no poder ser lo suficientemente autárquico. Error. Y es que las facilidades de obtener todo lo que te propongas o necesites cuando lo necesites en la urbe, no te lo ofrece una zona rural, pero solo a priori, porque si se está hablando de calidad de vida, hay que recordar que esta la cubren tres premisas: Tener las necesidades básicas cubiertas; Un entorno social estable; y cuando éstas dos ya estén aseguradas entonces, se puede ayudar a los demás, que es la premisa altruista, la que ni siquiera muchos millonarios de gran status pueden ofrecer satisfactoriamente a los necesitados. Por tanto, abro la discusión preguntando: ¿Dónde se consigue antes la preciada calidad de vida?

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