viernes, 15 de enero de 2016

La precuela jamás contada del "VolksWagen Gate" (II): ¡¡la escucha atenta!!


Hubo una época prescriptiva prefigurativa, en la cual los jefes de diseño de producto y los directivos de publicidad moldeaban nuestros deseos y establecían las pautas sociales de consumo. En este tiempo el productor definía el qué, el cómo, y el cuándo se producía. Indefectiblemente, por tanto, definía al mismo tiempo lo que se consumía, con poco margen para las alternativas en el mercado. Si el producto o servicio no se propiciaba, simplemente no existía. Y consecuentemente tampoco se prodigaban o declinaban sus diferentes gamas en el mercado. Fue el periodo prefigurativo del comercio, que concretó para el tiempo un largo periodo pretecnológico. Quizás fuera por tanto, para el futuro del comercio, necesario este paradigma, atento a un paso previo. Sin embargo, actualmente nos encontramos en la cima de un periodo cofigurativo en donde el consumidor final cada vez participa más del diseño de la oferta, hasta llegar a confundirse con el mismo perfil de la demanda. A este suceso maduro al que nos confrontamos se le denominará, en breve, postfigurativo, y de él surgirá una nueva forma de comunicarnos con los productos y con los productores. 

Víctor G. Pulido para "LinealCero", En Mérida, durante las Navidades de 2015.  
   




























Existen ingeniosos ingenieros,personajes perspicaces, locos disparatados o bien mentes avispadas e inquietas que se percatan, como de repente, que un servicio o producto que puede ser de gran utilidad a millones de personas… ¡¡simplemente no existe!!. O bien puede suceder que alcanzado el artilugio o servucción en cuestión su nivel de presencia como singularidad, durante algún largo periodo de tiempos inescrutables nadie se atreviera a proporcionarlo a una escala crítica, a su nivel de demanda. Cuesta creerlo pero, sumido en su sencillez de producción y de rango de utilidad, y por motivos dispares, uno de estos atribulados chismes fue algo tan común hoy como lo es el envase de vidrio. Mas muy a pesar de que algunos de los artificios o servucciones (proto)industriales de nuestra cultura material, aún por la lógica de su utilidad, vieran ralentizada su inmersión en el mercado de las cosas –incluso desde el punto de inicio de la escala histórica que les fuera propicia-, se pueden nombrar sin embargo otros tantos productos o servicios que finalmente dieron el salto a nuestro entorno participativo de consumo sin más tribulaciones. Algunos de ellos, de suerte contraria al vidrio, emergieron en su momento justo, con éxito contrastado y como de la tormenta a la calma. Pongamos el fuego (sí, el fuego: fue un servicio... itinerante). Ya por último se encuentran, languideciendo en la gloria, algunos pocos que se adelantaron inconvenientemente a su época. O, para ser más atemperados con ellos, al grado necesario de su desarrollo óptimo para su maduración comercial o de expectativas. Siendo de "utilidad", son discutidos por pocos demandados. En parte por caprichosos o incomprendidos –algunas veces las propuestas se asemejan a sus creadores; o de modo indiscutido, por acaparar demasiados recursos sociales y financieros. Los viajes orbitales para pasajeros de la "Virgin" o el turismo espacial ruso podrían encuadrarse tras este marco de intervención de producto.


Quiso el vidrio que tuviéramos que esperar. Por contra, quizás el hombre 
comenzó su andadura por la estratosfera y por su satélite más cercano
 en un tiempo adelantado al que le correspondería. De hecho así fue.
A pesar de su alto "coste social", la carrera aeroespacial nos brindó
la posibilidad de desarrollar y optimizar nuestros conocimientos.
                                                   Sin ella, no hubiéramos llegado tan lejos hasta nuestros días. 


El vuelo espacial privado ha pertenecido en gran parte a una esfera  
de soñadores multimillonarios como el cofundador de Microsoft,  Paul 
Allen; el jefe de Tesla, Elon Musk; y Jeff Bezos de Amazon.  Pero un 
elemento de la carrera espacial actual -la cruzada por lanzar una industria 
de turismo espacial- se perfila para  ser una batalla de David contra Goliat.


En la imagen superior, el ex directivo de "Microsoft", Charles Simony, 
preparándose  para el viaje espacial que le llevó al espacio en 2008. 
En esta ocasión, en la "Ciudad  de las  Estrellas" durante un vuelo 
cerca de Moscú en el que se simulan los efectos de la gravedad cero.


Ahora bien: si quisiéramos profundizar más en todas y cada una de esta suerte de “modalidades” descritas en torno a las creaciones comerciales humanas al objeto de encontrar la ecuación filosofal que defina el sustrato alquímico de la materia comercial de las servidumbres y sus objetos, nuestro consejo no sería complicarse con llamativos listados, muchos de los cuales conocemos o podemos encontrar en internet. Y sí llanamente recurrir mejor a alguno de los ejemplos clásicos que se exponen en nuestras modernas escuelas de negocios. En este sentido -primera regla- cuando más sencillo sea, siempre mejor. Siendo fiel a este principio expositivo, la cuchilla de afeitado manual de los Kampfe Bross, de 1880, bien pudo haber sido uno de estos referentes didácticos. Los Kampfe de Brooklyn, dicho sea por tanto, fueron los primeros en idear algo así como una maquinilla de afeitar muy parecida a la que hoy conocemos. Sin embargo esta utilidad, que sin duda la fue, no llegó a dar el paso decisivo de la distribución en serie en el mismo grado y difusión que sí lo llevó a cabo otra hoja, una no muy distinta, una que todos conocemos y la cual sobrevino sobre el invento original en poco espacio de tiempo. La "Gillette", por efecto de su distribución, es el ejemplo de "producto relámpago" -que aparece de repente y crea un gran estruendo- que buscamos. Al tiempo que representa uno de los eslabones disruptivos que conforman la dispersa taxonomía de saltos evolutivos dentro de la, digámoslo así, “historia natural del producto”. No vamos a detenernos por el simple hecho de nombrarla en desmenuzar todas y cada una de sus virtudes (o quizás sí: versátil, ligera, barata, de uso asequible, fácilmente transportable y más fácilmente desechable); simplemente nos centraremos en resaltar que fue necesario- ¡maldita sea!- que a alguien al fin se le ocurriera implantar un mango a una pequeña navaja de afeitar, y por fin se aventurara a fabricar miles de unidades como un loco. 



"Producto inoportuno: ¿no es el momento?". Las utilidades se definen en base
a la demanda de la función social o de la disponibilidad masiva del recurso. ¿lo 
es un "crucero espacial"?. Richard Branson de "Virgin Group", así lo defiende. 
Su apuesta le ha conducido ha invertir más de 200 millones de dólares en su 
compañía de viajes aeroespaciales "Virgin Galactic". Reserven su pasaje.



Visto lo visto para cada uno de los objetos que han salpicado de progreso técnico el entorno de nuestra especie, dada la utilidad y simplicidad de muchos de éllos, así como su inmediata adaptación a nuestro entorno material de consumo, no obstante, bien se pudiera sospechar que la Historia como tal fuera injusta con los hombres. Y que, por tanto, se resistiera de algún modo y por mucho tiempo a que algo así como la "Gillette" (o la "Kampfe", según el punto de vista) aconteciera en nuestro catálogo ancestral de objetos comerciales; o dicho de otro modo: que se diera en el mercado decimonono, o bajo las condiciones técnicas que proporciona su industria auxiliar- la vieja industria del acero templado-, algo así como la posibilidad de proveer de un brazo extensivo a una fina lámina de metal afilada y que a pesar de ello nadie se atreviera como tal a lanzarla al consumo. Pero lo decisivo fue que la Historia dio definitivamente su brazo a torcer. Y que ésto tuvo a bien en acontecer un septiembre, el de 1901. En un día de tantos de ese mes en el que alguien entró en una tienda de Boston y por vez primera su curiosidad -o la mera necesidad de un artilugio tal- le tentó a probar suerte con esa especie de cachivache recortabarba que parecía tener el caprichoso precio para su época de... ¡¡cinco dólares!! (¡¡135$ actuales al cambio inflacionario!!). 

Pero sin duda y con el tiempo lo que llevó a la cuchilla de King Gillette a su inclusión en la cultura popular y a su evolución natural como producto –aparte de su precio descendiente de unos 2o cent. de dólar por año- fue consecuencia directa de otro suceso prototípico: y es que hubo un antes y un después para el afeitado manual tras incluir el ejército norteamericano la "Gillette's" como producto de higiene en su set de combate. En efecto, fue casi un par de décadas más tarde a su lanzamiento, cuando los soldados americanos regresados del frente europeo tras la "Gran Guerra", tras su desembarco en casa, empezaron a demandar al fabricante una versión más doméstica y extendida de la misma. En nuestra era informacional -hasta hace poco llamada "de la abundancia"-, donde por añadidura los productos suelen estar eficientemente distribuidos en cantidades y formatos siempre en función de la base algorítmica de su demanda local, hoy nos puede resultar forzoso imaginar cómo cientos de veteranos, generalmente suboficiales y rangos de tropa, se sentaron frente a sus escritorios y remitieron cientos de cartas con destino a una de las factorías situada a las afueras de Andover, en Massachusetts. Querían poder decirle a la Gillette que, si por algún modo de deambular, podrían encontrar sus cuchillas en las tiendas de sus localidades respectivas, solicitanto además la fabricación de portacuchillas con cabezas más fácilmente intercambiables. Lo que devino determinante para su eclosión en un primer momento como artilugio para afeitar de King Gillette, no fue tanto su descenso de precio, ni siquiera su contrato con el ejército de los EE.UU; lo que realmente lo hizo perentorio para muchos, en un segundo compás, fue la escucha atenta que practicaba su distribución.





¿Qué hemos aprendido de la "Gillette's" al margen de saber afeitarnos por nosotros mismos?, ¿o al tiempo de conocer que gracias a ella hubo alguien que se hizo rico por escuchar a la gente?. La "Gillette's", como quizás otros productos de su época lanzados de forma definitiva al mercado, podría tildarse de un éxito aleatorio o un producto fortuito en una época de eclosiones comerciales. Quizás entonces de su enseñanza no pueda derivarse más que la constatación intangible de tener en cuenta el factor suerte o el de la sinergia histórica como variable, aquel que nos sugiere estar en el sitio idóneo en el justo momento. Por qué no, no constituiría por sí un hecho insólito o aislado: miles de productos nacen de la serendipia. Sin embargo, lo que sí nos deja ver con claridad Gillette es cómo una vez alcanzado el modelo de negocio éste se consolidó y se mantuvo sobre la base de la atención a la súplica. La compañía de Boston ayudó entonces a hacer comprender y dar forma a uno de los más sobresalientes y complejos principios fundacionales del marketing contemporáneo. Y este es que el diseño del producto, a medida que se complejiza su consumo, lo empezaba a impulsar gradualmente la demanda final. Esto es, más que el cliente intermedio, el consumidor último. Queda patente en el principio que los barberos –la demanda intermedia- no clamaron como locos porque sus asiduos dispusieran de un artilugio tal que les permitiera el afeitado auto-asistido desde sus propios domicilios. Más bien todo lo contrario: el consumidor impuso la regla de que el baño de cada casa ya no fuera desde aquel momento en que se conoció la maquinilla simple, territorio extensivo de las féminas; a cambio de tener una pareja más aseada y atractiva cada día, sus maridos también podrían tomarse en contrapartida su momento, disfrutar de una más que prologada sesión de tiempo de aseo dedicados a sí mismos y olvidando asistir de modo recurrente a la barbería.


Hubo una época prescriptiva prefigurativa, en la cual los jefes de diseño de producto y los 
                           directivos de publicidad moldeaban nuestros deseos y establecían las pautas de consumo.  

Hoy por contra son los consumidores los que de algún modo determinan qué producto
debe lanzarse al mercado y cuáles quizás tengan que esperar otro momento. 
El recurso estratégico que emplean las marcas es sencillo: la escucha.
En la imagen inferior, un focus-group en una consultoría china. 



Para los felices fabricantes de cualquier cosa útil que demandase el mercado masivo en la edad de oro del consumo americano, se trataba sencillamente de escuchar, al margen de moldear acompasadamente la figura del sueño de la clase media a imagen y semejanza de sus anuncios publicitarios. A raíz de esta aptitud de escucha y la otrora de modulación de preferencias de consumo, se unió su propia complejización del análisis en el diseño de producto: comenzaron desde entonces a aparecer en la vida cotidiana de muchos americanos los primeros cuestionarios por correos que las casas comerciales les remitían a sus domicilios o puestos de responsabilidad; los consecuentes sondeos telefónicos a media tarde, más tarde; las encuestas a pie de tienda, frente a los escaparates, o bajo las marquesinas de los grandes almacenes; las demostraciones de utilidad en las ferias y en los centros comerciales, donde nació la interacción comercial con los clientes; los envíos de las muestras gratuitas de productos, su reparto en mitad de Times Square y así hasta confluir en el amplio espectro de opiniones que proporcionaban salas de estudio destinadas a los primeros focus-group. Se trataba de afinar, esto es, las compañías lo que pretendían, al menos aparentemente, era tratar de establecer un diálogo fluido con sus clientes más experimentados: su misión como empresas comerciales no era únicamente una mera imposición de producto sin más, sino permitir que los consumidores decidieran cómo les gustaría que fuera ese mismo conjunto de servicios o artículos destinados a la gran masa social del consumo, acompañarlos en su evolución como concepto, participar del modo en que éstos se convertirían en más idóneos o eficientes para una amplia base diferenciada de usuarios distintos. Estaba naciendo con ello la segmentación. Y, por ende, se estaba dando origen a la diversidad de surtidos sobre la base de un mismo producto.


"Times Square", de Manhattan, en 1947. Epicentro del dinamismo
 del marketing y la promoción publicitaria. La localización llegó a
albergar tanta actividad promocional de las marcas que el 
ayuntamiento tuvo que recurrir a la concienciación de 
sus ciudadanos, en 1954, para mantener limpia
 la plaza y sus aledaños próximos. 



¿Y qué vino a ocurrir con el resto?. Los productos que no dialogaron quedaron al margen de una demanda masiva, o bien vieron mitigado su impacto en el entorno de consumo. Por otra parte, los que no se adaptaron a los requisitos o necesidades de una pequeña mayoría, este es, los que no caminaron hacia la segmentación objetiva de su nicho de mercado, perdieron progresivamente su preferencia natural por parte de los compradores habituales. Los hábitos -al cliente también se le educa en nuevas experiencias- cambiaron progresivamente o bien sufrieron transformaciones y fue necesario adaptarse a ellos. No obstante hay que reconocerles que en gran parte no fueron víctimas de la demanda final, sino como suele ser frecuente en estos procesos de transferencia material, de la intermedia; dicho de otro modo, víctimas propiciatorias de su falta de apertura industrial y comercial a todos los segmentos de producción y de consumo. Su cierre categorial les sirvió de rémora. El vidrio como utensilio de menaje logró zafarse de la exclusividad de producción- de lo que hoy conocemos como know-how- a la que estaba sometido por parte de los gremios venecianos de Murano muy tardíamente, muy avanzado el siglo XVII. Pero al igual que sucedió con las cuchillas de afeitar en manos de los barberos, una vez que el “code” de producto quedó vulnerado en el tiempo, el precio de un utensilio de cristal se hizo cada vez más asequible y su uso más generalizado. Pasó a ser un óptimo universal de consumo, con muchos productores.


"Pepsi-Cola" lanzó definitivamente, tras años de estudios de mercado, su continente 
de dos litros, en 1978. Revolucionó no solo el formato, sino también el precio. 
Por supuesto que la competencia no perdió el tiempo: fue inmediatamente 
replicado  por todo el sector de la  producción y la distribución.  

"Coca-Cola" no sería el creador intelectual del concepto pero , por 
si alguna duda cabía, su estrella,  Michael Jordan, se encargaría
de hacérselo creer así al gran público.  En la imagen inferior aparece 
promocionando el envase, bajo la rúbrica semiótica del eterno rival.


Si hacemos un similar ejercicio de comparación contemporáneo, recordemos si no cuando teníamos que ir a las salas recreativas o a los bares para poder "echar una partida a los marcianitos". El "code" de producto se encontraba enclaustrado. Pero la industria del arcade escuchó a un público cada vez más exigente y poco tardó en sacar una versión doméstica del mismo, en parte gracias a la eclosión del PC. Hoy resulta inusual la visita a cualquier domicilio que no disponga de su videoconsola de juegos. Esto permite que su disponibilidad de disfrute por tanto ya no dependa del número de monedas que tengamos a mano o del lugar donde se ubiquen las máquinas recreativas, sino que tiende al cuasi-infinito, dicho de otro modo, del tiempo que queramos dedicarle en nuestro espacio accesible privado. El énfasis puesto por la industria de bebidas carbonatas por poder sacar al mercado un envase familiar de dos litros (el caso de "PepsiCo", alquien llamó a la compañía para poder lamentar que no existiera un formato grande para su nevera de picnic) estuvo durante gran tiempo reñido con la reticencia de los establecimientos comerciales de bebidas a que esta posibilidad para el gran público se materializara. Los bares y restaurantes se negaban –al igual que los barberos en su momento, antes de ver caer el monopolio de su utilidad- a que existiera algo así, algo que mitigara de algún modo la necesidad de salir de casa en familia, para tomarlos fuera del ámbito del domicilio. En como los servicios tienden a convertirse en productos –esto es, en el modo en que puedan ser autoadministrados- radica gran parte del hecho evolutivo del comercio, de sus productos y de sus posteriores paradigmas de explotación.


Si miramos veinticinco años atrás, pedir una cita a una chica era una muy buena escusa 
para salir de casa, relacionarse y echarse una partidita al "Pac-Man". Hoy no necesitamos
 de tantos rituales relacionales. Únicamente conectamos la consola a la red y a la tele. 

Hemos visto cómo los productos cotidianos más simples partieron de la cabeza de un ingeniero para pasar a fundamentar su evolución y su diseño en la demanda social. Pasaron de ser prefigurativos -donde el ingeniero o fabricante se apropia del diseño, las funciones y las formas del producto, protege su creación frente al intrusismo de las masas- a evolucionar cofigurativamente -donde se da una apertura a la escucha. Pero ¿qué hay de aquellos otros productos o servicios que disfrutaron de su momento estelar deslumbrando a su tiempo y luego murieron de éxito, los más complejos?, ¿qué hemos aprendido de ellos?. Bien, hagamos un receso y continuaremos con ellos en el próximo post.




sábado, 5 de diciembre de 2015

La precuela jamás contada del Volkswagen Gate (I): el preludio legislativo.



El ensayista inglés E. M. Forster llegó a decir en una ocasión sobre un producto tan comercial como las novelas y la narrativa condensada en páginas de papel que en verdad lo que movía al lector a consumir libros y seguir leyendo era su deseo irresistible "de saber, en cada historia, lo qué ocurriría a continuación", siempre a medida que ésta se iba desarrollando. En un escenario como el actual, donde en ocasiones la realidad supera a la ficción -como en el caso Volkswagen que nos mantendrá ocupado- no parece tan distinto; nos sentimos tan evolucionados y curados de sorpresas y espantos que lo que realmente motiva al espectador global -tanto desde el prisma de la historia como el de la geopolítica- a lo hora de revolverse en una historia, es saber qué ocurrió antes-la precuela. Y, sobretodo, el porqué. En este conjunto de entregas de "LinealCero" vamos a tratar de describir cómo "VW" se vio envuelto y ha terminado desembocado en el escándalo al que ligado su nombre así como las circunstancias que inspiraron su triquiñuela en el mayor y creciente escándalo de nuestra más reciente historia industrial impulsada.






¿Diría usted que Estados Unidos, en plena "Cumbre del Clima de París", se caracteriza por ser un país con una alta conciencia ecológica?. Si su respuesta es “no”, por considerarlo históricamente como uno de los países que mayores emisiones de CO2 lanzan a la atmósfera global, no estaría ni tan de cerca acertado. Los Estados Unidos, o al menos sus ciudadanos, se encuentran entre el conjunto de naciones más reconocidas por su grado de concienciación medioambiental. No todo es disfrutar del tópico de las películas donde entran en escena sus viejos cacharros pick-up contaminando el Medio-Oeste. En efecto, aunque les cueste creerlo, encerradas entre sus fronteras los americanos encuentran ciudades reconocidas mundialmente por su alto compromiso medioambiental, como Portland o San Francisco (en el top ten mundial) o Austin o Seattle, englobadas todas bajo el “Top 25th”. En los EE.UU., por citar un ejemplo pertinente a su grado de concienciación por otro lado, administrativa, no está permitido que los vehículos de combustión que trabajan con óxido de nitrógeno superen la cuota de 40 microgramos por kilómetro (en Europa esta cota de permisión se eleva a los 80 microgramos de NOx/km.) Y por lo que respecta en general a esta modalidad de diésel, la tecnología carburante más contaminante, salvo para algunos segmentos de coches europeos o de baja gama o cilindrada americana hasta hace escasas décadas era sólo empleado en los EE.UU. para maquinaria pesada agrícola o industrial. Tal es así que, a día de hoy, en el parque automovilístico norteamericano los vehículos de esta tecnología apenas rompen el techo del 5% de cuota de circulación. Estrechamente ligado a este dato, la cuota de adquisición de tecnologías de motor diésel para la primera economía industrial apenas supone el 4% de las ventas mundiales.

Por otra parte y siguiendo esta línea, si nos retrotraemos más atrás en el tiempo, se podría decir sin miedo a titubear que suya fue la primera ley de protección ecológica de Occidente, la “Clean Air Federal Act” (CAA), promulgada en 1971 mucho antes que -quizás salvo Inglaterra en parte, o Suecia en 1969- muchos países europeos como Países Bajos consolidaran la suya propia en sus legislaciones. Ésta ley, la CAA, en parte lo fue gracias a los esfuerzos llevados a cabo por el impacto que en la sociedad estadounidense provocó la publicación de una serie de artículos editados durante el verano de 1962 en el dominical “The New Yorker”. Poco tiempo después, y dada su repercusión, en 1963 apareció el texto crítico completo de su autora, Rachel Carson, compilado en formato editorial bajo el título “La Primavera Silenciosa”. 



Una de las hipótesis de Carson en sus ensayos -su posterior libro- es que no existía una estrecha correlación entre la tradición comensal de los norteamericanos -cristalizada en su deseo de establecer un diálogo con el medio ambiente- y las sucesivas políticas oficiales de su gobierno federal al respecto de la protección de sus ecosistemas. Carson elevaba este análisis al nivel de lo gubernamental global. Lo cual le llevó a una retórica ya clásica desde los atenienses: “¿realmente decidimos nosotros?”. A pesar de su pesar, la autora vio tempranamente recompensada su aflicción al ver cómo su mensaje desbordó fronteras. Su libro, de la noche a la mañana, se convirtió en todo un best seller, internacional. Y lo fue, además, de modo sorpresivo incluso para la industria: la naturaleza de un ensayo tan atípico como el suyo no podía estar convirtiéndose en auténtico icono generacional bajo el manto de una década ya de por sí empachada de fuertes referentes contraculturales. Fuera como fuere, fue a partir de este empuje y pesar de la crisis energética del 73 cuando a esta “revolución legislativa” a la que abrió camino la CAA se sumarían las diferentes normativas locales y nacionales de una costa a otra de Norteamérica. De tal modo que en 1976, muy al contrario, insistimos, que en muchos de los países europeos, los estados norteamericanos, incluido el Canadá, ya disponían de un amplio marco normativo que protegía de forma contundente –dio para dar de comer a muchos abogados- sus zonas fluviales y forestales. Y, por supuesto, para dotarlos de una agencia de protección medioambiental. En el caso de EE.UU., la Environment Protection Agency.



La Agencia medioambiental EPA llevó a cabo sus primeras iniciativas el 2 
de diciembre de 1970, tras ser aprobada por el Congreso unas semanas antes. 
En la fotografía superior, el presidente de los Estados Unidos de América, 
Richard Nixon,  firmando la "Clean Air Federal Act".

En la imagen superior, William Ruckelshaus, junto a Nixon, prestando juramento 
antes de su toma de posesión en el Senado como primer Director General de la EPA, en 
diciembre de 1970. Volvió a repetir cargo en la USEPA con Reagan en mayo de 1983, 
tras el "Gorsuch-Burford Gate". Abajo, Russell E. Train, al que más dejaron trabajar, 
tomando posesión como tercer director de la USEPA en septiembre de 1973.



Sin embargo y a pesar del avance local casi veinte años más tarde, durante la campaña electoral que daría de nuevo la presidencia a Clinton, su vicepresidente Al Gore volvió a hacerse al igual que Carson en el 62 la misma pregunta sobre la base de su dimensión internacional: ¿realmente decidimos nosotros?. Su discurso quedó plasmado en su artículo “Cómo promover y financiar un desarrollo sostenible”. Fue publicado por las principales cabeceras del mundo y constituyó una de las retóricas fundacionales sobre lo que más tarde se daría a conocer como el “Tratado de Kioto”. Su mensaje fue sincrético: los gobiernos y las multinacionales deben dar respuesta a los valores de los ciudadanos; sobre todo el consejo fue dirigido a éstas últimas, si querían participar de los réditos del consumo en el largo plazo y del beneplácito de las administraciones en el medio. Para ilustrar esta declaración de principios conciliadores, Gore solía poner como ejemplo el vehículo como medio transformación tecnológica e industrial: el motor de propulsión debía volver a constituir la vanguardia del nuevo cambio social y tecnológico del Siglo XXI tal como ya lo había sido para el XX. En efecto, ningún otro objeto de nuestra cultura material despierta tantas sinergias de transformación como el coche, ni siquiera como lo fuera el “Saturno V”.




Así fue como durante los primeros meses de la Administración Clinton tras su reelección, la “Directiva Gore” se vio fuertemente implicada por el mensaje envolvente que daba forma a su política medioambiental. En su cabeza rondaba el temor de que pudiéramos haber olvidado el mensaje de Carson. Quizás por ello o como añadido, el entonces vicepresidente de los EE.UU. quiso mantener su apuesta y su línea electoral apoyando una iniciativa internacional que se concretó en un estudio formal llevado a cabo por más de sesenta sociólogos repartidos por todo el globo. Al dirigirse a la gente, se trató de poner al trasluz la cuestión de los valores culturalmente compartidos por todas las naciones, independiente de cual fuera su sistema de producción, desarrollo económico u organización política o de creencias; y que de algún modo estos valores compartidos pudieran ser la base de legitimidad y del cambio normativo. A estos parámetros los antropólogos ya los catalogaban desde hace décadas como “universales culturales”; no obstante y a la luz de todo esto, los politólogos decidieron adoptar para definirlos bajo un mismo regazo en un término de corte postmoderno de nuevo cuño: “glocalidad”. La "glocalidad" pudo entenderse entonces como el modo en que las pequeñas acciones compartidas y compromisos del mundo de las regiones y comunidades medianas pudieran sumar sostenibilidades conjuntamente. Algo, un valor, que puede ser tanto local como al mismo tiempo global, urbi et orbi. La lógica establecida es que si existían entonces valores universalmente compartidos, no podría ser excesivamente complicado establecer una dialéctica común en torno a ellos.





Barry Commoner, científico zoólogo, profesor universitario y más tarde político activista, convulsionó al mundo casi una década después de que lo hiciera Rachel Carson cuando en 1971 publicó su libro “El círculo se cierra”. Antes de editar su obra más representativa ya se le consideraba uno de los padres fundadores de la corriente crítica ambiental establecida en EE.UU, que emergió durante el tercer cuarto del siglo XX. Sus tesis influyeron en la opinión pública y la administrativa acerca de la desaconsejable idoneidad de las pruebas nucleares, del consumo de energía y de la vital importancia de algo que hoy nos parece tan cotidiano como el reciclaje de materiales. Su trayectoria política es menos memorable que su legado intelectual, ya que se presentó como candidato independiente a las presidenciales frente a Reagan en 1980 y apenas consiguió el respaldo popular que con mejor suerte obtuvo en otras de las áreas en las que se desenvolvió. Commoner murió no hace mucho, en 2012, disfrutando durante su retiro intelectual de los frutos políticos a los que dio lugar la influencia de su pensamiento crítico. Muchos de los partidos políticos contestatarios de nueva creación emergidos de la crisis financiera de 2008 en la "eurozona", ven en él un referente politológico, muy en consonancia con otros movimientos actuales desenvueltos dentro de la izquierda norteamericana, como la línea crítica enarbolada por Noam Chomsky. 



Pero bien, en concreto, volviendo a este estudio, a los americanos se les preguntó entre otras cuestiones si seguían sintiéndose tan ecológicos como seguramente quizás lo fueran sus padres. El informe reflejó esta transmisión, de modo que de algún modo se habría fijado algún tipo de didáctica generacional, ya que cerca de un 24% de los estadounidenses adultos de finales del milenio optaban en su compra rutinaria por productos químicos respetuosos con el medio ambiente; los productores los diseñaron a medida que el consumidor civil los demandaba; sin embargo lo más relevante fue que una quinta parte de estos encuestados, poco más del 20%, manifestó ir más allá y estar fielmente comprometido con políticas institucionales de protección de la naturaleza; o que bien participaban activamente en ONG´s medioambientales; otros aseguraron aportar donativos o simpatizaban con “civic action programs or projects”. Incluso los que menos activistas se señalaban dentro de este porcentaje significativo, ese casi 4% residual, declararon frecuentar debates de base donde se departía sobre responsabilidad socioambiental colaborativa dentro de la misma empresa o sindicatos, frente a los intereses corporativos y lobbies que aún no se encontraban lo suficientemente concienciados. Las empresas automovilísticas norteamericanas, clásico ejemplo de la sociología ambiental, se encontraban entre ellos. Podría decirse, en efecto, que el mundo, o al menos “el planeta americano” tal como definiera Vicente Verdú a esta particular sociedad occidental, se estaba volviendo si no más ecológicos, al menos sí más ecosistémicos.




Sin embargo, o como consecuencia de ello, y en contra de lo que comúnmente pudiera parecer, casi un 25% es, en términos sociológicos, una cifra colosal. Estábamos ante una cifra importante. Hasta tal punto que, por qué no, y esa fue la cuestión, podría ser empleado en el tráfico comercial de las empresas o como fines, bien electorales o bien publicitarios. De tal modo que cuando los investigadores quisieron ir más allá de los datos directos -independientemente de que lo hicieran por motivaciones crematísticas o institucionales de amor a la humanidad- trasmigrando el trabajo de campo al laboratorio computacional observaron sin embargo que no todos los perfiles sociales de tan titánico parámetro respondían de la misma manera; o mejor habría que decir, con la misma intensidad. Se podría decir que la cosa iba por barrios. Esto es, completaba de alguna manera su hipótesis del "principio de universalidad". O más que por barrios por rangos de poder adquisitivo. Esto se dio especialmente cuando cruzaron los datos con variables de consumo ecológico, niveles de participación e implicación social y vinculaciones político-institucionales. En concreto con los partidos políticos, se percataron de una variable puente: hallaron en los mapas de datos correspondencias que vinculaban a los que decían consumir productos sostenibles -especialmente básicos para la vida diaria como los detergentes o las mermeladas naturales- o aseguraban tomar partido en cuestiones de medio ambiente, con un especial nicho de mercado electoral y perfil socioeconómico. Estudios posteriores sobre la variable demostraban que muchos de ellos se declaraban electores demócratas pero principalmente de rentas medias-altas. Agrupados bajo el manto de familias suburbanas de barrios residenciales o de ciudades de tamaño medio también el agregado daba cabida a jóvenes parejas babyless de grandes manzanas. Su grueso importante además disfrutaba de credenciales universitarias. Un segmento mayoritario importante de este conglomerado estadístico era de educación liberal pero profesional; de estilo de vida simple pero locos por la naturaleza, apasionados del nesting- algo así como el slow food, pero en casa y con los amigos-, de las videocámaras japonesas, por los vinos mediterráneos y por los coches nórdicos como los “Saab” o los “Volvo”. Para el mercado del automóvil había comenzado una importante base de explotación. Se configuraba como un "producto ecológico", con un target verdaderamente definido y fundamentado en un poder adquisitivo medio alto. ¿realmente sería tan sencillo?. Lo veremos en el próximo post.

El arquetipo de coche republicano hasta no hace mucho respondió de algún modo y durante algún tiempo a la iconografía del coche sueco, ecológico, pero potente; de sencillo diseño pero sin perder ese imperceptible punto de sofisticación; robustos y seguros, pero confortables. Con altas prestaciones, pero de consumos medios. Más que el sueño americano parecía adivinarse en él, el "discreto encanto del sueño paneuropeo".
















jueves, 5 de noviembre de 2015

Persiguiendo el residuo antropocéntrico de Halloween.



A Suru, mi buen amigo, en el día de su cumpleaños, la "Noche de Ánimas".





La pintura rupestre no surgió sin más como manifestación espontánea de una generación de homínidos que un día de tormenta y refugio se rebelaran contra su apatía y se dijeran a sí mismos: “Vamos a pintar las paredes”. El arte figurativo –incluso el “no figurativo”- no es algo que saliera tal que así, como de repente, para quedarse y punto. Incluso aun teniendo en cuenta a los avezados artistas del paleolítico superior, la configuración de las primeras manifestaciones pictóricas durante la edad pétrea no representa el hallazgo de un hecho histórico disruptivo para la Humanidad. Como dentro de la Historia del Arte tampoco lo fuera el Renacimiento, no hay nada que sea tan abrupto que de “la nada” emulsione. La Historia gesta un continuum, nunca un salto cualitativo. Este continuum también nos sugiere que el primigenio arte rupestre, aun siendo de contornos y figuras más simples que dieran lugar posteriormente a otras formas primitivas más figurativas, se remonta en sus vestigios, por su misma naturaleza, con anterioridad a los neandhrtales. Por tanto, no sólo además el Arte exige un desarrollo histórico de sus procesos de forma y contorno sino que incluso lo lastra sin remilgos desde cuantos milenios atrás a la aparición de esta especie. Todo sigue, como si del hombre evolutivo mismo se tratara, del hilo conductivo de un desarrollo lineal sigiloso, casi imperceptible hasta tal punto que parece dar a entender a nuestro imaginario que las figuraciones rupestres hubiesen sido siempre las mismas que vemos en los libros de texto. Sin embargo es evidente que primero fueron los puntos; milenios más cercanos a los puntos, las simples geometrías; para milenios más amplios, las representaciones. Ahora bien, si quisiéramos tirar de este hilo de la historia en la búsqueda de su origen, del origen del arte ¿dónde podría fijarse sobre la base de un calendario extendido la aparición de lo rupestre como expresión?. Simplemente, no se podría.


Por tanto, nunca se llega a atisbar el origen del arte. Como toda necesidad humana, seguramente naciera con el primer hombre. De modo soslayado esto es lo que nos viene a decir Chomsky cuando nos habla del origen del lenguaje como tal. Para Chomsky, el origen del desarrollo de los sistemas cognitivos de representación, ya sean de proceder gestual o de naturaleza simbólica - de signos,hablada o incluso escrita o "figurativa"- se encuentran entre los pliegues de nuestra masa cerebral. Es en el lóbulo temporal donde se localizan las funciones sinápticas del habla y del lenguaje. La lengua, nos recalca Noam Chomsky, no se construyó socialmente como una herramienta cognitiva más, sino que trata de una capacidad orgánica la cual contiene los elementos innatos necesarios para construir estructuras simbólicas y lingüísticas. Pero independiente de que esto sea así -o no-, tal y como defiende el infant terrible de la contracultura americana, ¿tendría algún principio el habla articulada?. Si retrocedemos de nuevo a un origen más primitivo de los patrones culturales, esta noción del desarrollo lineal de las prácticas humanas que venimos tratando, en efecto, puede quedar más clara si tomamos como consideración las aportaciones de otros teóricos que no son Chomsky o no pudieran ser Pinker, sobre la filogenia del lenguaje. Al igual que sucede con el arte de los primeros grupos humanos, algunos teóricos como Skinner respaldan que los sistemas de interpelación puedan también partir del continuum como una forma evolucionada de lo corporal y lo gutural. Sin la interacción social del lenguaje "no hay recompensa" (progresión humana). La articulación perfeccionada de la palabra y la precisión de su significante pasaría a tomar cuerpo y extenderse sobre los pilares de una composición de lo común (quizás de una lengua primigenia que nunca conoceremos); y a transmitirse sobre la base de la disposición espacial de una región, por ejemplo, la paneuropea. Si nos fijamos bien, hay una estela protosintáctica que recorre el cauce histórico de los valles; de esos valles que nos trasladan, a través de la filogenia de un cúmulo de generaciones, desde el Éufrates al Támesis, y cuyo continuum sirvió de hilo conductor a la morfogénesis matriz que dio origen a las diferentes lenguas y dialectos. Los sociolingüistas -incluido entre ellos Chomsky- con frecuencia nos animan a sobrevolarla: tan sólo hay que seguir los pasos de los residuos dialectales a través de las líneas cartografías del tiempo.


La visión de Chomsky, para decirlo simplemente, es que los seres 
humanos necesitan el idioma para cooperar y por lo tanto sobrevivir. 
Por lo tanto, la mente humana ya está cableada para recibir el lenguaje.


Sin embargo, para no ponernos completamente de acuerdo en cómo empezó todo, al menos sí parece haber consenso en el hecho de llegar a conocer cómo transcurrieron las vicisitudes y logros de la cultura humana. Particularmente, a partir de determinados periodos y de cómo éstos evolucionaron sucesivamente. Parece ser que de todo ello se encarga una ciencia: la paleoantropología. ¿Y qué nos aporta esta ciencia?. Los arqueólogos y antropólogos culturales nos dicen que, como en todo proceso de la (pre)historia, las comunidades más evolucionadas heredan culturalmente, de unas y otras generaciones que les preceden, estas y otras prácticas que van perfeccionando y transmitiendo de nuevo. Nos dicen que el hombre se asienta sobre el hombre. De nuevo, entonces, el arte como ejemplo; despacito y buena letra: primero los enormes puntos monocromáticos; más tarde, las geometrías simples; por último, el bisonte. Por tanto parte importante del trabajo de estos señores consiste en darnos a conocer estas pautas y hacernos ver cómo se complejizan los legados a lo largo de nuestra intrincada evolución cultural. Poquito a poco y buenos materiales: primero, tiza de carbón; más tarde, paño de piel para extender la forma concéntrica; por último, brocha y pincel para dar lugar a la policromía. Seguimos impulsados por el continuum

Traspasada la frontera del tiempo de los primeros manuscritos escritos –otro salto disruptivo que nunca fue tal- todo esto de la progresión lineal de la materia cultural, de modo tardío para la ciencia social -que debió percatarse mucho antes de todo este proceso-, tuvo que venir Weber a definirlo. Lo llamó con suerte la “racionalización de la cultura”. Lo que le concitó a decir algo parecido sobre la evolución del arte y del lenguaje, pero esta vez en clave sinfónica. Al igual que el mismo arte nacido de las cavernas, la música se armonizaba y diversificada desde su primeros inicios comunes evolucionando distintamente según los patrones o agentes culturales –pueblos o comunidades- o herramientas de sonido que la concibieran. Se podría asegurar que cada uno de los pueblos le puso algo de su impronta; pero sólo pocos de ellos, una muy perfeccionada. Así fuera el caso occidental de la música de cámara o de orquesta, con sus múltiples intérpretes o cuartetos. Parece lógico pensar entonces que todo esto ya viniera ocurriendo desde la noche de los tiempos con muchas otras facetas o procesos de la cultura material humana. Más concretamente para Weber, para nuestro tiempo y en su caso mucho más allá de la música, para la técnica, y afinado más aún, para el dinero. Weber, a esta complejidad de la materia la llamó el “espíritu del capitalismo”, que vino a concretar que el modo de racionalizar la cultura económica aun partiendo de un mismo punto histórico común -al igual que la música o el arte- no evolucionó de igual para todos en unos tiempos y lugares que en otros. 

Entonces, ¿se da un nexo común de todas las cosas?, ¿evolucionan paralelamente, pero con distintos ropajes o a pesar de sus diferentes resultados, para generar nuevos nexos matrices?. En cierto sentido hiperbólico es esto, pero con matices. Como advirtiera en una muestra de su profusa lucidez intelectual el biozoólogo Richard Dawkins, los seres vivos no sólo nos componemos de genes, los cuales transmiten la información génica de los padres a los hijos. Dawkins defiende que también nos componemos de “memes”. Los memes permiten que generaciones sucesivas o coetáneas o comunidades cercanas compartan materia cultural. Es ejemplo extremo sería nuestra actual sociedad informacional. Pero sobre todo lo que permite el meme es la transmisión de esa materia, muchas veces de índole local, de unas generaciones a otras. El meme queda entonces definido en algo así como “un gen de la transmisión”, de la transmisión de la información cognoscitiva. Dicho de otro modo: el conocimiento de las artes, de las lenguas (así como de las técnicas) es acumulativo por regiones; y sus incrementales se transmiten en el continuum intergeneracional de unos sucesores a otros a través de la línea del tiempo, de modo similar a cómo lo hacen genes con nuestros atributos psicofísicos. 


Las propias aportaciones de Dawkins sobre su idea de la transmisión natural de las partículas elementales del conocimiento que se transmiten o “sufren mutaciones” –perfeccionamientos- de una generación a otra mediante la codificación del aprendizaje humano, es el vivo ejemplo de cómo él mismo tomó prestado para la formulación de su hipótesis parte de un conocimiento ya heredado: digamos que su idea “mutó” de una concepción similar a la suya, de una partida de hipótesis que ya fue inspirada, no por Darwin, como pudiera parecer, sino por Edward Tylor, uno de los padres fundadores de la antropología moderna. Tylor, viendo como todo esto de la expansión del lenguaje y el arte, los cultivos y animales domésticos, las herramientas, así como otras manifestaciones de la costumbre o de la cultura material humana procuraban pautas similares de desarrollo, se empecinó en demostrar que necesariamente debía manifestarse, aunque oculta, una lógica sincrónica dentro de todas y cada una ellas. Como si entre sí no caminaran solas. Como si entre las evoluciones macroculturales de lo humano, existiera algún tipo de diálogo oculto o vertiente soterrada. Para el antropólogo inglés todos los parámetros etnométricos de lo común se alinean en el tiempo, o bien forman radios o círculos concéntricos en la interación de lo telúrico. A estos patrones comunes el devenir posterior de la ciencia antropológica terminó por definirlos como “universales culturales”, pautas, ritos y prácticas que toda comunidad ostenta, independiente de que las crearan por si mismas de manera aislada o de modo aprehendido de otras. Leslie White sostuvo una idea declinada de la Tylor, al objeto de sostener el absoluto principio que nos dice que la cultura es secuenciada y compartida por los grupos de población desde nexos común de origen. Argumentó que las diferentes culturas avanzadas -aunque para él sólo existiera una única cultura- progresaron acompasadamente porque se da entre ellas un “contagio cognoscitivo”. Las más rezagadas, tan sólo siguen el continuum ya descrito por estas o quizás, como le sucedió a la China Imperial, marcaron el paso desde un primer momento para quedar después superadas. White compartió los principios de Weber sobre la racionalización de la cultura en la dimensión de la técnica. Gracias a ella la "cultura global" caminaba erguida.    


A esta altura el lector que siga pacientemente con nosotros –seguramente el 30% de los que iniciaron la lectura cinco o seis párrafos atrás si me fío, Weber ojiplático, de los indicadores de la racionalización de la cultura informacional que me proporciona “Google Analytics”, - puede sentirse decepcionado: ¿esto no iba de hablar de Halloween?. Sin embargo seguro que cada uno de ellos es consciente de que no ha sido engañado; realmente no hemos hecho otra cosa que hablar más que de ello desde el garabato rupestre de las primeras líneas hasta ahora. Quizás de modo tan soterrado como los propios procesos culturales compartidos de los que hablamos. Como trató de explicar Tylor a lo largo de su trayectoria intelectual, muchas de las tradiciones que compartimos con otros pueblos o civilizaciones acaecidas, apenas hoy son perceptibles en su similitud ancestral. Sin embargo son, “universales culturales”; en términos dauquianos de un “macromeme ancestral”, esto es, completamente las mismas. Incluso cuando diferentes cosmovisiones de un mismo rito han entrado en conflicto, el sincretismo de ambas o múltiples de sus manifestaciones llegan a fusionarse en una misma práctica común administrada. Todos conocemos como la Iglesia de Roma dio cabida dentro de su liturgia a los ritos paganos que conmemoraban la llegada de los equinoccios y de los solsticios, no sólo admitiendo sus rasgos prerrománicos para apropiándose de ellos, sino estableciendo el marco adaptante de tal guisa que fue su discurso el que se integró en las estructuras administrativas y hieráticas de Roma, no su contrario, quedando oficialmente consolidado su credo. En términos de Weber, los racionalizó y les dio su forma.



Cuando hablamos de “Halloween” los hacemos en término administrado de “Día de Difuntos”. Un modo de hacerlo entender nos lo ofrece Marvin Harris. Harris considera que las diferentes unidades o culturas universales se vuelven con el tiempo específicas al objeto de decir lo mismo. Como "perdidas en la traducción” de las distintas codificaciones de la cultura humana muchas de las tradiciones o ritos se han ido desenvolviendo a la par de una adaptación local, configurando su propio mito y significado de universal cultural. El problema surge cuando apenas reconocemos como autóctonas prácticas similares o rituales espejos que practican simultáneamente otras culturas. Éstas se vuelven todas tan distintas entre sí, diseminadas por el espacio y transcurridas por los diferentes cauces del tiempo que, como parientes lejanos a los que se les presenta por primera vez en un barroco salón, procedentes de la semilla de un antepasado común, apenas pueden reconocer sus rasgos fenotípicos compartidos. Mirándose frente a frente, unos a otros, se extrañan. Más fácil: aún fruncimos el ceño cuando nos dicen que compartimos la gran totalidad de nuestros genes con otros primates. Quizás no nos ocurra con el "Hombre de Cromagnon". Pero cuando nos dicen que somos un poco monos o cuando observamos a un chimpancé nos decimos secretamente: “Esos no somos nosotros”. Con la práctica de las nuevas modalidades mainstream de la onomásticas de los difuntos (léase “Halloween”), a muchos de los europeos nos sucede lo mismo: nos decimos "esta no es nuestra fiesta", o "este no es nuestro rito". Sin embargo, como decimos, son las diferentes manifestaciones de una misma liturgia: la rememoración de nuestros seres más queridos que ya no están.



Entonces ¿a qué tanto alboroto si el “espíritu del rito” es el mismo?, ¿por qué tanta controversia?. Un modo de explicarlo está en cómo lo “universal cultural” que nos precede se ha transformado, como nos dice Harris, en un reflejo difuminado de su origen, localmente adaptado y cómo los valores de cada cultura se hace antagónicos entre sí en torno a un mismo rito. Para la tradición judeo-cristiana se trata de un sentimiento de dolor, de tristeza. Para los nepalíes -o incluso para los niños norteamericanos o mejicanos- un estallido de color y algarabía. La diferenciación humana también es socialmente construida. Podemos ver cómo se distancian entre sí, siguiendo el hilo de continuum histórico del que venimos hablando. “Halloween” es el perfecto ejemplo divulgativo del modo en que todo el mundo puede asimilar el mensaje de los antropólogos para tratar de explicar el trasiego histórico de las cosas o por contra hacernos saber a quién pertenecen en cada momento o época cada una de las costumbre. Pero ahora que sabemos que la celebración de la muerte es un poco de todas y cada una de las culturas, y muy poco de cada una de ellas, la pregunta se traslada a otra más polémica: “¿a quién pertenece la fecha?”. Ya no se trata de debatir si es o no la misma raíz cultural. Se trata más bien de un claro conflicto de identidad local: por qué usted me impone su modo de representarlo. Hasta la revolución logística e informacional del último tercio del pasado siglo -transporte barato transcontinental, emisión vía satélite, internet- parecía que no existiera ningún problema según cada cultura manifestara sus ritos de modo distinto con tal de que cada cual lo hiciera en su territorio natural. Ahora bien, ¿Qué pasa cuando estos valores se confrontan sobre el espacio cultural de la globalidad?. Un modo de “firmar la paz”, es de algún modo reconocer que “Halloween”, no pertenezca a nadie como concepto. Como el arte o la lengua, incluso la invención de la rueda o un amplio catálogo de universales culturales, nadie puede atribuirse la autoría o el origen de un rito. Sí su modo de imponerlo al mundo o manifestarlo, como demostró Roma, o actualmente Washington. Ahora bien, sabemos que no pertenece a nadie, pero podemos localizar sus fuentes.





A falta de un sincretismo que vendrá con el transcurso del tiempo global, seguro que la ciencia tiene la respuesta. Bueno, pues me temo que también es cuestión, de tribus, de identidades académicas. De escuelas científicas, para ser más finos. ¿A quién pertenece el conocimiento correcto?. ¿Es el “Día de Difuntos” una construcción humana o se remonta a los instintos biológicos e iniciáticos del mismo?. La ciencia nos vuelve desorientados de nuevo. Los neurocientíficos consideran que el instinto de veneración a los antepasados reside donde Chomsky encuentra el habla. Se trata de un "sentimiento innato". Los freudianos hablan de la muerte como algo cerebral, inconsciente. A los antropólogos no les acaba de gustar la idea de que los científicos, las ciencias duras, urgen en su jardín. A Harris, por citar, no le gusta Dawkins: cree que los zoobiólogos -Dawkins lo es- se asoman con demasiada ligereza a la etología y metodología de las ciencias sociales, como si esta fuera tan maleable y agradecida que admitiera la configuración sistémica de cada teoría hasta tal punto que cualquier conjunto de hipótesis fuera posible. Sabe de lo que habla por su propia experiencia académica. Marvin Harris reconoce que para las ciencias tradicionales una fórmula matemática -cuando menos compleja mejor-, sirva para describir actos de la naturaleza física o química de incalculable proyección científica. Pero difícilmente una "partícula teórica" como un "meme" puede deconstruir la caleidoscópica racionalidad humana. Para los críticos del innatismo, la partícula del conocimiento trata de una ocurrencia, de una "metáfora material o cognoscitiva". No va más allá y quedan muy bien para la columna científicas de los periódicos neoyorquinos. Por otra parte, el núcleo de la física considera que sociólogos se fijan demasiado en la construcción social o cultural de los mitos. No saben adoptar una perspectiva más amplia que admita la participación de otros enfoques científicos no constructivistas. Por ejemplo que la cultura de la muerte, despojada de todos sus ropajes folclóricos, pueda tener un sustrato o residuo tan cerebral o biológico como el instinto propio de supervivencia.



Y Chomsky, ¿qué opina de todo ésto?… bueno, Chomsky lleva bramando contra todos ellos y disparando desde su atril a todo lo que le rodea o se le acerca desde hace tiempo. Enervado, el teórico mantiene sus posturas contra el mundo, contra sus críticos y contra muchos otros de sus colegas: insistente, intenta hacernos comprender que dar una explicación en términos de datación o cultura material al lenguaje, al arte, la política o en este caso a los ritos de la vida o la muerte se vuelve ridículamente estéril. Parece como si el Hombre no hubiera aprendido nada de su complejidad cerebral y que cada una de las diversas ciencias sólo mantuviera su postura por motivos de autoafirmación de su disciplina. De acuerdo, pero ¿qué opina de "Halloween"? Bien, para el metalingüista el origen de nuestras prácticas más características, por encima de todo el lenguaje, se encuentra en nuestra cabeza de un modo orgánico. Y en nuestras prácticas de un modo funcional, integrativo, como extensivo de nuestro cerebro. ¿Tendrá razón el malhumorado de Noam?. Los chimpancés y otros homínidos, algunos paquidermos, camélidos y cetáceos también "lloran" la muerte o desaparición de sus congéneres. No han logrado trivializarla como algunas culturas humanas que la celebran como paso a una existencia mejor o a la discoteca engalanada de calabazas y murciélagos más próxima; sin embargo  la presienten como algo que conlleva ritos para ellos, como permanecer agrupados, gimoteando todos en círculos a modo de cánticos de despedida, o situarse cerca del cuerpo inerte o arrastrarlo hasta un sitio más íntimo. Parece que la cosa, como terminan concluyendo los etólogos, va en relación con el tamaño o disposición evolutiva del desarrollo cerebral. Quizás aún no lo sepamos, pero seguramente el loco de Noam este justificadamente molesto y sea el único que esté en lo cierto. Las construcciones culturales tienen su origen en el cerebro. Quizás por eso, sean universales.

Recogida del cuerpo de Dorotea, despedida por 
sus congéneres, en el Centro de Recuperación
 de Animales de Sanaga-Yong, en Camerún.