jueves, 5 de noviembre de 2015

Persiguiendo el residuo antropocéntrico de Halloween.



A Suru, mi buen amigo, en el día de su cumpleaños, la "Noche de Ánimas".





La pintura rupestre no surgió sin más como manifestación espontánea de una generación de homínidos que un día de tormenta y refugio se rebelaran contra su apatía y se dijeran a sí mismos: “Vamos a pintar las paredes”. El arte figurativo –incluso el “no figurativo”- no es algo que saliera tal que así, como de repente, para quedarse y punto. Incluso aun teniendo en cuenta a los avezados artistas del paleolítico superior, la configuración de las primeras manifestaciones pictóricas durante la edad pétrea no representa el hallazgo de un hecho histórico disruptivo para la Humanidad. Como dentro de la Historia del Arte tampoco lo fuera el Renacimiento, no hay nada que sea tan abrupto que de “la nada” emulsione. La Historia gesta un continuum, nunca un salto cualitativo. Este continuum también nos sugiere que el primigenio arte rupestre, aun siendo de contornos y figuras más simples que dieran lugar posteriormente a otras formas primitivas más figurativas, se remonta en sus vestigios, por su misma naturaleza, con anterioridad a los neandhrtales. Por tanto, no sólo además el Arte exige un desarrollo histórico de sus procesos de forma y contorno sino que incluso lo lastra sin remilgos desde cuantos milenios atrás a la aparición de esta especie. Todo sigue, como si del hombre evolutivo mismo se tratara, del hilo conductivo de un desarrollo lineal sigiloso, casi imperceptible hasta tal punto que parece dar a entender a nuestro imaginario que las figuraciones rupestres hubiesen sido siempre las mismas que vemos en los libros de texto. Sin embargo es evidente que primero fueron los puntos; milenios más cercanos a los puntos, las simples geometrías; para milenios más amplios, las representaciones. Ahora bien, si quisiéramos tirar de este hilo de la historia en la búsqueda de su origen, del origen del arte ¿dónde podría fijarse sobre la base de un calendario extendido la aparición de lo rupestre como expresión?. Simplemente, no se podría.


Por tanto, nunca se llega a atisbar el origen del arte. Como toda necesidad humana, seguramente naciera con el primer hombre. De modo soslayado esto es lo que nos viene a decir Chomsky cuando nos habla del origen del lenguaje como tal. Para Chomsky, el origen del desarrollo de los sistemas cognitivos de representación, ya sean de proceder gestual o de naturaleza simbólica - de signos,hablada o incluso escrita o "figurativa"- se encuentran entre los pliegues de nuestra masa cerebral. Es en el lóbulo temporal donde se localizan las funciones sinápticas del habla y del lenguaje. La lengua, nos recalca Noam Chomsky, no se construyó socialmente como una herramienta cognitiva más, sino que trata de una capacidad orgánica la cual contiene los elementos innatos necesarios para construir estructuras simbólicas y lingüísticas. Pero independiente de que esto sea así -o no-, tal y como defiende el infant terrible de la contracultura americana, ¿tendría algún principio el habla articulada?. Si retrocedemos de nuevo a un origen más primitivo de los patrones culturales, esta noción del desarrollo lineal de las prácticas humanas que venimos tratando, en efecto, puede quedar más clara si tomamos como consideración las aportaciones de otros teóricos que no son Chomsky o no pudieran ser Pinker, sobre la filogenia del lenguaje. Al igual que sucede con el arte de los primeros grupos humanos, algunos teóricos como Skinner respaldan que los sistemas de interpelación puedan también partir del continuum como una forma evolucionada de lo corporal y lo gutural. Sin la interacción social del lenguaje "no hay recompensa" (progresión humana). La articulación perfeccionada de la palabra y la precisión de su significante pasaría a tomar cuerpo y extenderse sobre los pilares de una composición de lo común (quizás de una lengua primigenia que nunca conoceremos); y a transmitirse sobre la base de la disposición espacial de una región, por ejemplo, la paneuropea. Si nos fijamos bien, hay una estela protosintáctica que recorre el cauce histórico de los valles; de esos valles que nos trasladan, a través de la filogenia de un cúmulo de generaciones, desde el Éufrates al Támesis, y cuyo continuum sirvió de hilo conductor a la morfogénesis matriz que dio origen a las diferentes lenguas y dialectos. Los sociolingüistas -incluido entre ellos Chomsky- con frecuencia nos animan a sobrevolarla: tan sólo hay que seguir los pasos de los residuos dialectales a través de las líneas cartografías del tiempo.


La visión de Chomsky, para decirlo simplemente, es que los seres 
humanos necesitan el idioma para cooperar y por lo tanto sobrevivir. 
Por lo tanto, la mente humana ya está cableada para recibir el lenguaje.


Sin embargo, para no ponernos completamente de acuerdo en cómo empezó todo, al menos sí parece haber consenso en el hecho de llegar a conocer cómo transcurrieron las vicisitudes y logros de la cultura humana. Particularmente, a partir de determinados periodos y de cómo éstos evolucionaron sucesivamente. Parece ser que de todo ello se encarga una ciencia: la paleoantropología. ¿Y qué nos aporta esta ciencia?. Los arqueólogos y antropólogos culturales nos dicen que, como en todo proceso de la (pre)historia, las comunidades más evolucionadas heredan culturalmente, de unas y otras generaciones que les preceden, estas y otras prácticas que van perfeccionando y transmitiendo de nuevo. Nos dicen que el hombre se asienta sobre el hombre. De nuevo, entonces, el arte como ejemplo; despacito y buena letra: primero los enormes puntos monocromáticos; más tarde, las geometrías simples; por último, el bisonte. Por tanto parte importante del trabajo de estos señores consiste en darnos a conocer estas pautas y hacernos ver cómo se complejizan los legados a lo largo de nuestra intrincada evolución cultural. Poquito a poco y buenos materiales: primero, tiza de carbón; más tarde, paño de piel para extender la forma concéntrica; por último, brocha y pincel para dar lugar a la policromía. Seguimos impulsados por el continuum

Traspasada la frontera del tiempo de los primeros manuscritos escritos –otro salto disruptivo que nunca fue tal- todo esto de la progresión lineal de la materia cultural, de modo tardío para la ciencia social -que debió percatarse mucho antes de todo este proceso-, tuvo que venir Weber a definirlo. Lo llamó con suerte la “racionalización de la cultura”. Lo que le concitó a decir algo parecido sobre la evolución del arte y del lenguaje, pero esta vez en clave sinfónica. Al igual que el mismo arte nacido de las cavernas, la música se armonizaba y diversificada desde su primeros inicios comunes evolucionando distintamente según los patrones o agentes culturales –pueblos o comunidades- o herramientas de sonido que la concibieran. Se podría asegurar que cada uno de los pueblos le puso algo de su impronta; pero sólo pocos de ellos, una muy perfeccionada. Así fuera el caso occidental de la música de cámara o de orquesta, con sus múltiples intérpretes o cuartetos. Parece lógico pensar entonces que todo esto ya viniera ocurriendo desde la noche de los tiempos con muchas otras facetas o procesos de la cultura material humana. Más concretamente para Weber, para nuestro tiempo y en su caso mucho más allá de la música, para la técnica, y afinado más aún, para el dinero. Weber, a esta complejidad de la materia la llamó el “espíritu del capitalismo”, que vino a concretar que el modo de racionalizar la cultura económica aun partiendo de un mismo punto histórico común -al igual que la música o el arte- no evolucionó de igual para todos en unos tiempos y lugares que en otros. 

Entonces, ¿se da un nexo común de todas las cosas?, ¿evolucionan paralelamente, pero con distintos ropajes o a pesar de sus diferentes resultados, para generar nuevos nexos matrices?. En cierto sentido hiperbólico es esto, pero con matices. Como advirtiera en una muestra de su profusa lucidez intelectual el biozoólogo Richard Dawkins, los seres vivos no sólo nos componemos de genes, los cuales transmiten la información génica de los padres a los hijos. Dawkins defiende que también nos componemos de “memes”. Los memes permiten que generaciones sucesivas o coetáneas o comunidades cercanas compartan materia cultural. Es ejemplo extremo sería nuestra actual sociedad informacional. Pero sobre todo lo que permite el meme es la transmisión de esa materia, muchas veces de índole local, de unas generaciones a otras. El meme queda entonces definido en algo así como “un gen de la transmisión”, de la transmisión de la información cognoscitiva. Dicho de otro modo: el conocimiento de las artes, de las lenguas (así como de las técnicas) es acumulativo por regiones; y sus incrementales se transmiten en el continuum intergeneracional de unos sucesores a otros a través de la línea del tiempo, de modo similar a cómo lo hacen genes con nuestros atributos psicofísicos. 


Las propias aportaciones de Dawkins sobre su idea de la transmisión natural de las partículas elementales del conocimiento que se transmiten o “sufren mutaciones” –perfeccionamientos- de una generación a otra mediante la codificación del aprendizaje humano, es el vivo ejemplo de cómo él mismo tomó prestado para la formulación de su hipótesis parte de un conocimiento ya heredado: digamos que su idea “mutó” de una concepción similar a la suya, de una partida de hipótesis que ya fue inspirada, no por Darwin, como pudiera parecer, sino por Edward Tylor, uno de los padres fundadores de la antropología moderna. Tylor, viendo como todo esto de la expansión del lenguaje y el arte, los cultivos y animales domésticos, las herramientas, así como otras manifestaciones de la costumbre o de la cultura material humana procuraban pautas similares de desarrollo, se empecinó en demostrar que necesariamente debía manifestarse, aunque oculta, una lógica sincrónica dentro de todas y cada una ellas. Como si entre sí no caminaran solas. Como si entre las evoluciones macroculturales de lo humano, existiera algún tipo de diálogo oculto o vertiente soterrada. Para el antropólogo inglés todos los parámetros etnométricos de lo común se alinean en el tiempo, o bien forman radios o círculos concéntricos en la interación de lo telúrico. A estos patrones comunes el devenir posterior de la ciencia antropológica terminó por definirlos como “universales culturales”, pautas, ritos y prácticas que toda comunidad ostenta, independiente de que las crearan por si mismas de manera aislada o de modo aprehendido de otras. Leslie White sostuvo una idea declinada de la Tylor, al objeto de sostener el absoluto principio que nos dice que la cultura es secuenciada y compartida por los grupos de población desde nexos común de origen. Argumentó que las diferentes culturas avanzadas -aunque para él sólo existiera una única cultura- progresaron acompasadamente porque se da entre ellas un “contagio cognoscitivo”. Las más rezagadas, tan sólo siguen el continuum ya descrito por estas o quizás, como le sucedió a la China Imperial, marcaron el paso desde un primer momento para quedar después superadas. White compartió los principios de Weber sobre la racionalización de la cultura en la dimensión de la técnica. Gracias a ella la "cultura global" caminaba erguida.    


A esta altura el lector que siga pacientemente con nosotros –seguramente el 30% de los que iniciaron la lectura cinco o seis párrafos atrás si me fío, Weber ojiplático, de los indicadores de la racionalización de la cultura informacional que me proporciona “Google Analytics”, - puede sentirse decepcionado: ¿esto no iba de hablar de Halloween?. Sin embargo seguro que cada uno de ellos es consciente de que no ha sido engañado; realmente no hemos hecho otra cosa que hablar más que de ello desde el garabato rupestre de las primeras líneas hasta ahora. Quizás de modo tan soterrado como los propios procesos culturales compartidos de los que hablamos. Como trató de explicar Tylor a lo largo de su trayectoria intelectual, muchas de las tradiciones que compartimos con otros pueblos o civilizaciones acaecidas, apenas hoy son perceptibles en su similitud ancestral. Sin embargo son, “universales culturales”; en términos dauquianos de un “macromeme ancestral”, esto es, completamente las mismas. Incluso cuando diferentes cosmovisiones de un mismo rito han entrado en conflicto, el sincretismo de ambas o múltiples de sus manifestaciones llegan a fusionarse en una misma práctica común administrada. Todos conocemos como la Iglesia de Roma dio cabida dentro de su liturgia a los ritos paganos que conmemoraban la llegada de los equinoccios y de los solsticios, no sólo admitiendo sus rasgos prerrománicos para apropiándose de ellos, sino estableciendo el marco adaptante de tal guisa que fue su discurso el que se integró en las estructuras administrativas y hieráticas de Roma, no su contrario, quedando oficialmente consolidado su credo. En términos de Weber, los racionalizó y les dio su forma.



Cuando hablamos de “Halloween” los hacemos en término administrado de “Día de Difuntos”. Un modo de hacerlo entender nos lo ofrece Marvin Harris. Harris considera que las diferentes unidades o culturas universales se vuelven con el tiempo específicas al objeto de decir lo mismo. Como "perdidas en la traducción” de las distintas codificaciones de la cultura humana muchas de las tradiciones o ritos se han ido desenvolviendo a la par de una adaptación local, configurando su propio mito y significado de universal cultural. El problema surge cuando apenas reconocemos como autóctonas prácticas similares o rituales espejos que practican simultáneamente otras culturas. Éstas se vuelven todas tan distintas entre sí, diseminadas por el espacio y transcurridas por los diferentes cauces del tiempo que, como parientes lejanos a los que se les presenta por primera vez en un barroco salón, procedentes de la semilla de un antepasado común, apenas pueden reconocer sus rasgos fenotípicos compartidos. Mirándose frente a frente, unos a otros, se extrañan. Más fácil: aún fruncimos el ceño cuando nos dicen que compartimos la gran totalidad de nuestros genes con otros primates. Quizás no nos ocurra con el "Hombre de Cromagnon". Pero cuando nos dicen que somos un poco monos o cuando observamos a un chimpancé nos decimos secretamente: “Esos no somos nosotros”. Con la práctica de las nuevas modalidades mainstream de la onomásticas de los difuntos (léase “Halloween”), a muchos de los europeos nos sucede lo mismo: nos decimos "esta no es nuestra fiesta", o "este no es nuestro rito". Sin embargo, como decimos, son las diferentes manifestaciones de una misma liturgia: la rememoración de nuestros seres más queridos que ya no están.



Entonces ¿a qué tanto alboroto si el “espíritu del rito” es el mismo?, ¿por qué tanta controversia?. Un modo de explicarlo está en cómo lo “universal cultural” que nos precede se ha transformado, como nos dice Harris, en un reflejo difuminado de su origen, localmente adaptado y cómo los valores de cada cultura se hace antagónicos entre sí en torno a un mismo rito. Para la tradición judeo-cristiana se trata de un sentimiento de dolor, de tristeza. Para los nepalíes -o incluso para los niños norteamericanos o mejicanos- un estallido de color y algarabía. La diferenciación humana también es socialmente construida. Podemos ver cómo se distancian entre sí, siguiendo el hilo de continuum histórico del que venimos hablando. “Halloween” es el perfecto ejemplo divulgativo del modo en que todo el mundo puede asimilar el mensaje de los antropólogos para tratar de explicar el trasiego histórico de las cosas o por contra hacernos saber a quién pertenecen en cada momento o época cada una de las costumbre. Pero ahora que sabemos que la celebración de la muerte es un poco de todas y cada una de las culturas, y muy poco de cada una de ellas, la pregunta se traslada a otra más polémica: “¿a quién pertenece la fecha?”. Ya no se trata de debatir si es o no la misma raíz cultural. Se trata más bien de un claro conflicto de identidad local: por qué usted me impone su modo de representarlo. Hasta la revolución logística e informacional del último tercio del pasado siglo -transporte barato transcontinental, emisión vía satélite, internet- parecía que no existiera ningún problema según cada cultura manifestara sus ritos de modo distinto con tal de que cada cual lo hiciera en su territorio natural. Ahora bien, ¿Qué pasa cuando estos valores se confrontan sobre el espacio cultural de la globalidad?. Un modo de “firmar la paz”, es de algún modo reconocer que “Halloween”, no pertenezca a nadie como concepto. Como el arte o la lengua, incluso la invención de la rueda o un amplio catálogo de universales culturales, nadie puede atribuirse la autoría o el origen de un rito. Sí su modo de imponerlo al mundo o manifestarlo, como demostró Roma, o actualmente Washington. Ahora bien, sabemos que no pertenece a nadie, pero podemos localizar sus fuentes.





A falta de un sincretismo que vendrá con el transcurso del tiempo global, seguro que la ciencia tiene la respuesta. Bueno, pues me temo que también es cuestión, de tribus, de identidades académicas. De escuelas científicas, para ser más finos. ¿A quién pertenece el conocimiento correcto?. ¿Es el “Día de Difuntos” una construcción humana o se remonta a los instintos biológicos e iniciáticos del mismo?. La ciencia nos vuelve desorientados de nuevo. Los neurocientíficos consideran que el instinto de veneración a los antepasados reside donde Chomsky encuentra el habla. Se trata de un "sentimiento innato". Los freudianos hablan de la muerte como algo cerebral, inconsciente. A los antropólogos no les acaba de gustar la idea de que los científicos, las ciencias duras, urgen en su jardín. A Harris, por citar, no le gusta Dawkins: cree que los zoobiólogos -Dawkins lo es- se asoman con demasiada ligereza a la etología y metodología de las ciencias sociales, como si esta fuera tan maleable y agradecida que admitiera la configuración sistémica de cada teoría hasta tal punto que cualquier conjunto de hipótesis fuera posible. Sabe de lo que habla por su propia experiencia académica. Marvin Harris reconoce que para las ciencias tradicionales una fórmula matemática -cuando menos compleja mejor-, sirva para describir actos de la naturaleza física o química de incalculable proyección científica. Pero difícilmente una "partícula teórica" como un "meme" puede deconstruir la caleidoscópica racionalidad humana. Para los críticos del innatismo, la partícula del conocimiento trata de una ocurrencia, de una "metáfora material o cognoscitiva". No va más allá y quedan muy bien para la columna científicas de los periódicos neoyorquinos. Por otra parte, el núcleo de la física considera que sociólogos se fijan demasiado en la construcción social o cultural de los mitos. No saben adoptar una perspectiva más amplia que admita la participación de otros enfoques científicos no constructivistas. Por ejemplo que la cultura de la muerte, despojada de todos sus ropajes folclóricos, pueda tener un sustrato o residuo tan cerebral o biológico como el instinto propio de supervivencia.



Y Chomsky, ¿qué opina de todo ésto?… bueno, Chomsky lleva bramando contra todos ellos y disparando desde su atril a todo lo que le rodea o se le acerca desde hace tiempo. Enervado, el teórico mantiene sus posturas contra el mundo, contra sus críticos y contra muchos otros de sus colegas: insistente, intenta hacernos comprender que dar una explicación en términos de datación o cultura material al lenguaje, al arte, la política o en este caso a los ritos de la vida o la muerte se vuelve ridículamente estéril. Parece como si el Hombre no hubiera aprendido nada de su complejidad cerebral y que cada una de las diversas ciencias sólo mantuviera su postura por motivos de autoafirmación de su disciplina. De acuerdo, pero ¿qué opina de "Halloween"? Bien, para el metalingüista el origen de nuestras prácticas más características, por encima de todo el lenguaje, se encuentra en nuestra cabeza de un modo orgánico. Y en nuestras prácticas de un modo funcional, integrativo, como extensivo de nuestro cerebro. ¿Tendrá razón el malhumorado de Noam?. Los chimpancés y otros homínidos, algunos paquidermos, camélidos y cetáceos también "lloran" la muerte o desaparición de sus congéneres. No han logrado trivializarla como algunas culturas humanas que la celebran como paso a una existencia mejor o a la discoteca engalanada de calabazas y murciélagos más próxima; sin embargo  la presienten como algo que conlleva ritos para ellos, como permanecer agrupados, gimoteando todos en círculos a modo de cánticos de despedida, o situarse cerca del cuerpo inerte o arrastrarlo hasta un sitio más íntimo. Parece que la cosa, como terminan concluyendo los etólogos, va en relación con el tamaño o disposición evolutiva del desarrollo cerebral. Quizás aún no lo sepamos, pero seguramente el loco de Noam este justificadamente molesto y sea el único que esté en lo cierto. Las construcciones culturales tienen su origen en el cerebro. Quizás por eso, sean universales.

Recogida del cuerpo de Dorotea, despedida por 
sus congéneres, en el Centro de Recuperación
 de Animales de Sanaga-Yong, en Camerún.