Víctor G. Pulido. En SeePark Resort, Kirchheim, a martes día 3 de marzo de 2012.
Aún en pleno siglo XXI existen
personas que a pesar de su buena formación académica acompañada de una
mentalidad claramente moderna, su juventud y su conocimiento de idiomas,
deciden abandonar una oportunidad de progreso y regresar a un hábitat que le es
tan propio y tan crítico como la difícil coyuntura económica española. Pero,
¿por qué ocurre esto, qué explicación o misterio encierra para los trabajadores
suecos o especialmente españoles en “Amazon.de”
este comportamiento?, ¿por qué pasó lo mismo durante el decimonónico periodo de
industrialización en Alemania e Inglaterra?, ¿o por qué la gente abandona hoy,
sin ir más lejos, ciudades como Moscú o Luanda o Johannesburgo, únicas vías de
aprendizaje y acceso al mercado laboral en estos inestables países y regresan
al medio agrario del que partieron?; ¿qué empuja a la gente en los países
desarrollados a dejar las ciudades y sus trabajos, retirarse a la tierra que
vio nacer a sus abuelos, a su parcela de labranza?; ¿están comportándose como
locos consigo mismos, mostrándose irresponsables con sus familias?; ¿o
temerarios con su patrimonio humano al dejar tras de sí los mejores hospitales,
colegios y empresas?. Desde el punto de vista clásico racional, ya lo vimos con
Harford, la respuesta es la que se
han respondido ustedes mismos mentalmente. Y sin embargo, se sigue reproduciendo
la pauta de retorno: siguen existiendo locos, irresponsables y temerarios. Por
lo tanto debe haber algo de respuesta instintiva en que el hecho de que algunos
decidan regresar de nuevo a casa, en regresar a las pautas de origen. Tan sólo
debemos ser capaces de lograr darle una respuesta científica.
El economista Woolcock es una conferencia sobre desarrollo.
En
1997, el economista social Woolcock admitió,
como Harford, Glaeser o Gross alcanzaran a entenderlo
posteriormente que desde hacía décadas las ciudades y los regiones
tecnológicamente más avanzadas suponían maravillosos soportes para la
interrelación de redes sociales, entiéndase humanas o institucionales, pero
siempre físicas, conectadas entre sí e intercambiando conocimientos, recursos e
información recíproca o diferida constantemente. A este término tomado de Hanyfan, Woolcock lo llamó capital social. Un entorno o ecología
humana dotada con una alta capacidad de comunicación recíproca para intercambiar
información, bienes y servicios entre sí, de modo organizado, sostenido y
permanente en el tiempo en base a la interacción de sus instituciones
constituía una comunidad rica en capital social. Y las ciudades son su
paradigma moderno. La alta densidad poblacional de las grandes urbes y su
complejidad institucional ya hacía por entonces de ellas y de sus agentes y ya
desde hacía tiempo un megaordenador intelectual que daba origen, canalizaba y
confrontaba un flujo de información y materia de modo intensa e interactiva
entre los profesionales y las organizaciones. Dicho de otro modo: ¿viviendo en
Silicon Valley, Manhattan o Hong Kong quién necesitaba por entonces “Linked In”
o “Android” si almorzaban todos en la misma calle o en la misma planta?. La
innovación tecnológica y el desarrollo de comunicación on-line fueron más allá del comedor de empresa y no sólo consolidó
a las ciudades como cofres del conocimiento, sino que “haciendo el resto”
retroalimentó su proceso y peso de capitalización social. Las ideas ya no
tendrían que esperarse a coincidir unas con otras en un determinado espacio o
nodo de tiempo; ya no llegarían algunas a destiempo de emparejarse con otras ya
olvidadas o superadas; o, peor, a tropezarse unas con otras en pos de un
recurso consumiendo otros recursos. Ahora caminarían libres y ordenadas, se cortejarían
al paso, se alimentarían por fin unas de otras y en la libre asociación de cada
una de ellas con sus semejantes, nacerían del contagio los proyectos y las
implementaciones en una capacidad combinatoria y en progresión geométrica cada
vez mayor, disfrutando de la plasticidad para amoldarse entre ellas. Las ideas
habían encontrado por fin su hábitat de organización y diálogo tras milenios de
evolución: la ciudad y el ciberespacio. Luego no cabía la menor duda: todos
coinciden en que la ciudad era la mejor opción para cualquiera que tuviera dos
dedos de frente y no quisiera acabar tirado o postergado.
Pero
más allá de ello, lo que Woolcock concibió no fue tanto el soporte o contenedor
como el concepto. Se desmarca ligeramente de ellos y a diferencia de Harford,
en Woolcock las ciudades no tendrían el predominio absoluto del capital social.
Sólo tendría dentro del concepto un tipo definido de capital social, el suyo,
el de cada ciudad, quizá éste más dinámico; el de cada región, quizás entonces
éste más innovador; el de cada comarca o pueblo, quizá en su caso el que
interesa o se adecua mejor a un conjunto mayoritario de individuos; pero nunca
el capital social se decantaría por ser patrimonio urbano o del desarrollo.
Defendió que todo espacio definido por una comunidad o conjunto de ellas (y que
comparten emplazamiento) las cuales tienen por objeto el intercambio sostenido
de recursos y técnicas entre sí como relaciones de información y solidaridad, son
poseedoras de ese capital, de ese conocimiento y riqueza en un marco de
sostenibilidad. Luego toda comunidad independientemente de su tamaño o recursos
es susceptible de su propio nodo de desarrollo en función de sus estrategias
institucionales de relación. La emigración o la huída local, por tanto, no es más que en la mayoría de las
ocasiones una respuesta sistémica que cristaliza la capacidad de un grupo de
entenderse en mayor o menor medida con el propio entorno, sus recursos y sus
gentes. Es un modo de evaluar su capital social. Una falta de diálogo entre el
conjunto de los recursos y las instituciones puede invitar a la emigración de
algunos, pero no hasta el punto del “no retorno”; también del mismo modo puede
sugerir el abandono de la inmigración de los mismos y su regreso si el capital
social comparado con la región de acogida en perspectiva no es suficiente capital
social. Sólo la inmigración voluntaria o caprichosa podría responder a una
necesidad de ambición pero no de sostenimiento. Si se dan en la comunidad
emisora de emigrantes las condiciones de retornabilidad, si su ecosistema de
actividad primigenio aún puede sostenerlos en función del tipo de demanda a la
que el individuo la somete, existe una alta probabilidad de regreso.
Dependiendo de un determinado nivel de desarrollo, su capital social permitirá
que la gente regrese y el coste social (entendido este como el léxico común que
incluye costes como el humano, el de oportunidades, de conocimientos,
emocional, mecánico,…) quede reducido o
se mitigue.
¿Pero
es así de sencillo como coger la maleta y marcharse a casa?; ¿pero es demasiado
fácil como decir que otros modos de valor añadido es posible?; ¿no encierra
ello algo de irracionalidad?. Parece ser que la respuesta parece encontrarse en
Francisco Javier Monago, responsable-jefe
del grupo de investigación DELSOS de Desarrollo Local y Sostenible de la
Universidad de Extremadura. Su exposición es concisa: la gente confía en que
existen otras oportunidades dentro de su entorno local cuando sopesan regresar
y restablecerse de nuevo en casa. Pero dependerá, claro, de las condiciones de
su hábitat. El éxito está en la confianza, en la capacidad de imbricarse de
nuevo en el tejido social. En este sentido, los profesores del departamento de
Sociología de la Universidad de Extremadura José Antonio Pérez-Rubio y el propio Monago llevaron a cabo
recientemente una profunda investigación sobre cómo una serie de pequeños
municipios comarcales cimentaban las bases de su crecimiento sostenible sobre
el tejido entrelazado de sus redes sociales y afectivas. Los resultados fueron
sorprendentes: aquellas localidades con tendencia a relacionarse entre sí sobre
la base de una mayor interacción relacionada con redes de afectividad y
sociabilidad vecinal mostraban un mayor y equilibrado progreso y potencial de
desarrollo que aquellas otras que no se sentían tan predispuesta a ello. Luego
el valor emocional y el capital social es un activo, en muchas ocasiones bien
invisible o dormido, y representan una fuente de innovación y desarrollo no
exclusiva de los grandes núcleos poblacionales que actualmente la absorben. De
tal modo que si estamos de acuerdo en que las ciudades se valen de su
aglutinado capital financiero y oferta cultural para atraer al capital social,
los medianos y pequeños municipios deberían aprender a atraer mediante su
capital social las inversiones necesarias para su desarrollo sostenible y
calidad de vida. El
fallo es que no se ha investigado esto o no se potencia, se esta tan centrado
en la idea del progreso económico asociado a la innovación que destruimos
pequeños ecosistemas productivos y sostenibles que se olvida que el progreso
social es el mayor capital de crecimiento futuro.
Parecer
ser que la teoría del capital social nos sugiere que existe un universo de
decisiones racionales que no se contemplan como tales y sin embargo se asientan
como reflexiones meditadas de coste/beneficios para sus individuos. De tal modo
que, al no tener en cuenta el coste emocional y de capital social comparado
como punto de partida para la adopción de una decisión racional, algo
distintivo de la cultura occidental, no se percibe que existan personas que
encuentran su punto de conocimiento en su acervo de origen. Dicho de otro modo:
se es feliz y se aprende y se desarrolla conocimiento allí de donde se procede.
Si existe un valor añadido sublatente en lo que tiene de coste múltiple y
racional de oportunidad el hecho de permanecer en las ciudades, como lo son el
aprendizaje en innovación o la posibilidad de disfrutar de más opciones de
ocio, por decir entre las multiplicidad de beneficios visibles e invisibles que
conlleva, se debe contemplar para la consolidación de esta hipótesis lo
inverso. Es decir la hipótesis debe ser capaz de revertirse, ha de concebirse
bajo una capacidad de reflexividad: tiene que existir una ventaja racional
competitiva en el caso de regresar de nuevo a casa, en el caso para otros de emigrar
a zonas menos dinámicas a otros hábitats. Eso explica que el mundo, aunque se
vea empujado a ello, no sufra de unas altas tasas de inframunicipalismo, que la
inmigración hacia las ciudades y las regiones no sea masiva. En España por
ejemplo no ha existido un alto grado de confrontación social y étnica cuando se
ha pedido a la comunidad andina y eslava que retornaran a sus países de origen
dada la crisis que soportamos.
FOTO BAD HERSFELD
Volviendo
a “Amazon.de”, un ejemplo de ello es Bad Hersfeld, una pequeña localidad de
apenas ciento treinta mil habitantes que se ha valido de sus recursos de
capital social para atraer a su municipio la sede principal “Amazon Logistik”,
su residencia en Alemania. Aquí residen sus directivos y técnicos y desde aquí
se controla la producción para una población potencial de ciento setenta
millones de consumidores finales de seis países diferentes. No me cabe la menor
duda que todos ellos han hecho todo lo posible para que algunos de sus
brillantes trabajadores españoles se sientan atraídos por la idea de permanecer
más tiempo trabajando para ella y para su residencia en la pequeña ciudad. Para
ello, para conservar un buen conjunto de buenos empleados y ciudadanos se ha
volcado en actividades tales como ayudarles a encontrar viviendas, impartir
clases de alemán, mejorar el servicio de restauración, organizar actos
culturales, transferir días de vacaciones a crédito para solventar asuntos en España o incluso costear un
cotillón de fin de año. Pero a lo que vamos, a pesar de las gran aportación de
capital social que ha generado la localidad, para algunos incluso no les ha
podido compensar el daño emocional y social comparado. Por lo tanto, esta decisión de
mis retornados compañeros tampoco debería llevar implícito una rémora para sus
vidas, sino que reconoce implícitamente una riqueza que es igual de
aparentemente imperceptible que la innovación o el conocimiento propio de las
ciudades: el valor social y afectivo de sus lugares de origen.