“Halloween” representa sin duda la última de las temporadas incorporadas a nuestros hipermercados. En este relato costumbrista, nostálgico y autobiografiado, el autor se recrea en rememorar del pasado y revivir en el presente las tardes de sus vísperas de difuntos y todos los santos.
Francisco G. Núñez, para "LinealCero". En Cáceres, a 20 de octubre de 2011.
A Juan Antonio Fajardo Palomino, joven amigo, in memoriam.
Flores de cempasúchil a los pies de la tumba y fotos alegres del fallecido bajo su epitafio. Calaveras de azúcar, agua, sal y velas; ofrendas de comidas y bebidas adornan los altares y esquelas para ofrecer al familiar o amigo sus más apegados en vida placeres terrenales. Ojalá tuviésemos un sentido tan optimista de la muerte como tienen los mexicanos, con esa variable sincrética donde el cristianismo se muestra permeable a las creencias precolombinas y surge la festividad fúnebre. Porque sus pautas y ritos postfunerarios representan la celebración del reencuentro, el baile y la comunión con los seres queridos que nos esperan en el más allá. Incluso entre la actual comunidad descendiente maya de Pomuch, en el Estado de Yucantán, los vecinos exhuman a sus seres queridos, limpian su esqueleto y los sientan a su vera durante el festín. A esta cita con el almanaque no se la conoce como “Halloween”, que no es otra cosa que su naturaleza postmoderna, sino como la “Fiesta de los Muertos”. Al contrario que en el sur de Europa, en ella no cae ni una sola lagrima que no sea de alegría.
Francisco G. Núñez, para "LinealCero". En Cáceres, a 20 de octubre de 2011.
A Juan Antonio Fajardo Palomino, joven amigo, in memoriam.
Flores de cempasúchil a los pies de la tumba y fotos alegres del fallecido bajo su epitafio. Calaveras de azúcar, agua, sal y velas; ofrendas de comidas y bebidas adornan los altares y esquelas para ofrecer al familiar o amigo sus más apegados en vida placeres terrenales. Ojalá tuviésemos un sentido tan optimista de la muerte como tienen los mexicanos, con esa variable sincrética donde el cristianismo se muestra permeable a las creencias precolombinas y surge la festividad fúnebre. Porque sus pautas y ritos postfunerarios representan la celebración del reencuentro, el baile y la comunión con los seres queridos que nos esperan en el más allá. Incluso entre la actual comunidad descendiente maya de Pomuch, en el Estado de Yucantán, los vecinos exhuman a sus seres queridos, limpian su esqueleto y los sientan a su vera durante el festín. A esta cita con el almanaque no se la conoce como “Halloween”, que no es otra cosa que su naturaleza postmoderna, sino como la “Fiesta de los Muertos”. Al contrario que en el sur de Europa, en ella no cae ni una sola lagrima que no sea de alegría.
Adoración de los muertos en Pomuch.
Este vitalismo transmitido a las almas mediante un ritual de festividad neocristiano también fue adoptado por la cultura decimonónica norteamericana; la influencia lúdico-funeraria, a falta de una cultura predefinida de los primigenios gringos, les llegó en algún momento del pasado desde el norte de Méjico Federado hasta el sur de los Estados Unidos. Por una parte, cuando los mejicanos aún eran una potencia cultural y comercial y extendían sus costumbres autóctonas a los nuevos estados vecinos. Por otro frente la diáspora céltica que desembarcaba en Brooklyn y que hizo el resto cuando supuso una extensa facción de mano de obra. Así nació Halloween, bajo la síntesis de sincretismos encontrados; o bueno, para hacernos entender, de este modo fue tomando forma en el tiempo. Y forma tomó, sin duda. Porque hoy se ha convertido, desde el nacimiento del nuevo milenio, en una fiesta occidental secularizada que va desde Los Ángeles a Tokio.
"Halloween Parade" en Tokio, por supuesto.
Acabando el discurso etnológico, tengo que insistir en que Halloween no es una liturgia actual, como hemos visto. De hecho, cuando yo era crío ya existía Halloween, claro que sí, sólo que en Estados Unidos. Era algo que celebraban los “teleñecos” de Jim Henson al borde de las navidades y posteriormente, en mi adolescencia, “The Simpsons”, cuando aún los dibujaba Matt Groening. Sin embargo para nuestra cultura, o al menos para la que prevaleció para nuestros vivos y muertos durante nuestra infancia, por desgracia la fecha representaba la guadaña, el transcurrir del tiempo, todo aquello que nos invitaba a acostumbrarnos a quedarnos sin partes tangibles de nuestro pasado. Para lo que un niño americano suponía una fiesta infantil para uno españolito, camisa de “Naranjito” incluida, implicaba una tarde de hipermercado sobre fondo gris. Mis días de santos y difuntos eran lienzos de trazados claroscuros. Se limitaban a acompañar a mis mayores a recorrer lineales para la compra de cirios, velas, paños de limpieza, tijera podadora y algunas flores o pequeños maceteros. Y todo en silencio, por supuesto, no ingeniaras ninguna payasada como respuesta emocional al tedio, que ostia que comulgabas. Y a golpes de silencio y rezos es como mi generación fue ignorando este día feriado, a veces encarnado en un “puente” gris y anodino. Hoy puede parecer exagerado cuando la gente lo utiliza para pasar unos días en Brujas, Bruselas o Ámsterdam, pero por entonces eran días de misa, recogimiento familiar y silencio, sobre todo en los pueblos y pequeñas ciudades de interior. Sorprendentemente, para los países euromediterráneos, en la actualidad la concatenación de muertos y santos como onomásticas grises se ha transmutado mediante estrategia, de una tradición funesta a una lúdica y comercial.
A pesar de ello, el día de los difuntos sigue siendo hoy para mí un día de hipermercados. No comparto el ceremonial del camposanto, de la romería sigilosa de mis mayores hacia la entrega floral en lápida. Tampoco el hecho de salir disfrazado ni maquillado para hacer el fantoche o maldecir la algarabía de los críos. Porque para mí pasar estos días rumiando el sollozo o bien implicándome en ese vitalismo fúnebre heredado de entre unos y otros no me parece que tenga mucho sentido, no casa con nada que no sea lo tétrico o lo bacanal. En esta mezcolanza de creencias, lágrimas y duelos o bien batido lúdico de rituales postmodernistas sobre un mismo fenómeno, que es el de la muerte, uno ya no sabe a qué atenerse. Ahora bien, ante ello me descubro como un hombre sin tradición de muertos propia, un desarraigado de la generación perdida de la víspera de difuntos. Simplemente soy de la generación del hipermercado, de la generación del consumo doméstico, no tanto lúdico. Como consecuencia, en lo que normalmente malgasto el “Día de Todos los Santos” es en dormir la mona de Halloween, pero el año pasado, vista la ausencia de eventos interesantes para mi generación (y vista la creciente plaga de gente -sobre todo criaturitas- disfrazada para la ocasión) opté por quedarme en casa, madrugar y dedicar el día a mis menesteres de hipermercado. Me gusta pasear durante ese día todos los años y ver cómo han evolucionado, intuir como el comercio lo envuelve todo, hasta la misma muerte.
Pasillo del Halloween en un "Toys'r'us" danés.
Si las culturas se globalizan por efecto de la transmisión de los medios de comunicación y del espectáculo, el comercio le sigue, lo mediatiza: hace apenas dos décadas un hipermercado no tenía más de seis o a lo sumo siete campañas (a saber, navidad, reyes, enamorados padres y madres, verano, vuelta al cole y poco más). Hoy la cultura de culturas metadimensiona el lineal y lo somete a un estrés cíclico cotidiano, continuo y muchas veces pasado incluso de revoluciones. Porque cualquier evento alcanza el grado de sustanciabilidad y se reclama su propio protagonismo, su propia temporada de ventas. Cualquier cosa es campaña ya. Raro es el jefe de sector o de producto que no se ha montado acaso su propio engendro: la imaginación al poder, creatividad de campaña para todos ellos. Víctor nos cuenta en este mismo blog (octubre 2010), sin pudor, como en pleno Halloween dio una patada a las calabazas y se metió de lleno en una temporada que giraba en torno al ritual de matanza de cerdos para un hipermercado enclavado en una comarca agroganadera (sospecho que pudiera ser para Leclerc en alguna de sus tiendas en Extremadura).
En este sentido, lo pude comprobar como vendedor, el cliente siempre te sorprende: responde a tus inventivas; cuando piensas que con un producto puedes llegar a fracasar vas, y aciertas. Por eso alguien ideó, en alguna centuria cercana, un esqueleto de trapo o algún pijama macabro y al comercializarlo triunfó más que la Lady Gaga en un fiesta de disfraces en Zamunda: paseando entre reponedores observo los esqueletos de plásticos y los disfraces de estructura ósea: me imagino que su emulación, se creación como producto y origen, se debe a que los primeros colonos protestantes nunca tolerarían a sus pequeños la costumbre indígena tex-mex de desenterrar a sus propios muertos y profanar sus almas. Un pequeño juguete y así se dejaban de remover huesos y tierra. Lo de las calabazas no lo tengo tan claro, quizás algún yanqui excedente agrario.
Kit fúnebre para el día de difuntos,
en el otoño nipón (imagen cedida).
Ya los híper venden hasta flores. Claro, un buen comerciante sabe que consumes hasta después de muerto. “Verdecora” y “Fronda” se visten de luto de colores, pero sin ellos y otros puestos muchos cementerios como “La Almudena”, el más extenso y habitado de Europa, seguirían siendo gran manto marmolado. Las grandes superficies y el comercio en general desde el diseñador del producto, caso que lo hubiera, hasta el pequeño comerciante pasando por los múltiples intermediarios y fabricantes, tienen la virtud no sólo de hacer vendible cualquier cosa que sea objeto de materializarse en objeto, todo aquello que devenga en artículo de venta, sino lo que entraña la fenomenología del mismo. No sólo lo concibe como tal para cualquier cosa, sino en cualquier fecha, en cualquier lugar del mundo y para cualquier persona ser o ente. Halloween como paradigma es el preludio de la Navidad, su ensayo, su precalentamiento. De entrada los diversos productos relacionados con la secularización de vivos andantes y muertos vivientes son el inicio de la precampaña de juguetes. El día dos retirarán calabazas poseídas y disfraces de esqueletos y empezará a llenar las baldas de artículos de "Reyes". Pero lo más interesante de esta campaña es la intencionalidad subterránea que esconde: los gerentes a través de la juguetería y dulces de “todos los muertos” evalúan la demanda inmediata de otros productos similares como turrones y juguetes. Los productos de Halloween constituyen un buen indicador de ventas para los grandes almacenes, adivinan las tendencias de consumo estimadas para Navidad y ayuda a los jefes de adquisiciones a calibrar las compras mayoristas de las tiendas a corto plazo. Como muestra un botón: en año de elecciones presidenciales, en los Estados Unidos, puede saberse con antelación que candidato habitará la Casa Blanca a través del análisis de ventas de mascarillas de Halloween con las caricaturas de sus candidatos. Las grandes superficies cuánto dinero podrán llegar a facturar durante la temporada final.
Sea como fuere, lo que está claro que el hipermercado cobra vida con esta festividad invasiva, profana, devuelta a la vuelta de la historia por los posos culturales que nuestros antepasados polimizaron en otras milenarias (o recién nacidas) civilizaciones. Nadie niega que la muerte se convierta en fiesta y homenaje o al menos que te la vendan como tal. Una vez que he fagocitado que forma ya parte de nosotros, el deceso, me cambio de sección y me pongo a derrochar un poco de pasta, que nunca viene mal. La curiosidad por visitar el lineal de calabazas va a conseguir que le facture al coordinador de librería, todo está pensado. Me dirijo al electro y me pongo a revisar músicas y comics. Es como visitar ciertamente tumbas, porque los productos culturales que revisito son tan viejos como mis duelos. Entre mis derroches más imperdonables, a modo de homenajes, está la adquisición (por tercera vez si contamos con los cassettes y las primeras ediciones en compactos), de mis muertos favoritos. Ya no sé cuantas veces los han resucitado por vísperas de todos los muertos, precampaña de Navidad, el comercio las ediciones renovadas de "Mortadelo y Filemón". Capaz con su sólo deseo de reinventar los mitos, hacerlos revivirlos, el márketing de sala me devuelve al pasado al ponerme frente a frente con álbumes de “Dinarama” y “The Cranberries”, como si el título de sus carátulas y trabajos fueran sus eternos epitafios. También los primeros de Joaquín Sabina reeditados para la "Fnac". Dejo para otro momento de despilfarro inconsciente de otras reediciones también de dudosa necesidad como la de mi grupo favorito de todos los tiempos, los “Héroes del Silencio” y que tarde o temprano terminaré comprándome por tercera vez. Y es que el comercio no sólo hacer revivir a los muertos como consumidores, sino que hace que los vivos saquemos a pasear también a nuestros "crionizados" y recordemos, junto a ellos, los buenos momentos que pasamos todos juntos, junto a los que ya no están. Uno de ellos eres tú, Juan, con "Siniestro Total".