miércoles, 16 de noviembre de 2011

Siempre es Navidad en el supermercado.

El autor, Paul Johnson*, cuestiona las corrientes sociológicas que asocian consumo y clase con determinismo de compra y libertad de elección efectiva y asegura que el supermercado colapsa esta presunción al implicar el mayor fenómeno demomercadológico del siglo XX. La democratización del consumo supone la verdadera liberalización, estampa postal y escenografía dickensiana de nuestra sociedad postmoderna.




 Las revistas de sociología suelen analizar los supermercados para exponer opiniones izquierdistas. Hace poco leí en una de ellas un artículo que sostenía que el ingreso medio de los clientes declina paulatinamente desde que abren el establecimiento a las nueve de la mañana. Los ricos pueden "escoger la hora" para comprar, así que van temprano, "evitando las multitudes y obteniendo los productos más frescos". Los pobres compran tarde, en lugares atestados, consiguen frutas y verduras vapuleadas, a veces con rebaja. Esta teoría insular se derrumba por completo si uno va a Estados Unidos. Cuando pasé un año en Washington, el hipermercado de “M Street” donde hacía mis compras estaba abierto las veinticuatro horas todos los días del año, y la única correlación que encontré entre la clientela y la hora fue que, hacia la madrugada, había más lunáticos que de costumbre. La teoría tampoco funciona en Gran Bretaña, a juzgar por mis visitas regulares a “Sainsbury's” con mi esposa Marigold. Vamos en cuanto abre, y hay personas de todas las edades, sexo, color y clase. Lo único que tienen en común es su desaliño y su impaciencia. Si el personal tarda en abrir, se reúne una airada multitud, habitualmente liderada por un comprador masculino de aquellos que la policía describe como "solitarios" y que suelen figurar en los casos de asesinato y violación múltiple. Hay también algunas mujeres hurañas y explosivas -robustas criaturas que no necesariamente pertenecen al “Club de Admiradoras de Jackie Onassis”- que aferran sus carros fieramente como si fueran a usarlos para derribar las puertas, un fenómeno que llamo la “cólera del carro”.



Un céntrico "M-Street", neoyorkino anuncia su cierre por traslado.
En la planta superior, los "M's" disponen de "dinner-coffee".


Sin duda los supermercados son una bendición. Nosotros dos podemos juntar las provisiones de un mes en menos de una hora. Pero echo de menos las tiendas que visitaba con mi madre cuando era pequeño: los olores penetrantes, los enormes delantales blancos que usaban los afables dependientes, la deslumbrante destreza con que cortaban el queso y el tocino y preparaban los pulcros paquetes que envolvían con amabilidad, mientras mi madre se sentaba en un taburete estudiando su lista. Ante todo, la conmovedora culminación, cuando el dinero y la factura viajaban por teleférico hasta la caja registradora y regresaban con el cambio en medio de un furioso campanilleo. Los niños de hoy no disfrutan de estos placeres, aunque sí de sus paseos en carro. Mi otra queja es que la taxonomía de nuestro supermercado es excéntrica, parecida a la disposición de los libros en la Biblioteca de Londres, y parece obedecer más al funcionamiento de una mente femenina que al de la mía. En vano busco “Bovril” en Salsas y Condimentos, donde debería estar lógicamente. En cambio, se encuentra en “Carnes”. Bien, dirán algunos, es un producto de carne. De acuerdo, ¿pero entonces qué hace allí “Marmite”, y ese temible favorito australiano, “Vegemite”? También tengo problemas con el almidón, que no está entre los productos de limpieza sino junto a las lacas para el cabello. Pero entiendo por qué una mujer, incluida la Baronesa Blackstone, los pondría juntos.



"Super-Deli" se caracteriza por ser una enseña orientada una
cartera de productos exigentes en calidad y cuidados pasillos.


Huelga aclarar que la lista de Marigold incluye todos los elementos interesantes, pues requieren la pericia de una especialista. Yo debo conformarme con detergentes, jabón para lavaplatos y otras cosas aburridas. Y no es tan fácil como uno podría suponer, pues ella es muy quisquillosa y explícita. Es inútil comprar detergente "no biológico automático" cuando ella quiere el "no biológico original". A veces me desconcierta la variedad. Estoy en un aprieto cuando me dicen que busque "papel higiénico". ¿Debe ser biogradegradable, ecológico, reciclado, sin cloro, o el anticuado supersuave de lujo?. Hay veces en que estudio angustiosamente los anaqueles, sus regimientos de estridentes productos envueltos en una niebla brillante. He aquí, por ejemplo, las multitudes de líquidos de limpieza con sus nombres contundentes: “Vax” , “Vim”, “Jif”, “Oz”, “Bif”, “Bam”, “Bash”, “Flash”, “Ajax”, “Wham”, “Fresh” y “Bim”, sin olvidarnos de “Shiny Smiles” y “Lime Light”. Pero lo que debo conseguir, siempre que pueda identificarlo, es “Mister Clean”, y este señor tiene además su propia familia. Desconcertado y deslumbrado, me apoyo en los anaqueles, me pongo a divagar y corro el riesgo de irme con el carro de otro, a menudo con un bebé indignado a bordo.



Muestra de Cambio Social: fotografía tomada es un autoservicio ruso del centro de Moscú en enero
 de 1990. Abajo, moderno centro comercial recién inaugurado a las afueras de la misma ciudad. 




La desconcertante fecundidad del capitalismo, en síntesis, tiene sus desventajas. Hay demasiadas opciones. Sentía esto aún más en Washington, especialmente cuando visitaba un lujoso “Hyper-Deli” de Georgetown que tiene más de ciento cincuenta clases de pan y más de doscientos quesos. No es sorprendente que los rusos, en su primera visita, no puedan creer que es real. Hace un tiempo un piloto soviético desertó para huir a Occidente con un MIG último modelo; con el tiempo lo llevaron a un supermercado de California, y pensó que lo habían preparado especialmente para él, como una aldea potemkin. La idea de que eso fuera algo cotidiano para doscientos cincuenta millones de estadounidenses le resultaba incomprensible. Los supermercados a veces me dejan atónito. Sólo la semana pasada descubrí que el ojo mágico de la caja registradora puede diferenciar entre pimientos anaranjados, verdes y rojos, y marcarlos en consecuencia. Pero, como siempre, las verdaderas sorpresas son humanas. ¿Qué lleva en su carro ese sujeto esmirriado y macilento? Pues nada menos que seis trapos, tres docenas de latas de limpiador de tuberías, una enorme torta y doce barras de chocolate. También es un solitario, o quizás un miembro de la "Familia Adams". ¿Habrá descuartizado a su esposa y va a deshacerse de los restos y celebrar un festín?. La cajera saca los extravagantes contenidos de ese cofre del tesoro sin el menor aleteo de sus pestañas postizas, y él paga con un billete de cincuenta libras. Afuera hace mucho frío, y una antigua y desgarbada figura salida de una novela de Gissing, con un aplastado sombrero de copa, toca "Blanca Navidad" en una gaita. El hombre del limpiador de tuberías le da una libra antes de cargar sus compras en un flamante Volvo. El supermercado me hace sentir como un personaje de Pirandello, incapaz de distinguir entre ilusión y realidad: ¿el mundo real está dentro de la reluciente tienda, o en la fría acera? ¿Y habrá supermercados espirituales en el cielo?.



      Paul B. Johnson.

Paul Johnson nació como Paul Bede Johnson un dos de noviembre, el de 1928, en un lugar llamado Mancherster, Inglaterra. Como fue un poco de todo (escritor, historiador, crítico literario y de arte, periodista, etc.) a todos los efectos se le considera ensayista. Pero lo que sí es tangible es que se licenció en Historia por la prestigiosa Universidad de Oxford bajo la tutela del célebre historiador A.J.P. Taylor. Desempeñó posteriormente como voluntario el servicio militar a la orden de su Majestad en la colonia real de Gibraltar en los primeros cincuenta, adoptando una postura crítica contra el mismo vecino régimen franquista al que en los posteriores años del desarrollismo español aplaudiría. Nada insólito, pues como buen católico británico este joven corresponsal de la revista crítica francesa “Realités” estuvo pendulando ideológicamente a lo largo de su trayectoria intelectual deslizándose de un lado y otro del telón de acero. Con el paso de los años y las obras publicadas terminó consagrándose como un ensayista liberal británico muy respetado por el laborismo y venerado por el vetusto conservadurismo londinense. No en balde su título “Tiempos Modernos” intentó reconciliar las distantes disciplinas políticas a través de la sincretización de las posturas comunes existentes entre ellas desde el fin de la Gran Guerra hasta la crisis del Yom Kippur. Admirador confeso de Marx y Sartre (aunque denunció sus excesos mundanos), el hoy columnista habitual de los semanarios políticos del Reino Unido y de la prensa inglesa aún arrastra cierta aureola de crónicas de espías desde que en 2006 el Presidente George W. Bush sorprendiera a propios y extraños condecorándolo con la máxima mención civil de los Estados Unidos: la Presidential Medal of Freedom. Él define la visión que de sí mismo tiene desde un punto de vista vivencial del siguiente modo y reflexión: “… nunca he tenido coche, ni mi cuenta ha estado en números rojos: no he dado cheques sin fondo ni he comparecido ante un tribunal: jamás he preparado un asado ni he utilizado una lavandería automática; nunca he cambiado pañales ni siquiera para Annabel; no me he alojado en el “Capriani”; no he cenado en Maxim’s; no he pescado ningún pez, ni cazado ningún zorro, ni he perseguido ningún venado; ni siquiera he aplastado una araña, aunque una vez amenacé a una tarántula en Recife. Por otra parte, tuve una hija; escalé el Matterhorn; pregunté a Kerensky por qué no mandó fusilar a Lenin; fumé puros con Sibelius y Castro; nadé en el Mar Caspio y en el Lago Titicaca; enfadé a De Gaulle, conmoví a Churchill e hice reír al Papa: charlé con Ava Gardner; eso sí, maté a un oso finalmente. Estuve en el lugar desde el cual dispararon al Archiduque Francisco Fernando y pronuncié una conferencia desde el escenario donde Herzl fundó el sionismo,…”. (Víctor G. Pulido).