El ensayista inglés E. M. Forster llegó a decir en una ocasión sobre un producto tan comercial como las novelas y la narrativa condensada en páginas de papel que en verdad lo que movía al lector a consumir libros y seguir leyendo era su deseo irresistible "de saber, en cada historia, lo qué ocurriría a continuación", siempre a medida que ésta se iba desarrollando. En un escenario como el actual, donde en ocasiones la realidad supera a la ficción -como en el caso Volkswagen que nos mantendrá ocupado- no parece tan distinto; nos sentimos tan evolucionados y curados de sorpresas y espantos que lo que realmente motiva al espectador global -tanto desde el prisma de la historia como el de la geopolítica- a lo hora de revolverse en una historia, es saber qué ocurrió antes-la precuela. Y, sobretodo, el porqué. En este conjunto de entregas de "LinealCero" vamos a tratar de describir cómo "VW" se vio envuelto y ha terminado desembocado en el escándalo al que ligado su nombre así como las circunstancias que inspiraron su triquiñuela en el mayor y creciente escándalo de nuestra más reciente historia industrial impulsada.
¿Diría usted que Estados Unidos, en plena "Cumbre del Clima de París", se caracteriza por ser un país con una alta conciencia ecológica?. Si su respuesta es “no”, por considerarlo históricamente como uno de los países que mayores emisiones de CO2 lanzan a la atmósfera global, no estaría ni tan de cerca acertado. Los Estados Unidos, o al menos sus ciudadanos, se encuentran entre el conjunto de naciones más reconocidas por su grado de concienciación medioambiental. No todo es disfrutar del tópico de las películas donde entran en escena sus viejos cacharros pick-up contaminando el Medio-Oeste. En efecto, aunque les cueste creerlo, encerradas entre sus fronteras los americanos encuentran ciudades reconocidas mundialmente por su alto compromiso medioambiental, como Portland o San Francisco (en el top ten mundial) o Austin o Seattle, englobadas todas bajo el “Top 25th”. En los EE.UU., por citar un ejemplo pertinente a su grado de concienciación por otro lado, administrativa, no está permitido que los vehículos de combustión que trabajan con óxido de nitrógeno superen la cuota de 40 microgramos por kilómetro (en Europa esta cota de permisión se eleva a los 80 microgramos de NOx/km.) Y por lo que respecta en general a esta modalidad de diésel, la tecnología carburante más contaminante, salvo para algunos segmentos de coches europeos o de baja gama o cilindrada americana hasta hace escasas décadas era sólo empleado en los EE.UU. para maquinaria pesada agrícola o industrial. Tal es así que, a día de hoy, en el parque automovilístico norteamericano los vehículos de esta tecnología apenas rompen el techo del 5% de cuota de circulación. Estrechamente ligado a este dato, la cuota de adquisición de tecnologías de motor diésel para la primera economía industrial apenas supone el 4% de las ventas mundiales.
Por otra parte y siguiendo esta línea, si nos retrotraemos más atrás en el tiempo, se podría decir sin miedo a titubear que suya fue la primera ley de protección ecológica de Occidente, la “Clean Air Federal Act” (CAA), promulgada en 1971 mucho antes que -quizás salvo Inglaterra en parte, o Suecia en 1969- muchos países europeos como Países Bajos consolidaran la suya propia en sus legislaciones. Ésta ley, la CAA, en parte lo fue gracias a los esfuerzos llevados a cabo por el impacto que en la sociedad estadounidense provocó la publicación de una serie de artículos editados durante el verano de 1962 en el dominical “The New Yorker”. Poco tiempo después, y dada su repercusión, en 1963 apareció el texto crítico completo de su autora, Rachel Carson, compilado en formato editorial bajo el título “La Primavera Silenciosa”.
Por otra parte y siguiendo esta línea, si nos retrotraemos más atrás en el tiempo, se podría decir sin miedo a titubear que suya fue la primera ley de protección ecológica de Occidente, la “Clean Air Federal Act” (CAA), promulgada en 1971 mucho antes que -quizás salvo Inglaterra en parte, o Suecia en 1969- muchos países europeos como Países Bajos consolidaran la suya propia en sus legislaciones. Ésta ley, la CAA, en parte lo fue gracias a los esfuerzos llevados a cabo por el impacto que en la sociedad estadounidense provocó la publicación de una serie de artículos editados durante el verano de 1962 en el dominical “The New Yorker”. Poco tiempo después, y dada su repercusión, en 1963 apareció el texto crítico completo de su autora, Rachel Carson, compilado en formato editorial bajo el título “La Primavera Silenciosa”.
Una de las hipótesis de Carson en sus ensayos -su posterior libro- es que no existía una estrecha correlación entre la tradición comensal de los norteamericanos -cristalizada en su deseo de establecer un diálogo con el medio ambiente- y las sucesivas políticas oficiales de su gobierno federal al respecto de la protección de sus ecosistemas. Carson elevaba este análisis al nivel de lo gubernamental global. Lo cual le llevó a una retórica ya clásica desde los atenienses: “¿realmente decidimos nosotros?”. A pesar de su pesar, la autora vio tempranamente recompensada su aflicción al ver cómo su mensaje desbordó fronteras. Su libro, de la noche a la mañana, se convirtió en todo un best seller, internacional. Y lo fue, además, de modo sorpresivo incluso para la industria: la naturaleza de un ensayo tan atípico como el suyo no podía estar convirtiéndose en auténtico icono generacional bajo el manto de una década ya de por sí empachada de fuertes referentes contraculturales. Fuera como fuere, fue a partir de este empuje y pesar de la crisis energética del 73 cuando a esta “revolución legislativa” a la que abrió camino la CAA se sumarían las diferentes normativas locales y nacionales de una costa a otra de Norteamérica. De tal modo que en 1976, muy al contrario, insistimos, que en muchos de los países europeos, los estados norteamericanos, incluido el Canadá, ya disponían de un amplio marco normativo que protegía de forma contundente –dio para dar de comer a muchos abogados- sus zonas fluviales y forestales. Y, por supuesto, para dotarlos de una agencia de protección medioambiental. En el caso de EE.UU., la Environment Protection Agency.
La Agencia medioambiental EPA llevó a cabo sus primeras iniciativas el 2
de diciembre de 1970, tras ser aprobada por el Congreso unas semanas antes.
En la fotografía superior, el presidente de los Estados Unidos de América,
Richard Nixon, firmando la "Clean Air Federal Act".
de diciembre de 1970, tras ser aprobada por el Congreso unas semanas antes.
En la fotografía superior, el presidente de los Estados Unidos de América,
Richard Nixon, firmando la "Clean Air Federal Act".
En la imagen superior, William Ruckelshaus, junto a Nixon, prestando juramento
antes de su toma de posesión en el Senado como primer Director General de la EPA, en
diciembre de 1970. Volvió a repetir cargo en la USEPA con Reagan en mayo de 1983,
tras el "Gorsuch-Burford Gate". Abajo, Russell E. Train, al que más dejaron trabajar,
tomando posesión como tercer director de la USEPA en septiembre de 1973.
antes de su toma de posesión en el Senado como primer Director General de la EPA, en
diciembre de 1970. Volvió a repetir cargo en la USEPA con Reagan en mayo de 1983,
tras el "Gorsuch-Burford Gate". Abajo, Russell E. Train, al que más dejaron trabajar,
tomando posesión como tercer director de la USEPA en septiembre de 1973.
Sin embargo y a pesar del avance local casi veinte años más tarde, durante la campaña electoral que daría de nuevo la presidencia a Clinton, su vicepresidente Al Gore volvió a hacerse al igual que Carson en el 62 la misma pregunta sobre la base de su dimensión internacional: ¿realmente decidimos nosotros?. Su discurso quedó plasmado en su artículo “Cómo promover y financiar un desarrollo sostenible”. Fue publicado por las principales cabeceras del mundo y constituyó una de las retóricas fundacionales sobre lo que más tarde se daría a conocer como el “Tratado de Kioto”. Su mensaje fue sincrético: los gobiernos y las multinacionales deben dar respuesta a los valores de los ciudadanos; sobre todo el consejo fue dirigido a éstas últimas, si querían participar de los réditos del consumo en el largo plazo y del beneplácito de las administraciones en el medio. Para ilustrar esta declaración de principios conciliadores, Gore solía poner como ejemplo el vehículo como medio transformación tecnológica e industrial: el motor de propulsión debía volver a constituir la vanguardia del nuevo cambio social y tecnológico del Siglo XXI tal como ya lo había sido para el XX. En efecto, ningún otro objeto de nuestra cultura material despierta tantas sinergias de transformación como el coche, ni siquiera como lo fuera el “Saturno V”.
Así fue como durante los primeros meses de la Administración Clinton tras su reelección, la “Directiva Gore” se vio fuertemente implicada por el mensaje envolvente que daba forma a su política medioambiental. En su cabeza rondaba el temor de que pudiéramos haber olvidado el mensaje de Carson. Quizás por ello o como añadido, el entonces vicepresidente de los EE.UU. quiso mantener su apuesta y su línea electoral apoyando una iniciativa internacional que se concretó en un estudio formal llevado a cabo por más de sesenta sociólogos repartidos por todo el globo. Al dirigirse a la gente, se trató de poner al trasluz la cuestión de los valores culturalmente compartidos por todas las naciones, independiente de cual fuera su sistema de producción, desarrollo económico u organización política o de creencias; y que de algún modo estos valores compartidos pudieran ser la base de legitimidad y del cambio normativo. A estos parámetros los antropólogos ya los catalogaban desde hace décadas como “universales culturales”; no obstante y a la luz de todo esto, los politólogos decidieron adoptar para definirlos bajo un mismo regazo en un término de corte postmoderno de nuevo cuño: “glocalidad”. La "glocalidad" pudo entenderse entonces como el modo en que las pequeñas acciones compartidas y compromisos del mundo de las regiones y comunidades medianas pudieran sumar sostenibilidades conjuntamente. Algo, un valor, que puede ser tanto local como al mismo tiempo global, urbi et orbi. La lógica establecida es que si existían entonces valores universalmente compartidos, no podría ser excesivamente complicado establecer una dialéctica común en torno a ellos.
Barry
Commoner, científico zoólogo, profesor universitario y más tarde político
activista, convulsionó al mundo casi una década después de que lo hiciera
Rachel Carson cuando en 1971 publicó su libro “El círculo se cierra”. Antes de
editar su obra más representativa ya se le consideraba uno de los padres
fundadores de la corriente crítica ambiental establecida en EE.UU, que emergió
durante el tercer cuarto del siglo XX. Sus tesis influyeron en la opinión
pública y la administrativa acerca de la desaconsejable idoneidad de las pruebas nucleares, del
consumo de energía y de la vital importancia de algo que hoy nos parece tan cotidiano como el reciclaje de materiales. Su trayectoria política es menos memorable que su legado intelectual,
ya que se presentó como candidato independiente a las presidenciales frente a Reagan en 1980 y
apenas consiguió el respaldo popular que con mejor suerte obtuvo en otras de las áreas en las
que se desenvolvió. Commoner murió no hace mucho, en 2012, disfrutando durante su retiro intelectual de los frutos políticos a los que dio lugar la influencia de su pensamiento crítico. Muchos de los partidos políticos contestatarios de nueva creación emergidos de la crisis financiera de 2008 en la "eurozona", ven en él un referente politológico, muy en consonancia con otros movimientos actuales desenvueltos dentro de la izquierda norteamericana, como la línea crítica enarbolada por Noam Chomsky.
Pero bien, en concreto, volviendo a este estudio, a los americanos se les preguntó entre otras cuestiones si seguían sintiéndose tan ecológicos como seguramente quizás lo fueran sus padres. El informe reflejó esta transmisión, de modo que de algún modo se habría fijado algún tipo de didáctica generacional, ya que cerca de un 24% de los estadounidenses adultos de finales del milenio optaban en su compra rutinaria por productos químicos respetuosos con el medio ambiente; los productores los diseñaron a medida que el consumidor civil los demandaba; sin embargo lo más relevante fue que una quinta parte de estos encuestados, poco más del 20%, manifestó ir más allá y estar fielmente comprometido con políticas institucionales de protección de la naturaleza; o que bien participaban activamente en ONG´s medioambientales; otros aseguraron aportar donativos o simpatizaban con “civic action programs or projects”. Incluso los que menos activistas se señalaban dentro de este porcentaje significativo, ese casi 4% residual, declararon frecuentar debates de base donde se departía sobre responsabilidad socioambiental colaborativa dentro de la misma empresa o sindicatos, frente a los intereses corporativos y lobbies que aún no se encontraban lo suficientemente concienciados. Las empresas automovilísticas norteamericanas, clásico ejemplo de la sociología ambiental, se encontraban entre ellos. Podría decirse, en efecto, que el mundo, o al menos “el planeta americano” tal como definiera Vicente Verdú a esta particular sociedad occidental, se estaba volviendo si no más ecológicos, al menos sí más ecosistémicos.
El arquetipo de coche republicano hasta no hace mucho respondió de algún modo y durante algún tiempo a la iconografía del coche sueco, ecológico, pero potente; de sencillo diseño pero sin perder ese imperceptible punto de sofisticación; robustos y seguros, pero confortables. Con altas prestaciones, pero de consumos medios. Más que el sueño americano parecía adivinarse en él, el "discreto encanto del sueño paneuropeo".