¿Escuchó usted a Mozart?. ¿Hizo
que sus hijos aprendieran sus primeros pasos reproduciendo su música?. En todo
caso, tanto si sí, como si no, hizo lo correcto. Pero tenga en cuenta que detrás de la
pervivencia del mito que asegura que escuchar a los clásicos nos hace personas
más inteligentes sólo se esconde uno de los mayores fenómenos de desinformación
vírica, al tiempo que otro de los mayores éxitos comerciales, de los últimos tiempos. Sepa cómo se construyó socialmente un producto de consumo a la medida de las necesidades
aspiracionales de todos.
Víctor G. Pulido para "Lineal Cero". En Mérida a miércoles 22 de abril de 2015.
Rozando los
mediados de los noventa, durante la edad de oro de la distorsionada música grunge y su generación “X”, uno de los
productos discográficos que experimentaron un mayor incremento de sus ventas,
al margen del malogrado Kurt Cobain
correspondió a los clásicos de siempre. Mozart
y Beethoven vivieron su enésima
juventud. Pero en esta ocasión, signo de los tiempos tecnológicos, bajo el
soporte digital CD. Sin duda se trató de un fenómeno sorprendente por
inesperado, dada la baja aceptación de mercado que denotaba la música clásica
desde principios de los 70. A pesar de todo ello y aunque bajo un delirio de
irreverencia típico en él Lennon
llegó a decir aquello de “Antes de
Elvis, no hubo nada” y que incluso después de “The Beatles” nada fuera parecido, lo cierto es que sí que hubo “algo” y que nos sorprendería saber cuántos
millones de partituras o álbumes pudieran haber vendido conjuntamente ambos
compositores, Mozart y Beethoven, desde el inicio de sus carreras: para el caso de Mozart, nadie
sabría establecer una cifra concreta.
La "Generación X" convivió durante al menos un lustro en la tierra
de nadie que limitaba ambos extremos de la convivencia entre
los valores de la cultura tradicional y los del nuevo orden.
La cuestión es que el fulgurante ascenso de la tendencia a comprar o adquirir música clásica a las puertas del siglo XXI devino curiosamente de la mecha prendida por un artículo científico publicado en “Nature” en la primavera de 1993, un inocente ensayo de control experimental sin muchas pretensiones de notoriedad llevado a cabo por la doctora en psicología social, Frances Rauscher, junto con su colaborador Gordon Shaw. Llevaba por título: “Music and Spatial Task Performance” (algo así como“Música y desempeño espacial de cometidos o tareas”). Tratando de contrastar las bondades del placebo o “Método Tomatis”, que según el autor de su metodología Alfred Tomatis involucraba a sus pacientes a desarrollar condiciones que les permitían dotarse de una mayor compresión neuroauditiva, Rauscher y Shaw llevaron a cabo este ensayo científico al objeto de ponerlo a prueba. Los investigadores aseguraron que, en efecto, se podría inferir algunas de las conclusiones, no la mayor parte de ellas, de Tomatis. Concretamente una; la que por citar a cuenta del caso, bajo condiciones de control específicas –por ejemplo estar relajadamente sentado en el salón de tu casa-, escuchar a Mozart (¿y por qué no a Salieri?) proporcionaba a sus sujetos de estudio -un conjunto de estudiantes de secundaria-, un mayor rendimiento intelectual en condiciones de razonamiento espacial (algo así como montar un puzle o dar forma a un juguete de piezas de construcción de un modo más eficiente);y todo ello durante un transcurso máximo de diez minutos.
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Niños sometiéndose a una terapia "Tomatis".
Pero sin duda tanto
esfuerzo investigador no cayó en saco roto los medios. Dado el prestigio del “Nature”, y como quizás cabría de esperar en estos casos, la prensa
convencional, los diarios principalmente, no tardaron en aprovechar la ocasión de hacerse eco de la noticia y propiciarle un toque de color al papel de la
experimentación científica dentro de la ciencias del comportamiento; pronto los
resultados del estudio, transgredidos en un subproducto divulgativo de nota de
prensa y en algún que otro reportaje con licencia literaria incluida, adquirió
rango de autoridad y su generalización adquirió una forma acertada de hoax, de falsa creencia; Y sin embargo,
se tomó por acertado: escuchar música clásica desde los primeros días de vida
incrementaba no sólo nuestra percepción espacial, sino además el intelecto de las personas y, especialmente en los cerebros en desarrollo de
los recién nacidos.
Reportaje sobre el ensayo Rauscher-Shaw en "The
San Francisco Chronicle", en octubre de 1993.
Para muchos padres
no conscientes de la verdadera naturaleza del estudio, esta creencia
inconsciente fue la más anhelada muestra de distorsión de mensaje por
transmisión social que por otra parte jamás hubiera soñado el hoy conocido como
marketing viral: sus hijos al fin
podrían disfrutar de una ventaja cognitiva tan sólo en el hecho de llevar a
cabo algo tan sencillo y cómodo como “darle al play” de sus equipos de música.
Por supuesto que deberían poner en práctica otras recomendables estrategias de estimulación
sensorial y de conocimiento con sus retoños; pero para ir empezando, como
declaración de intenciones y para reducir la tensión con su compromiso por
responsabilidad neoparental, no estaba mal. ¿Quién podría culparlos?... al fin
y al cabo todos queremos lo mejor para nuestros pequeños. De tal modo que era
sencillo dejarlos convencerse por sí mismos de cualquier atisbo informativo o
recomendación que se promulgan en los medios en relación a su bienestar y el de
los más pequeños. Y la industria discográfica y la del niño, atisbó ésto desde un
principio.
Y eso fue
exactamente lo que pasó. Muchos llegaron a convencerse en cierto modo
que la simple clave para un nuevo desarrollo intelectual se encontraba en algo
tan accesible, familiar y cotidiano como un viejo álbum de música clásica. Los
viejos discos habían estado allí desde siempre, formaban parte de los recuerdos
de tardes de nuestra infancia compartidas con nuestros abuelos y padres y hoy
quizás sobrevivían arrinconados en cajas de trasteros o buhardillas. Pero la contemporaneidad
los desempolvaba y nos los trasladaba a nuevos escenarios.
La replicancia de producto "Inteligencia-Mozart"
Así fue como la
actividad comercial quiso adivinar esta tendencia y sacarle provecho. Tiendas
para bebés que recibían a los padres con hilo musical clásico; CD´s anexos por
la compra de periódicos o revistas a modo de obsequio o precio accesible;
colecciones enteras de CD´s clásicos que venían con la compra aplazada de
equipos de alta fidelidad e incluso
tiendas como las de discos ya prácticamente desaparecidas de nuestro ecosistema
urbano, fueron la base de un nuevo canal o estrategia de comercialización
frente a la música ligera. Llegó a transgredirse incluso en un soterrado
producto electoral. Los políticos también se subieron al carro. Estados como
Georgia o Texas con sus senadores y partidas presupuestarias en cultura a la
cabeza, lo incorporaron como medida administrativa aplicada (regalaron CD´s o cassettes a los padres de neonatos que
los solicitaran). El estado de La Florida y también el de Nebraska dieron
instrucciones y presupuestos a sus guarderías públicas para que se escuchara de
nuevo a los clásicos. La idea del revival fue aplaudida por otras
administraciones, ayuntamientos y condados de toda Norteamérica. Y de ahí, su salto a
Europa inundando a todo el continente de esta tendencia.
Gama de productos distribuida por Donald Cambell.
Cabe
incidir en que lanzamientos editoriales adecuadamente oportunos como el de Don Campbell, en 1997 (titulado con
buena lógica práctica “El Efecto Mozart”),
ayudaron y mucho. Fue best-seller y
estuvo colgando de las listas de ventas norteamericanas durante largos meses.
Con su publicación la industria cultural anglosajona abrazó definitivamente el
fenómeno “inteligencia-Mozart”. Y todos ellos, padres, administraciones,
establecimientos comerciales y de esparcimiento, centros infantiles y editores
de revistas y periódicos, salieron beneficiados del efecto placebo que les
proporcionaba a los consumidores. Por extensión, en Occidente se popularizaron además los
programas de televisión, especialmente infantiles, destinados a los conciertos.
El “Concierto de Año Nuevo” de Viena,
que nunca despertó interés alguno entre los directores de contenidos
comerciales, se volvió de consumo “cool” en amplio espectro de las parrillas
televisivas, cuando jamás ninguna cadena lo demandaba; y bandas internacionales
de heavy metal y rock duro, “Metallica” entre otras, descubrieron la
música sinfónica y dieron un nuevo enfoque interpretativo a su
repertorio de masas. Otros artistas animados por sus casas discográficas también se aproximaron
a esta corriente mainstrain. Y así fue cómo se terminó de definir la construcción social de un producto comercial que se mantuvo en auge durante al menos una década.
Las compañías editoriales y discográficas vieron en
el formato sinfónico de música una oportunidad para su soporte.
Abajo, diagrama de flujos múltiples de dispersión diseñado
por "LinealCero" en el que se interpreta la construcción
social de un producto en base a una "trending news".
Incluye los medios, los prescriptores sociales,
el boca a boca y la masiva afluencia a las tiendas.
Abajo, diagrama de flujos múltiples de dispersión diseñado
por "LinealCero" en el que se interpreta la construcción
social de un producto en base a una "trending news".
Incluye los medios, los prescriptores sociales,
el boca a boca y la masiva afluencia a las tiendas.
Rauscher y Shaw se
mostraron enérgicamente incómodos por el tratamiento acientífico de este fenómeno ya tan popular como descontrolado,
desde sus primeras manifestaciones y desde un primer momento. En realidad temían que pudiera afectar a sus
respectivas carreras y a su credibilidad como científicos. Y, antes de todo, al
ensayo mismo. La misma profesora de psicología se esforzaría en sus
conferencias y clases por desligarse del fenómeno, asegurando que escuchar a
los autores clásicos no tenía más que un efecto fronterizo o liminar sobre la
escala de Standford-Binet (la que nos “mide” el coeficiente intelectual), como
desde un principio se dijo. Se trataría, en todo caso de un estímulo químico
neuronal de baja intensidad como el que sienten, dicho con toda cautela, los
fumadores cuando aseguran que la inhalación de nicotina les ayuda a pensar o
estimular el orden de sus ideas. Musicólogos como Susan Andrews y Billie
Thompson ayudaron a esclarecer la postura sobre la que se asentaba el
estudio. Llegaron a publicar incluso un ensayo crítico llamado “Apuntes históricos sobre los efectos fisiológicos de la música:
Tomatis, Mozart y Neuropsicología”.
Por su parte Shaw
se declinó por volcar todos sus esfuerzos defensivos sobre los medios. Acudió a
ellos para asegurar que el estudio-ensayo Rauscher-Shaw estaba malinterpretado
o en el peor de los casos completamente fabulado desde su origen divulgativo en
los mass-medias: una cabecera de
tanta resonancia entre los propios medios como “The New York Times” fue el primero en 1993 en dar forma a una
interpretación sesgada de sus posibles aplicaciones prácticas. Empezó por él.
Pero mientras que el prestigio de los periódicos y medios de comunicación
seguían indemne, el suyo, el de Shaw, se mantenía cuestionado: se daba a
entender que, junto a su colega, él era el científico que descubrió que Mozart
podría transmitir a través de su musical obra su propia genialidad a los más
pequeños. Pero Shaw no se veía así mismo como un alquímico. Ni mucho menos un charlatán. Pero como podemos
llegar a entender, ya fue demasiado tarde. El fenómeno de la falsa creencia- lo
que Galbraith llamara “sabiduría
convencional”, cuando el pueblo acoge la creencia y tiene que ser encajar sí o
sí en los mapas mentales- ya estaba más que consolidado.
Otra ciencia, la
del marketing, olvidando los detalles decisivos, ya hizo amortizable su propio
trabajo de investigación: la de ventas. Las expectativas creadas en torno al
producto, además, dieron lugar a múltiples externalizaciones positivas de
consumo derivadas del producto como efecto placebo. Por efecto contagio más
bien llegó a establecer incluso una corriente de aplicaciones paralelas a la
misma tendencia: breve meses después de salir a la venta el libro de Campbell,
el metro de Londres experimentó para reducir la violencia y los delitos en sus
andenes y vomitorios difundiendo por su megafonía sinfonías de Bach, Beethoven
y, por supuesto, también Mozart. Al
metro se les sumó las estaciones de trenes y recintos penitenciarios. Las
grandes superficies tampoco dejaron pasar de largo la oportunidad de asociarse
a la tendencia y retomaron de nuevo también una línea de investigación hasta
entonces poco madurada: cómo potenciar sus estrategias de marketing ambiental
mediante la sugerencia de estados de ánimo a través de difusión de hilo
musical: ritmos de músicas más acelerados en su sala de ventas podrían
potenciar el impulso de compra en el cliente; melodías más suaves y mitigadas,
invitar a permanecer más tiempo en la tienda, entre los pasillos y lineales del
híper, y ayudar con ello a un carrito más abultado. Entre los directivos de
grandes superficies aún está tan arraigada la idea que no se cuestiona, pero
tampoco se ahonda en la certeza de su efectividad: ¿quién se atreve a
quebrantar el mito?.
A pesar de su persistencia, las compañías del "grand retail" no han
logrado demostrar que la música influye en los comportamientos de compra.
Pasada algo más de una década
tras la publicación del ensayo, una vez agotado el filón comercial -o aún no,
dada que la falsa creencia persiste hoy, tenaz- y para resolver definitivamente todo
el entuerto del “efecto Mozart”, tres profesores del “Instituto de
Investigación de Psicología Básica”, curiosamente, de la Universidad de Viena,
decidieron en 2010 reproducir de nuevo el experimento tal como lo llevaron a
cabo Raucher y Shaw. Jacob Pietschnig,
Voracek Martin y Anton K. Forman retomaron el ensayo
científico y revelaron posteriormente que en sus estudios las composiciones de
su ilustre compatriota no reflejaron cambios significativos en la capacidad de
cognición ni intelectiva de los sujetos sometidos a la reproducción del
experimento de Rauscher-Shaw. Tan sólo acaso una mayor destreza. Junto al mismo
Shaw, Pietschnig quiso cerrar definitivamente el debate: escuchar a Mozart es
del todo recomendable: estimula ciertas áreas neuronales de nuestro cerebro;
pero entre los factores que incrementan la capacidad intelectiva, nuestra
capacidad de hacernos más inteligentes, escuchar la música del compositor
austriaco o de cualquier otro autor-incluso de Salieri- desde un CD no es
vinculante. Mozart nos puede hacer más cultos o refinados, pero nunca más
inteligentes. Tras este nuevo ensayo científico, Shaw cerró el círculo de su
infamia y se desvinculó definitivamente de la controversia.
La doctora Frances Rauscher, en su laboratorio.
Bajo estas líneas, notas que se tomaron durante
el ensayo científico que practicó junto a Shaw.
Bajo estas líneas, notas que se tomaron durante
el ensayo científico que practicó junto a Shaw.
¿Y, de Donald Cambell, qué fue?.
Bueno, aunque éste fue el más listo, más allá de su momento álgido, de su halo mediático, poco más se supo de
él salvo que murió en 2012 a los 65 años tras embolsarse una importante cantidad
de dinero dirigiendo una distribuidora...¡¡de discos y libros sobre Mozart!!.
Quedó claro que Campbell nunca destacó como musicólogo, que era su verdadero oficio;
pero demostró tener una gran visión empresarial sobre la materia, algo muy
valorado por la cultura USA. ¿Y de toda una generación de recién nacidos que
crecieron escuchando a los clásicos, qué se sabe?. Pues hay de todo, pero gran parte de ellos hoy destacan por ser cultivados mileuristas, del mismo modo que los son aquellos que no crecieron al compás de sus sonatas o sinfonías. Como bien nos hizo saber al respecto de todo esto la
divulgadora Sandra Aamodt: “Si bien ponerles
música clásica a tus críos no los hará más emocionales o inteligentes, hay una
cosa que sí lo hará: que toquen la música para ti. Llenar de música tu casa
puede mejorar sus procesos interactivos, con tal que no sean meros consumidores
pasivos de sinfonías, sino productores involucrado de ellas”. En efecto, tocar
música para uno, para mamá o bien para un conjunto de otros, especialmente si
es en compañía sintónica junto con otros niños, ayuda a los más pequeños a
desarrollar sus dotes de comunicación social, de incremento de valor intelectual añadido y de trabajo en equipo; lo que hará de ellos importantes agentes de desarrollo
futuro para su comunidad y para el crecimiento armónico de sus futuros retoños. Y, honestamente, qué mayor inteligencia que ésa.
Los 3 Tenores: ¿la chispa del "Mozart Effect"?.
Julio de 1994.
Estadio de los Dodger, en Los Ángeles. Concierto de Clausura de los
Juegos Olímpicos celebrados en la costa californiana. Fue uno de los actos, incluso entre los deportivos, más aplaudidos de aquellas olimpiadas. Y, sin embargo los factores que llevaron a cabo el
resurgimiento de la música clásica y la ópera, como todos los sociólogos saben
a la hora de enfrentarse a cualquier análisis de fenómeno social, no deja de
ser producto de múltiples interacciones causales, sociales y simbólicas. Y puede que “Los
Tres Tenores”, aquella calurosa noche, iniciaran la consolidación de una
tendencia que pocos meses antes la prensa calificara como "efectos beneficiosos
de los clásicos sobre la inteligencia de todos los hombres", el conocido como “Efecto
Mozart”. Años antes Sinatra -del que el trío tenor llegó a interpretar una pieza
como homenaje a la cultura musical local- había enarbolado un grito de
nostalgia revival reventado las listas de ventas de medio mundo con su producto
sinfónico: “Duets” y "Duets II".
Qué efecto pudo
tener la música lírica de Pavarotti, Carreras y Domingo sobre el fenómeno de
popularización y ventas de la música de cámara y telón a partir de entonces,
nunca quizás se llegue a saber. Pero tal y como entonó el diario español “El
País”, en aquel entonces: “La música clásica (o, mejor dicho, su relación con
el público) habría cambiado para siempre”. Según los críticos musicales del
periódico madrileño “se había inventado un género nuevo: la clásica pop”. Lo
que no sabían concretar exactamente es si se había llegado para quedarse definitivamente, como parece que no pudo
conseguir un precedente patrio: el director de orquesta español, Luis Cobos.
Pero ocho millones de copias sólo vendidas en el
periodo que fue del concierto de los tenores bajo el manto de estrellas
californiano hasta el periodo de navidades y Reyes, en tan sólo seis meses, debió callar muchas bocas.
Y abrir otras… al canto. Cuartetos construidos ad hoc como “Il Divo”, los “Tres
Tenores Chinos” y otros más naturales como Andrea Bocelli y hasta una Sarah
Brightman que apenas conocían los suyos, enterraron definitivamente los
“unplugged” e indicaron el camino de salida al rock distorsionado, al
tradicional y al metal. El rock estuvo hibernado como corriente y paradigma de la música popular al
menos una década. Por otra parte, la tendencia a poner atención comercial sobre la música clásica parece que dio visibilidad social a que
terapias como las de Tomatis o ensayos científicos como los de Rauscher
tuvieran a estos fenómenos científicamente en cuenta. Pero nunca sabremos si
Frances y Gordon ayudaron, más que poner en la picota o cuestionarlo, a desarrollar el
fenómeno “inteligencia Mozart”. Lo que sí quedó patente es que la música clásica jamás gozó de tanto popularidad. Ni tan siquiera hoy, cuando más fácil es acceder a ella mediante las plataformas virtuales de dispensación de músicas y vídeos.