miércoles, 22 de abril de 2015

¿Escuchó Usted a Mozart?.



¿Escuchó usted a Mozart?. ¿Hizo que sus hijos aprendieran sus primeros pasos reproduciendo su música?. En todo caso, tanto si sí, como si no, hizo lo correcto. Pero tenga en cuenta que detrás de la pervivencia del mito que asegura que escuchar a los clásicos nos hace personas más inteligentes sólo se esconde uno de los mayores fenómenos de desinformación vírica, al tiempo que otro de los mayores éxitos comerciales, de los últimos tiempos. Sepa cómo se construyó socialmente un producto de consumo a la medida de las necesidades aspiracionales de todos.

Víctor G. Pulido para "Lineal Cero". En Mérida a miércoles 22 de abril de 2015. 




Rozando los mediados de los noventa, durante la edad de oro de la distorsionada música grunge y su generación “X”, uno de los productos discográficos que experimentaron un mayor incremento de sus ventas, al margen del malogrado Kurt Cobain correspondió a los clásicos de siempre. Mozart y Beethoven vivieron su enésima juventud. Pero en esta ocasión, signo de los tiempos tecnológicos, bajo el soporte digital CD. Sin duda se trató de un fenómeno sorprendente por inesperado, dada la baja aceptación de mercado que denotaba la música clásica desde principios de los 70. A pesar de todo ello y aunque bajo un delirio de irreverencia típico en él Lennon llegó a decir aquello de “Antes de Elvis, no hubo nada” y que incluso después de “The Beatles” nada fuera parecido, lo cierto es que sí que hubo “algo” y que nos sorprendería saber cuántos millones de partituras o álbumes pudieran haber vendido conjuntamente ambos compositores, Mozart y Beethoven, desde el inicio de sus carreras: para el caso de Mozart, nadie sabría establecer una cifra concreta.


La "Generación X" convivió  durante al menos un lustro en la tierra 
de nadie que limitaba ambos extremos de la convivencia entre 
los valores de la cultura tradicional y los del nuevo orden.

La cuestión es que el fulgurante ascenso de la tendencia a comprar o adquirir música clásica a las puertas del siglo XXI devino curiosamente de la mecha prendida por un artículo científico publicado en “Nature” en la primavera de 1993, un inocente ensayo de control experimental sin muchas pretensiones de notoriedad llevado a cabo por la doctora en psicología social, Frances Rauscher, junto con su colaborador Gordon Shaw. Llevaba por título: “Music and Spatial Task Performance” (algo así como“Música y desempeño espacial de cometidos o tareas”). Tratando de contrastar las bondades del placebo o “Método Tomatis”, que según el autor de su metodología Alfred Tomatis involucraba a sus pacientes a desarrollar condiciones que les permitían dotarse de una mayor compresión neuroauditiva, Rauscher y Shaw llevaron a cabo este ensayo científico al objeto de ponerlo a prueba. Los investigadores aseguraron que, en efecto, se podría inferir algunas de las conclusiones, no la mayor parte de ellas, de Tomatis. Concretamente una; la que por citar a cuenta del caso, bajo condiciones de control específicas –por ejemplo estar relajadamente sentado en el salón de tu casa-, escuchar a Mozart (¿y por qué no a Salieri?) proporcionaba a sus sujetos de estudio -un conjunto de estudiantes de secundaria-, un mayor rendimiento intelectual en condiciones de razonamiento espacial (algo así como montar un puzle o dar forma a un juguete de piezas de construcción de un modo más eficiente);y todo ello durante un transcurso máximo de diez minutos.


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Niños sometiéndose a una terapia "Tomatis".


Pero sin duda tanto esfuerzo investigador no cayó en saco roto los medios. Dado el prestigio del “Nature”, y como quizás cabría de esperar en estos casos, la prensa convencional, los diarios principalmente, no tardaron en aprovechar la ocasión de hacerse eco de la noticia y propiciarle un toque de color al papel de la experimentación científica dentro de la ciencias del comportamiento; pronto los resultados del estudio, transgredidos en un subproducto divulgativo de nota de prensa y en algún que otro reportaje con licencia literaria incluida, adquirió rango de autoridad y su generalización adquirió una forma acertada de hoax, de falsa creencia; Y sin embargo, se tomó por acertado: escuchar música clásica desde los primeros días de vida incrementaba no sólo nuestra percepción espacial, sino además el intelecto de las personas y, especialmente en los cerebros en desarrollo de los recién nacidos.


Reportaje sobre el ensayo Rauscher-Shaw en "The 
San Francisco Chronicle", en octubre de 1993.


Para muchos padres no conscientes de la verdadera naturaleza del estudio, esta creencia inconsciente fue la más anhelada muestra de distorsión de mensaje por transmisión social que por otra parte jamás hubiera soñado el hoy conocido como marketing viral: sus hijos al fin podrían disfrutar de una ventaja cognitiva tan sólo en el hecho de llevar a cabo algo tan sencillo y cómodo como “darle al play” de sus equipos de música. Por supuesto que deberían poner en práctica otras recomendables estrategias de estimulación sensorial y de conocimiento con sus retoños; pero para ir empezando, como declaración de intenciones y para reducir la tensión con su compromiso por responsabilidad neoparental, no estaba mal. ¿Quién podría culparlos?... al fin y al cabo todos queremos lo mejor para nuestros pequeños. De tal modo que era sencillo dejarlos convencerse por sí mismos de cualquier atisbo informativo o recomendación que se promulgan en los medios en relación a su bienestar y el de los más pequeños. Y la industria discográfica y la del niño, atisbó ésto desde un principio.




Y eso fue exactamente lo que pasó. Muchos llegaron a convencerse en cierto modo que la simple clave para un nuevo desarrollo intelectual se encontraba en algo tan accesible, familiar y cotidiano como un viejo álbum de música clásica. Los viejos discos habían estado allí desde siempre, formaban parte de los recuerdos de tardes de nuestra infancia compartidas con nuestros abuelos y padres y hoy quizás sobrevivían arrinconados en cajas de trasteros o buhardillas. Pero la contemporaneidad los desempolvaba y nos los trasladaba a nuevos escenarios.



                          La replicancia de producto "Inteligencia-Mozart"
                     fue consecuencia de su demanda socialmente construida.





Así fue como la actividad comercial quiso adivinar esta tendencia y sacarle provecho. Tiendas para bebés que recibían a los padres con hilo musical clásico; CD´s anexos por la compra de periódicos o revistas a modo de obsequio o precio accesible; colecciones enteras de CD´s clásicos que venían con la compra aplazada de equipos de alta fidelidad e incluso tiendas como las de discos ya prácticamente desaparecidas de nuestro ecosistema urbano, fueron la base de un nuevo canal o estrategia de comercialización frente a la música ligera. Llegó a transgredirse incluso en un soterrado producto electoral. Los políticos también se subieron al carro. Estados como Georgia o Texas con sus senadores y partidas presupuestarias en cultura a la cabeza, lo incorporaron como medida administrativa aplicada (regalaron CD´s o cassettes a los padres de neonatos que los solicitaran). El estado de La Florida y también el de Nebraska dieron instrucciones y presupuestos a sus guarderías públicas para que se escuchara de nuevo a los clásicos. La idea del revival fue aplaudida por otras administraciones, ayuntamientos y condados de toda Norteamérica. Y de ahí, su salto a Europa inundando a todo el continente de esta tendencia.


Gama de productos distribuida por Donald Cambell.


  Cabe incidir en que lanzamientos editoriales adecuadamente oportunos como el de Don Campbell, en 1997 (titulado con buena lógica práctica “El Efecto Mozart”), ayudaron y mucho. Fue best-seller y estuvo colgando de las listas de ventas norteamericanas durante largos meses. Con su publicación la industria cultural anglosajona abrazó definitivamente el fenómeno “inteligencia-Mozart”. Y todos ellos, padres, administraciones, establecimientos comerciales y de esparcimiento, centros infantiles y editores de revistas y periódicos, salieron beneficiados del efecto placebo que les proporcionaba a los consumidores. Por extensión, en Occidente se popularizaron además los programas de televisión, especialmente infantiles, destinados a los conciertos. El “Concierto de Año Nuevo” de Viena, que nunca despertó interés alguno entre los directores de contenidos comerciales, se volvió de consumo “cool” en amplio espectro de las parrillas televisivas, cuando jamás ninguna cadena lo demandaba; y bandas internacionales de heavy metal y rock duro, “Metallica” entre otras, descubrieron la música sinfónica y dieron un nuevo enfoque interpretativo a su repertorio de masas. Otros artistas animados por sus casas discográficas también se aproximaron a esta corriente mainstrain. Y así fue cómo se terminó de definir la construcción social de un producto comercial que se mantuvo en auge durante al menos una década.



Las compañías editoriales y discográficas vieron en 
el formato sinfónico de música una oportunidad para su soporte. 

Abajo, diagrama de flujos múltiples de dispersión diseñado 
por "LinealCero" en el que se interpreta la construcción 
social de un producto en base a una "trending news".
Incluye los medios, los prescriptores sociales,
el boca a boca y la masiva afluencia a las tiendas. 





Rauscher y Shaw se mostraron enérgicamente incómodos por el tratamiento acientífico de este  fenómeno ya tan popular como descontrolado, desde sus primeras manifestaciones y desde un primer momento. En realidad temían que pudiera afectar a sus respectivas carreras y a su credibilidad como científicos. Y, antes de todo, al ensayo mismo. La misma profesora de psicología se esforzaría en sus conferencias y clases por desligarse del fenómeno, asegurando que escuchar a los autores clásicos no tenía más que un efecto fronterizo o liminar sobre la escala de Standford-Binet (la que nos “mide” el coeficiente intelectual), como desde un principio se dijo. Se trataría, en todo caso de un estímulo químico neuronal de baja intensidad como el que sienten, dicho con toda cautela, los fumadores cuando aseguran que la inhalación de nicotina les ayuda a pensar o estimular el orden de sus ideas. Musicólogos como Susan Andrews y Billie Thompson ayudaron a esclarecer la postura sobre la que se asentaba el estudio. Llegaron a publicar incluso un ensayo crítico llamado “Apuntes históricos sobre los efectos fisiológicos de la música: Tomatis, Mozart y Neuropsicología”.


Por su parte Shaw se declinó por volcar todos sus esfuerzos defensivos sobre los medios. Acudió a ellos para asegurar que el estudio-ensayo Rauscher-Shaw estaba malinterpretado o en el peor de los casos completamente fabulado desde su origen divulgativo en los mass-medias: una cabecera de tanta resonancia entre los propios medios como “The New York Times” fue el primero en 1993 en dar forma a una interpretación sesgada de sus posibles aplicaciones prácticas. Empezó por él. Pero mientras que el prestigio de los periódicos y medios de comunicación seguían indemne, el suyo, el de Shaw, se mantenía cuestionado: se daba a entender que, junto a su colega, él era el científico que descubrió que Mozart podría transmitir a través de su musical obra su propia genialidad a los más pequeños. Pero Shaw no se veía así mismo como un alquímico. Ni mucho menos un charlatán. Pero como podemos llegar a entender, ya fue demasiado tarde. El fenómeno de la falsa creencia- lo que Galbraith llamara “sabiduría convencional”, cuando el pueblo acoge la creencia y tiene que ser encajar sí o sí en los mapas mentales- ya estaba más que consolidado.

Otra ciencia, la del marketing, olvidando los detalles decisivos, ya hizo amortizable su propio trabajo de investigación: la de ventas. Las expectativas creadas en torno al producto, además, dieron lugar a múltiples externalizaciones positivas de consumo derivadas del producto como efecto placebo. Por efecto contagio más bien llegó a establecer incluso una corriente de aplicaciones paralelas a la misma tendencia: breve meses después de salir a la venta el libro de Campbell, el metro de Londres experimentó para reducir la violencia y los delitos en sus andenes y vomitorios difundiendo por su megafonía sinfonías de Bach, Beethoven y, por supuesto, también Mozart. Al metro se les sumó las estaciones de trenes y recintos penitenciarios. Las grandes superficies tampoco dejaron pasar de largo la oportunidad de asociarse a la tendencia y retomaron de nuevo también una línea de investigación hasta entonces poco madurada: cómo potenciar sus estrategias de marketing ambiental mediante la sugerencia de estados de ánimo a través de difusión de hilo musical: ritmos de músicas más acelerados en su sala de ventas podrían potenciar el impulso de compra en el cliente; melodías más suaves y mitigadas, invitar a permanecer más tiempo en la tienda, entre los pasillos y lineales del híper, y ayudar con ello a un carrito más abultado. Entre los directivos de grandes superficies aún está tan arraigada la idea que no se cuestiona, pero tampoco se ahonda en la certeza de su efectividad: ¿quién se atreve a quebrantar el mito?.

A pesar de su persistencia, las compañías del "grand retail" no han 
logrado demostrar que la música influye en los comportamientos de compra.


Pasada algo más de una década tras la publicación del ensayo, una vez agotado el filón comercial -o aún no, dada que la falsa creencia persiste hoy, tenaz- y para resolver definitivamente todo el entuerto del “efecto Mozart”, tres profesores del “Instituto de Investigación de Psicología Básica”, curiosamente, de la Universidad de Viena, decidieron en 2010 reproducir de nuevo el experimento tal como lo llevaron a cabo Raucher y Shaw. Jacob Pietschnig, Voracek Martin y Anton K. Forman retomaron el ensayo científico y revelaron posteriormente que en sus estudios las composiciones de su ilustre compatriota no reflejaron cambios significativos en la capacidad de cognición ni intelectiva de los sujetos sometidos a la reproducción del experimento de Rauscher-Shaw. Tan sólo acaso una mayor destreza. Junto al mismo Shaw, Pietschnig quiso cerrar definitivamente el debate: escuchar a Mozart es del todo recomendable: estimula ciertas áreas neuronales de nuestro cerebro; pero entre los factores que incrementan la capacidad intelectiva, nuestra capacidad de hacernos más inteligentes, escuchar la música del compositor austriaco o de cualquier otro autor-incluso de Salieri- desde un CD no es vinculante. Mozart nos puede hacer más cultos o refinados, pero nunca más inteligentes. Tras este nuevo ensayo científico, Shaw cerró el círculo de su infamia y se desvinculó definitivamente de la controversia.


La doctora Frances Rauscher, en su laboratorio.
Bajo estas líneas, notas que se tomaron durante
el ensayo científico que practicó junto a Shaw. 



¿Y, de Donald Cambell, qué fue?. Bueno, aunque éste fue el más listo, más allá de su momento álgido, de su halo mediático, poco más se supo de él salvo que murió en 2012 a los 65 años tras embolsarse una importante cantidad de dinero dirigiendo una distribuidora...¡¡de discos y libros sobre Mozart!!. Quedó claro que Campbell nunca destacó como musicólogo, que era su verdadero oficio; pero demostró tener una gran visión empresarial sobre la materia, algo muy valorado por la cultura USA. ¿Y de toda una generación de recién nacidos que crecieron escuchando a los clásicos, qué se sabe?. Pues hay de todo, pero gran parte de ellos hoy destacan por ser cultivados mileuristas, del mismo modo que los son aquellos que no crecieron al compás de sus sonatas o sinfonías. Como bien nos hizo saber al respecto de todo esto la divulgadora Sandra Aamodt: “Si bien ponerles música clásica a tus críos no los hará más emocionales o inteligentes, hay una cosa que sí lo hará: que toquen la música para ti. Llenar de música tu casa puede mejorar sus procesos interactivos, con tal que no sean meros consumidores pasivos de sinfonías, sino productores involucrado de ellas”. En efecto, tocar música para uno, para mamá o bien para un conjunto de otros, especialmente si es en compañía sintónica junto con otros niños, ayuda a los más pequeños a desarrollar sus dotes de comunicación social, de incremento de valor intelectual añadido y de trabajo en equipo; lo que hará de ellos importantes agentes de desarrollo futuro para su comunidad y para el crecimiento armónico de sus futuros retoños. Y, honestamente, qué mayor inteligencia que ésa.

                                



Los 3 Tenores: ¿la chispa del "Mozart Effect"?.



Julio de 1994. Estadio de los Dodger, en Los Ángeles. Concierto de Clausura de los Juegos Olímpicos celebrados en la costa californiana. Fue uno de los actos, incluso entre los deportivos, más aplaudidos de aquellas olimpiadas. Y, sin embargo los factores que llevaron a cabo el resurgimiento de la música clásica y la ópera, como todos los sociólogos saben a la hora de enfrentarse a cualquier análisis de fenómeno social, no deja de ser producto de múltiples interacciones causales, sociales y simbólicas. Y puede que “Los Tres Tenores”, aquella calurosa noche, iniciaran la consolidación de una tendencia que pocos meses antes la prensa calificara como "efectos beneficiosos de los clásicos sobre la inteligencia de todos los hombres", el conocido como “Efecto Mozart”. Años antes Sinatra -del que el trío tenor llegó a interpretar una pieza como homenaje a la cultura musical local- había enarbolado un grito de nostalgia revival reventado las listas de ventas de medio mundo con su producto sinfónico: “Duets” y "Duets II".


Qué efecto pudo tener la música lírica de Pavarotti, Carreras y Domingo sobre el fenómeno de popularización y ventas de la música de cámara y telón a partir de entonces, nunca quizás se llegue a saber. Pero tal y como entonó el diario español “El País”, en aquel entonces: “La música clásica (o, mejor dicho, su relación con el público) habría cambiado para siempre”. Según los críticos musicales del periódico madrileño “se había inventado un género nuevo: la clásica pop”. Lo que no sabían concretar exactamente es si se había llegado para quedarse definitivamente, como parece que no pudo conseguir un precedente patrio: el director de orquesta español, Luis Cobos.


 Pero ocho millones de copias sólo vendidas en el periodo que fue del concierto de los tenores bajo el manto de estrellas californiano hasta el periodo de navidades y Reyes, en tan sólo seis meses, debió callar muchas bocas. Y abrir otras… al canto. Cuartetos construidos ad hoc como “Il Divo”, los “Tres Tenores Chinos” y otros más naturales como Andrea Bocelli y hasta una Sarah Brightman que apenas conocían los suyos, enterraron definitivamente los “unplugged” e indicaron el camino de salida al rock distorsionado, al tradicional y al metal. El rock estuvo hibernado como corriente y paradigma de la música popular al menos una década. Por otra parte, la tendencia a poner atención comercial sobre la música clásica parece que dio visibilidad social a que terapias como las de Tomatis o ensayos científicos como los de Rauscher tuvieran a estos fenómenos científicamente en cuenta. Pero nunca sabremos si Frances y Gordon ayudaron, más que poner en la picota o cuestionarlo, a desarrollar el fenómeno “inteligencia Mozart”. Lo que sí quedó patente es que la música clásica jamás gozó de tanto popularidad. Ni tan siquiera hoy, cuando más fácil es acceder a ella mediante las plataformas virtuales de dispensación de músicas y vídeos.