La cultura americana ama como
ninguna otra a sus caballos y desprecia su consumo e ingesta. Pero con toda
seguridad la primera hamburguesa que se comercializó en los EE.UU. fue de carne
de caballo. ¿Por qué los norteamericanos se niegan hoy a ingerir carne de
equino, un alimento que fue incluso propio de su cultura colona?, ¿no formó
parte acaso de sus reminiscencias gastronómicas?. Creemos que la respuesta se
encuentra en el proceso de totemización cultural dirigido que ha sufrido este
animal en Norteamérica en las últimas décadas.
Victor G. Pulido para “LinealCero”. PR., febrero de 2013.
No era frecuente que nadie
llegara tarde, pero para reducir el riesgo natural de retraso al centro de
trabajo, la filial holandesa de la multinacional de la distribución “Würth”, en
Den Bosh, ideó un sistema tan seductor como efectivo para luchar contra él:
invitar a desayunar a todos sus empleados media hora antes del inicio de cada
jornada laboral. Salvo para una mayor variedad los sábados laborales, el catering consistía por lo general en
café americano abundante, appleflaps
y unas extrañas salchichas enfundadas en un bollo ligeramente cocido al horno
tipo hot dog. El desayuno perseguía,
además, poner en marcha los biorritmos de los trabajadores y tratar sobre la
mesa matinal decisiones que minutos más tarde afectarían a la producción por niveles
y rendimiento de equipos.Tal fue la fidelidad al horario del desayuno y su
polaridad entre todos los estratos de la empresa y su clima laboral, que
repercutió en los índices de rendimientos de calidades de sus equipos de
trabajo en el muy corto plazo. Sin embargo, al cabo de un par de semanas esta
iniciativa acentuó los efectos no deseados de la estrategia entre los
trabajadores no holandeses. Esto ocurrió concretamente cuando se les dio a
conocer a los alóctonos que el bollito alargado de carne consistía en una
especie de compost de caballo, más
concretamente, de caballo pequeño. Pony o percherón. Muchos no soportaron la
idea de estar ingiriendo carne equina, especialmente españoles, norteamericanos
y griegos. Fue entonces cuando decidieron volver a desayunar tranquilamente en
casa y entrar a su hora. Ausentes de las reuniones informales previas al toque
de bocina, algunos de los programas de trabajo tan milimétricamente preconcebidos
para ser tratados en la antesala del desayuno se resintieron.
Carne de caballo en carnicería italiana. Holandeses e italianos
son excelentes hipófagos orgullosos de su culinaria ecuestre.
No me resisto a narrar estos
hechos porque los viví personalmente (la dirección sometió a variación el
desayuno una quincena más tarde); y por lo que trasciende de lo que se conoce
como sociología industrial y adquiere hoy tintes de confrontación cultural
global: la ingesta de caballo. Por lo tanto, el debate que viene además
acompañado a colación por lo que ha venido trascendiendo a lo largo de las
últimas semanas en países de nuestro entorno europeo donde la hipofagia no es bien recibida, ya viene
de largo. Algunos europeos no toleran encontrar trazas de carne equina en sus
hamburguesas, simplemente. Al margen de ello, lo que sí está claro es que
existen culturas donde sus agentes permiten el consumo de caballo y otras que
lo abolen. Y, entre unas y otras, ningún tipo de nexo estructural común aparece
entre ellas. Por ejemplo, entre los países tradicionalmente católicos
encontramos que en la península ibérica se trata de una carne de consumo muy
residual. En Irlanda es rechazada, pero polacos, belgas, franceses e italianos
la incluyen habitualmente en su dieta. Dentro de la comunidad ortodoxa, los
rusos comen caballo, pero no así los griegos. Pero el caso más desconcertante
los encontramos sin duda en la cultura anglosajona que comparten un mismo regazo
etnológico: los holandeses degustan equino sin problemas, los ingleses a
escondidas, los australianos prohiben su consumo y los norteamericanos lo desaprueban radicalmente.
Marvin Harris en una fotografía tomada meses
antesde su fallecimiento en octubre de 2011.
Marvin Harris, uno de los antropólogos más relevantes de nuestro siglo pasado ya detectó estas y otras cuestiones en su país y entregó gran parte de su afán intelectual en combatir la aversión cultural que muchos norteamericanos sienten por algunos alimentos nutritivos ajenos a su cultura contemporánea. Uno de ellos, por el que mostraba una indisimulada pasión en conversaciones informales mantenidas entre conocidos fueran o no de su confianza, era la carne de caballo. Cuando más tierna, como la del poni referido, mejor. En “Bueno para comer”, una de sus obras sobre antropología cultural contemporánea más discutidas refleja cómo se labró la enemistad de algunos intelectuales y figuras destacadas del mundo de la cultura que formaban parte de su círculo social más próximo e íntimo. E incluso en su propio ámbito académico de la Universidad de Florida. Reconoce que cruzó esa delgada y frágil línea donde el fuerte anclaje de las ideas socialmente construidas por su cultura sobrepasaba de rango el concepto de abnegación de la amistad de los que les eran propios. Algunos le reprocharon que sus estudios sobre la práctica del canibalismo había trastocado su capacidad de análisis intelectual y crítico: caer en el relativismo cultural de que todo se puede comer. A pesar de todo, Harris siempre sostuvo que el rechazo cultural hacia el consumo de un determinado animal por parte de una cultura o sociedad, especialmente si éste era cárnico, no provenía de tabúes estrictamente religiosos como habían llegado a sugerir los antropólogos clásicos, sino más bien recaía en la importancia que éste animal tendría para el sistema productivo de dichas culturas o sociedades. Esto era evidente para la historia de un país como la India, donde la vaca fue sacralizada como diosa de fertilización de los campos: caminando libremente, sus pisadas incrustan el grano en la tierra y sus excrementos sirven de abono y fertilizante natural. Estaba claro que el sacrificio de la vaca no podía ser más pernicioso para una economía tradicionalmente de subsistencia como la hindú. Pero no así para el caballo en una economía tan exacerbadamente industrial como la americana. Harris culpó entonces a los lobbies norteamericanos de producción industrial de productos cárnicos de erigir barreras a la entrada de la comercialización de producto equino para salvaguardar la cuota de mercado sectorial. La patronal cárnica presionaría a los senadores y estos legislarían contra el caballo. Pero poco después llegó a intuir que su teoría antropológica sobre cultura y alimentación en la Norteamérica contemporánea quizá había quedado coja al soslayar como variable de estudio un alto componente emocional.
Harris señaló al propio sector cárnico norteamericano como
el principal agente cultural responsable de la aversión gastronómica
hacia la carne equina, pero se propiciaron otras condiciones.
Un alto componente emocional que
los animales de producción estaban adquiriendo como rango dentro de las
sociedades avanzadas al resultar estos relegados de su función de trabajo por
el poder de la máquina. Y que éste fenómeno cultural no podría ser más que
reciente. Tan reciente como su reticencia a consumirlos. Por más vuelta que se
le diera, el caballo siempre había sido el caballo para la historia de los
EE.UU. y nada más, bien fuera como medio de sostenimiento alimenticio o de
producción en una economía de guerra o de mercado. Efectivamente, si
consideramos las prácticas gastronómicas no hace muchas décadas atrás, en
América, en las cuales se consumía caballo, como vemos, nunca fue para tanto. George Ritzer salió al amparo académico
de su colega Marvin Harris años después de toda esta polvareda levantada cuando
aseguraba en la presentación de su tesis de divulgación “La McDonalización de la Sociedad” que algo tan americano como la
primera hamburguesa comercializada en su país, los Estados Unidos, posiblemente
lo hubiera sido en parte de carne de caballo. Dada la cantidad ingente de
cabezas de ganado equino en Norteamérica, quizás tuvo que abtenerse de
enunciar: “Y probablemente, la última que
acaban de despachar en el Wendy’s más próximo, también”.
Carnicerías norteamericanas advierten a sus clientes de la posición
ideológica que adoptan ante la cárnica equina (Foto: "Demotixcom").
Sin embargo, para el pueblo
americano contemporáneo el hecho de admitir que la carne de caballo se consume
o comercializa de algún modo representa una profunda ofrenda y una fehaciente
repulsa. Nadie ama tanto a los caballos como América del Norte. Es el caballo la
encarnación de la conquista, la épica del soldado y el esfuerzo del colono. El
caballo construyó el Nuevo Mundo y el sueño americano. Y la silueta del caballo
podría haber formado perfectamente parte de la bandera de los United States of
America. En cierto modo podríamos decir que el caballo en la cultura americana se
ha visto sometido a un proceso de totemizado por la cultura a la que rindió
importantes servicios. La especie equina ha dejado de implicar un animal de
producción para serlo de postproducción. Ha migrado de lo material a lo
simbólico.
La cultura norteamericana ha totemizado la figura del
caballo mediante su gran soporte cultural: el cine
Un modo de hacer comprender esta totemización para los Estados Unidos, lo podemos apreciar en el gran afecto y fascinación que siente la sociedad norteamericana por los caballos y que se refleja en el espejo de su mayor soporte cultural: el cine. “Oceános de Fuego (Hidalgo)”, con Viggo Mortensen; la carrera de “Ruffian”, el quinto caballo, con Sam Shepard; “Alma de Héroes”, con Jeff Bridges; “The Silver Stallion”, con Russel Crowe; “Spirit”, film de animación con Matt Damon dando voz al protagonista y banda sonora de Bryan Adams y así un sinfín de subproductos destinados al formato de la gran y pequeña pantalla han jalonado las producciones de estudio desde mediados de los años setenta (“Flicka”, “El Corcel Negro”, “Secretariat”, “Belleza Negra”,…). De figurante de reparto a papel de coprotagonista, ningún director-productor de renombre que se precie se ha negado a financiar de su bolsillo su propio proyecto donde el caballo queda glorificado por la naturaleza de su nobleza, lealtad y belleza: “War Horse”, de Spielberg, o “El hombre que susurraba a los caballos”, de Reford, son ejemplos más de amor a los caballos que al mismo arte cinematográfico. En las películas donde los caballos sufren algún tipo de penuria o maldad por parte de los hombres, los espectadores salen compungidos: la escena más recordada e impactante de “El Padrino” entre los norteamericanos es la que encierra la violencia subliminal de la desmembrada cabeza de caballo cubierta entre sábanas. La factoría Disney, por su parte, ha desplegado toda su magia para mostrar a los más pequeños que el caballo o el asno deben disfrutar de un cierto antropomorfismo y autonomía espiritual que le es sólo afín al hombre en su naturaleza y bondad. Así, imposible presentar un bistec de caballo frente a un niño en su mesa con mantel de cuadros sin que se ponga a llorar. Y así la carne de caballo para los americanos se ha convertido en tiempo record (casi a la par de la velocidad de la técnica mecánica que lo ha suplantado) en un tabú cultural socialmente construido. Nada tiene este tótem reificado de natural ni de propio. Tampoco de técnico o de ecosistémico. Idealizado el caballo, erigido en tótem contemporáneo de nuestra reciente cultura, nada de lo suyo que le es propio al hombre le es ajeno. Se trata, simplemente, de un cierre categorial, de un prejuicio socialmente larvado por la mejora de nuestras condiciones de vida, de alimentación y de progreso del desarrollo técnico y económico. Una vez que América no supo qué hacer con el caballo tras la Segunda Guerra Mundial, no pudo más que idealizarlo, darle una salidad, hacer de él en su reciclaje funcional un símbolo de su cultura. ¿Cómo podría volver jamás a formar parte de la cadena alimenticia?. Estaba dotado de la imagen y semejanza del hombre. Comer caballo se trastocó antropofagia cultural. Las fuerzas invisibles de la cultura lo prohibirían y el tótem, ya definido, no se come.